Es
posible que nos encontremos ante una obra destinada a convertirse en un clásico
de la narrativa histórica. Hablo de narrativa porque, aparte de la abrumadora
presencia de la novela en este subgénero, también existen algunas
recopilaciones de cuentos y relatos históricos, como es el caso de “La Diosa
Blanca”, de Rovert Graves o “Perlas para un collar”, de la misma Toti en
colaboración con Ángeles Irisarri, sobre mujeres musulmanas, cristianas y
judías en la edad media. No hay, sin embargo, parangón entre la
novela y el relato históricos; la primera es mastodóntica, el segundo muy
limitado en títulos y extensión.
Al
parecer, los hechos históricos generan tal cantidad de motivos
grandiosos que los escritores no pueden sustraerse a la tentación de contarlo todo, de cabo a rabo. Podríamos llamar a este fenómeno
“grandiosismo”, un lastre para la narrativa de
calidad. Muchos picapedreros de la historia, deslumbrados por la rica la veta, no pueden
reprimir la tentación de llevarse las más voluminosas rocas para
confeccionar con ellas sus edificios narrativos, con notable detrimento de la
trama y de la fuerza poética, entendida esta como poiesis, creatividad.
No es
infrecuente el caso de autores que siguen pede litera las fuentes, en
ocasiones prolijas, sin poner mucho de su cosecha. Los historiadores más
plagiados por esta conspiración antiliteraria suelen ser los pobres Tito Livio,
Fernández de Oviedo y López de Gómara.
Hay
quienes sufren de otra enfermedad, plaga también del subgénero, íntimamente
relacionada con la anterior: el pedagogismo. Se trata de una dolencia propia de quienes llegan a la novela desde la
docencia universitaria; gentes que buscan la manera de novelar la historia para
aumentar el lomo de sus producciones, casi anuales, con grave detrimento de la
trama y de los más elementales valores estéticos exigidos por el género. Pero,
en fin, por mucho que nos cansemos en proclamarlo, la mayoría no entenderá que
para hacer novela histórica hay que ser, ante todo, novelista, oficio diferente al de historiador.
Por
supuesto, este grandiosismo está preñado de masculinidad.
Si los hipotéticos investigadores de dentro de cuatro mil años sólo tuviesen
como material de estudio histórico estas novelas, llegarían a la conclusión de
que la mujer es una entidad epihistórica, que sobrenada el
acontecimiento relevante; un ser
marginal en definitiva. No deja de haber, claro, algún nombre de reina
brillante, viragos en general, que saltará de los labios que han de rebatir
nuestra teoría, seguro que indignados contra el victimismo de las
feministas que, como vulgarmente se dice, siempre andan a pillar cacho.
Por fortuna para los amantes de la
narrativa histórica, tenemos el último trabajo de Toti Martínez de Lezea,
publicada por la editorial Ttárttalo, que redime nuestro arte de las lacras que
acabo de citar.
En
efecto, se trata de una obra refrescante, pues nos presenta la otra cara de la
moneda, la historia de abajo, desde el punto de vista del pueblo llano y, para
lograr tan difícil objetivo, le ha
bastado con rebuscar en la experiencia femenina de lo cotidiano.
Los
reyes pasan, los ejércitos se destruyen, los regímenes políticos se suceden sin
descanso, pero la mujer permanece, los de abajo permanecemos. «Continúo aquí,
al igual que el roble cuyas raíces se hunden en lo más profundo y que extiende
sus ramas hacia el cielo. Soy el comienzo y seré el final. He reído y llorado,
pero ante todo he amado, y amo, este rincón del mundo junto al mar donde vivo y
muero.», se dice en la primera narración, de Mareas.
Esta
visión desde el otro lado de la historia, no menos épica y solemne que la de reyes, imperios y dominios, permite a la autora vasca escribir su obra con trazo pequeño pero fino, e introducirnos
en la narrativa histórica corta con dignidad.
La producción de Toti tiene, entre
otros, dos ejes que la definen: una especial presencia de la mujer y la
referencia permanente a lo vasco, dicho sea sin ánimo de generalizar, pues en
su amplia colección de publicaciones se dan notables excepciones. La visión
femenina de la historia es constante, con protagonistas inolvidables como María
en La abadesa, las desgraciadas chocolateras de La Brecha, o María Pacheco en
La comunera, entre otras muchas. También suele tener como punto de referencia
físico, a su patria vasca, hasta el punto de que si los personajes viven o
marchan fuera del País Vasco, la autora se las apaña para establecer un
vasquismo tangencial, como en el caso de La Universal, uno de los menos vascos
de sus relatos, en el que el dueño de la pensión sí es de la tierra. Da la
impresión de que cuando Toti escribe, sus imágenes creativas van y vienen de su
caserío vizcaíno hasta el fin del mundo, en un bucle sin fin, lo cual es, ¿por qué no decirlo?, envidiable. No resulta infrecuente que en mis charlas sobre novela
histórica haga referencia a la obra de Toti Martínez de Lezea como ejemplo a
seguir para las plumas de otras regiones, Cantabria por ejemplo, ricas en
hechos históricos y personajes universales sin explotar.
En “Mareas” el tema central es la mujer,
y la mujer vasca. «Soy mujer y soy vasca, de la costa», son las palabras con
las que comienza la primera narración, utilizada como prólogo y que titula “La
otra historia”. Y es que la oba es una colección de cuentos y escenas de la
vida cotidiana de las mujeres de la costa vasca a lo largo de la historia,
desde los tiempos neolíticos hasta los años sesenta.
Pero no se trata de cuentos inconexos,
sino que existe un hilo conductor, un personaje que se repite de forma
invariable, con uno u otro matiz: la mujer.
¿Un
personaje arquetípico y simbólico?, preguntarán los críticos enarcando la ceja,
escépticos; ¿qué cosa puede ser esa?
Pese a
tales dudas, en la configuración etérea de este personaje se halla el mayor
acierto de Toti. La mujer, a la que podría incluso haber dado nombre, Andra
Mari, la Madre Tierra, es definida en el
capítulo previo al que nos hemos referido antes.
Se
trata de un ente genérico que nos habla en primera persona, que es mujer, vasca
y de la costa, que no sabe cuándo nació, que ha sido várdula, caristia,
vascona, romana, normanda y también aquitana. Con esta introducción se está
creando una red de hilvanes que se extienden a lo largo del trabajo,
capítulo a capítulo, escena a escena. Este personaje central y repetido no es
otro que la mujer, una protagonista que siempre parece la misma, superándose
así las limitaciones del tiempo, del espacio y de la identidad personal.
Se
establece, con tal juego de manos, un hábil contrato con el lector, como si la
escritora le propusiese: «Lea la introducción, “la otra historia”, píntele una
cara en su imaginación a la narradora y hágala protagonista de todas y cada una
de las historias.» Y el receptor no se puede sustraer al embrujo de esta
sugerencia.
Otra de las características de la obra
es la experimentación en el estilo, pues la autora nos ofrece una abundante
batería de técnicas narrativas que impiden el cansancio.
Así,
aunque la narración suele ser en tercera persona omnisciente, que habla como una auténtica abuela a la luz
de la lumbre (como en “La loca de San Antón”), otros momentos nos ofrece auténticos monólogos (“La justicia por la mano”). Hay capítulos en los que se transcriben documentos históricos (como la sorprendente
“Cuaderno de agravios”). Otras veces, la voz que cuenta se dirige a un
narratario hipotético (“Malditas galernas”), y alguna en la que se plasma la
acción en un diario de una joven, tipo Ana Frank (Diario del hambre). No dejan de darse casos en los que, para variar, el protagonista es masculino (“El lazo blanco”), y en
otros mujeres violentas y atormentadas (“La señora Doña”). Hay narraciones que
estremecen por su crudeza, como en los hechos de Santurrán, junto con otras que
parecen sacadas de los cuentos de don Juan Manuel, por su satírica jovialidad (“La
boda”). Junto con narraciones de extraordinario lirismo, como (“Si quieres que
brille la luna”), se dan auténticas exhibiciones de buena técnica literaria, como
en “Diálogo imposible”, donde se muestra el oficio de la autora en los diálogos
medidos y exactos.
En
fin, que en Mareas hay un poco de todo, siguiendo la máxima cervantina, según
la cual la variedad del contenido es condición inexcusable para que una obra
sea tenida por buena.
No se crea, sin embargo, que se
supedita el hecho histórico a la anécdota, lo que sucede es que son
seleccionados los acontecimientos que más afectaron a la vida cotidiana y que,
quizá por eso mismo, no han sido debidamente reseñados en la Gran Historia, como las galernas del Cantábrico (“Malditas galernas”),
la gripe española (“Hay que vivir”), el sitio de Bilbao (“Diario del hambre”),
la guerra de Cuba (“Mayarí”), la peste negra (las supervivientes de Zarauz),
las guerras de banderías (“La hija bastarda”), la caza de brujas en Baiona por Pierre de
Lancre (“El último viaje”), la defensa de Hondarribia contra los franceses
(“Por tres reales”) o la estremecedora historia del presidio franquista de
mujeres (“La memoria del dolor”)
En fin, con esta obra, Toti Martínez de
Lezea marca un mojón de sensatez en la dispersa narrativa histórica, y
nos hace comprender que también es posible contar los hechos desde la otra cara
de la luna.
Hay
autores que sugieren a la comunidad literaria, esa que interactúa con el arte
leyendo y escribiendo, creando y recreándose, que más allá de lo aparente hay
mucho que contar, muchas formas de hacerlo, y que en literatura todo es posible.
Constituyen esa rara raza de escritores que forman escuela sin pretenderlo.
Toti
Martíenz de Lezea es destacado miembro de ese reducido club.
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