Pasan pueblos, árboles, campos,
montañas y continúas con el codo apoyado en la estrecha marquesina de la
ventana hermética; ya no se usan aquellas de tijera, que se bajaban a dos manos
pues solían trabarse por las esquinas. Desde ellas se decía adiós a los amigos
que esperaban a que el tren arrancase con el pañuelo blanco en la mano. Hermosa
escena, auténtico símbolo de la paz, un ciento, un millar de veces más cercana
al hombre que el bobo símbolo de un ave sospechosa de haber echado sobre los hombros
de la Humanidad millones de cagarrutas a lo largo de la historia, agresión no
convalidada en el inconsciente colectivo por la bella y falsa estampa de esa
especie de rata voladora.
Sin duda es mejor, mucho mejor el pañuelo agitado al
viento para evocar las fidelidades desatadas cuando los amigos se despiden cordi cor, de corazón a corazón, que el
símbolo apostólico, ecuménico, pacifista, bíblico, cursi y deslavazado por tan
repetido, de una paloma blanca portadora de una ramita de olivo en el pico, pieza
enorme en los relieves y estampas, desproporcionada, para que se note bien el
símbolo de la Alianza. El pañuelo agitado, por el contrario, es una imagen eterna,
heredada de las despedidas a la diligencia en la plaza reseca del viejo pueblo
castellano, nieta del ulular de las mujeres granadinas cuando marchaban los
abencerrajes a la guerra ultramontana. Luego, el genio del negocio dio en
inventar aquellas cajas encadenadas, montadas sobre ruedas y raíles, a las que
trepaban los intrépidos viajeros entre Barcelona y Mataró en el terciado siglo
dieciocho; entonces los pañuelos agitados oreaban las lágrimas de los
familiares que creían que sus esforzados parientes no sobrevivirían a aquella
velocidad intempestiva de cincuenta kilómetros a la hora, frontera de la
desmembración o, en el mejor de los casos, causa de los peores daños
irreversibles. Pero no; pasados los temores iniciales, justificados, lógicos,
evidentes, temibles, quedó el pañuelo como señal de despedida, libre de
lágrimas agoreras, prendas blancas como mortajas, como las sábanas que se
colgaban en la casa del muerto en el remoto norte, a decir de Pereda, que tu
nunca viste cosa igual, o como el blanco mortuorio de los coreanos que consideran a nuestro color de la virtud como
el envoltorio propio de la muerte. No les falta razón, pues todos guardamos
para la hora final el himen virginal del desconocimiento, que le entregamos a
la Innombrable, asustados, y ella nos dice, con su amabilidad de tierra seca:
«no te apures, sólo duele al principio». Nos engaña porque al principio y luego
y al final, todo es oscuridad, sólo oscuridad de la que retornas prado que
todos pisan, flor que el sol abrasa. Acabas de despertar de un sueño fugaz,
acunada por el traqueteo incesante, uterino, de madre a la jineta, santa
incomodidad. Las inquietantes ideas, para tu tranquilidad, se esfuman, aunque
dejan un retrogusto amargo en el fondo de la lengua; quizá sea sed lo que
sientes y la cabeza retorcida, el cuello resentido, la babilla a punto de
escaparse por la comisura de los labios han fabricado esa sensación de malestar;
nadie se ha dado cuenta de lo último o eso es lo que tú crees. Has mantenido,
durante todo el tiempo del duermevela, la frente apoyada en el cristal y una
marca húmeda delata tu debilidad, cosa que a ninguno de los pasajeros le
incomoda, que ellos también se dejan llevar por el lujurioso sopor del balanceo
rítmico, pero a ti te avergüenza, eres como tu madre, ¿habrás roncado? Borras
la humedad delatora con el dorso de la mano y, de paso, aclaras de vaho el
resto de la ventana, justo hasta tu mitad; que cada uno se busque la vida, pues
faltaría más; es una manera de disimular. Miras por dónde marcha ya el monstruo
que te transporta; no sabes cuánto tiempo ha transcurrido; poco importa tal
minucia, porque no ignoras que volverás a amodorrarte y no te sientes tan mal
con la espera. El que sufre de angustiosa inquietud es, sin embargo tu vecino
frontero, un viejo que no hace más que preguntar la hora; no a ti, que ya le
has respondido una vez con todo el hielo de que disponías en tu frigorífico
particular. Has conocido a mucha gente así; ¿por qué los viejos son tan
inquietos?, te preguntas. Por la misma razón que les gusta el chocolate, ¿quién
lo sabe? Pero sí, has conocido a muchos; tú también eres ya vieja y quizás los
demás vislumbren también el saco de angustias y ansiedades que llevas a
cuestas. ¿Se te notará en el aura?, ¡qué tonterías piensas, vieja chocha! La
mayor parte de los que se subieron al compartimento bajaron hace mucho; no os
acompaña ya ninguno de la primera estación en aquel lejano confín del mundo,
con grandes equipajes como los tuyos; al principio no quedaba estante vacío y
las maletas tenían que ir en el suelo. El último viajero, ese vendedor que sacó
el billete contigo y que te tiraba los tejos cada cinco minutos hasta que
terminó por cansarse, descendió en Alma Ata, apeadero muy alejado de la
frontera de Mongolia por la que ahora cabalga el tren. Era un hombre bueno, en
el fondo; sí, quizá fuiste un tanto dura con él, pero, en fin, no puede hacerse
retornar al agua del arroyo. Un jinete solitario galopa como para dar alcance a
la locomotora; lleva arcos con flechas en el carcaj y un bigote lacio que le
cuelga hasta medio pecho. Lo bueno de ser la más vieja en el compartimento es
que por fin, desde hace sólo dos días, tienes derecho a ventanilla. Saludas al
guerrero alano, que te mira con odio y no sabes por qué. No debes pasarte de
simpática con él y no sólo porque está haciendo ademán de degollarte sino,
sobre todo, porque pueden pensar tus vecinos que empiezas a chochear. Pero, ¿por
dónde vais ya? Al fondo montañas que parecen marchar en tu misma dirección y, a
tiro de piedra pues podrías tocarlos con la mano, árboles y casas bajas,
terrosas, de pobres. Pasan a tu lado tan rápido que apenas puedes fijarte en
los detalles, pero jurarías haber visto a un niño diciendo adiós desde una
ventana, con la mano regordeta abierta, los
dedos separados, girándola a derecha e izquierda en una rotación de
cinco lobitos, inducida por la mamá que lo sostiene en brazos, y le besa el
lóbulo de la orejita caliente, olorosa, hasta que le hace unas pedorretas en el
cuello y la criatura se desternilla de risa, se vuelve y la abraza. Mira, mira,
el tren, di adiós mi vida. ¡Adió, ten, adió! ¿Por qué te parece que las
montañas acompañan al tren? Nunca has sabido responder a una pregunta tan
tonta… nunca han sabido responderte, pero qué importa, son tantas las que te
has hecho sin esperar respuesta lógica alguna… Este es, sin embargo, uno de tus
mejores momentos, mientras ves pasar el mundo desde la ventanilla de un tren.
No estás en el origen ni en el destino; no perteneces a ningún lugar; nadie te
exigirá nada; vives reposada y feliz en un limbo de alta velocidad, en una
realidad ficticia o real, que ya no lo sabes, al margen de lo que fue y de lo
que será y hasta temes que el viaje acabe por fin; el ángulo de la ventanilla,
el asiento recalentado por tu humanidad, el paisaje inabarcable es el mejor
refugio para el pensamiento y la nostalgia. En un tren en marcha, acodada en la
ventanilla, puedes pensar en libertad y a la vista de todos, como cuando
caminabas por la playa atestada de bañistas; eran tantos que pasabas inadvertida
y lograbas esparcir tu soledad de niña triste entre las piernas de tantos
adultos para los que no existías. ¡Qué sensación de placidez! Desde aquí podrías
escribir al paso, que es lo que más te ha gustado en la vida, ¡oh, la
literatura!. Sí, sacarás tu bloc de notas, rodeada por un bullicio calmoso.
¡Que piensen lo que quieran! Un estrincón repentino, la máquina que chifla, el
jefe de la estación que acaba de llegar a la cabecera y que lanza un fuerte pitido,
te sobresaltan. El tren responde con otro atronante silbo y se pone en
movimiento con lentitud de viejo caballo percherón. Estuvisteis parados durante
un buen rato y ni te has enterado. Los compañeros de viaje suspiran aliviados:
si no hay movimiento no llegarán nunca. Todos retornan, poco a poco, a sus
asientos, tras estirar las piernas. Se amodorran mientras esperan el desenlace
fatal: la ciudad de Novosiviric, estación terminal, que no anda lejos. ¡Arrancamos!
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