A la espera de poder
leer la nueva novela de este excelente escritor, Bioy, anunciada para este
otoño, van ahí unas reflexiones sobre su otra obra: «El círculo de los
escritores asesinos», publicada por Candaya.
Si yo fuera el cura o el barbero, encargado de castigar la
maldad de una biblioteca poblada de “metaliteratura” y me topara con el
“Círculo de los escritores asesinos”, de seguro la indultaría y, de seguro, no
seguiría la suerte de muchos hermanos suyos a los que mandaría,
irremisiblemente, a la hoguera. Y digo, que esta obra del peruano se libraría
del fuego porque la calidad puede mascarse en cada rincón de sus páginas. Está
claro que ha sido fabricada por un consumado escritor, no como otros, más bien
consumidos. Diego Trelles me cogió por sorpresa y a traición desde las primeras
líneas. El triste Ganivet leyendo a los
presos las aventuras del Hidalgo, parecía narrar sólo para captar mi atención. Al contrario de otros
autores, que usan el argumento como un mero instrumento para explayarse en sus
lucubraciones literario-filosóficas-culturales, Trelles logra el equilibrio
entre trama y contenido. Aunque las comparaciones son odiosas y tengo gran
aprecio por la obra de Vila-Matas, en especial Dublinescas y Aire de Dylan, en
Doctor Pasavento, por ejemplo, el catalán termina aburriendo con tanta entrada
y salida de hoteles: Ahora paseo, ahora me siento y miro el Sena y pienso,
luego paso a Roma, vuelvo a París, recuerdo, paseo por la calle, reflexiono
sobre la vida y las cosas, y cito, y leo, y escribo, y me encuentro solo, y
vuelvo a pasear, etc. etc. Nuestro autor, por el contrario, mantiene la tensión
narrativa, sin dejar por ello de hacer sus excursiones mentales. Con Trelles,
lejos de sentirme apabullado por las exhibiciones culturales de sus personajes,
el lector se encuentro a gusto. Son estos gentes fracasadas, jóvenes sin futuro
en una tierra carente de horizontes. Las escenas se mueven en un ambiente
oscuro, sórdido, decepcionante. Describe muy bien el contraste entre sus
pretensiones literarias, manifiestas en mil citas prolijas y en muchas
ocasiones cercanas al ridículo, y la cruda realidad del grupo. La decisión
asesina es una mezcla de tensiones, frustraciones, lecturas, deseos, competitividad,
todo un elenco de actitudes negativas y paranoicas, fruto de la vida en la
frontera entre la realidad y la ficción por la que transitan los héroes de esta
historia. Los miembros del Círculo son estrafalarios y pedantes. Con sus
abundantes citas entran en una dinámica de competición erudita y personal que
les va delimitando. No sólo luchan por los favores de Casandra, sino que se
angustian cuando desconocen la película o el director que cita otro del
Círculo. Son esperpentos, lo que deja traslucir, quizá, una crítica de los
libros que juegan con conceptos metaliterarios. Esta tendencia satírica es,
para mí, aunque creo que soy el único crítico de esta obra que sostiene tal
tesis, evidente a lo largo de toda la novela. Por ejemplo, cuando el personaje
secundario Erasmo Fernández le dice a Chato con claridad lo que piensa de él,
que es un pobre diablo, justo la opinión del lector. Sin embargo, al igual que
éste sigue leyendo, aquel continúa escuchando, porque ambos están interesados
en la narración, pese a su mucha pedantería erudita, que no desentona en el
conjunto del cuadro. Pero la más evidente afirmación de esta voluntad crítica
con este tipo de literatura, son las palabras de Chato cuando dice que el arte
es en el fondo un acto criminal… «Entender esto en su aspecto práctico es
imposible para quien conciba la literatura como un acto primordial de
supervivencia». En otras palabras, necesitaba que el grupo no muera para
sobrevivir él mismo. Dejar al grupo no sería una simple huida de la oscuridad en
que se mal convive con la locura, sino también el abandono definitivo de las
compañías mentales, las lecturas, las citas; el fetichismo, en definitiva, del
material literario como fuente de inspiración.
Le falta a
su obra, sin embargo, un elemento básico: el humor, más no porque el autor
carezca de él, como se demuestra en las notas, sino porque prefiere usar
colores oscuros para resaltar un mundo decadente; es un Goya dibujando las
escenas de la guerra. Las notas son una excelente técnica para jugar con los
niveles narrativos. El Cide-Hamete de Trelles, Sawa, refresca la lectura de la
novela con sus abundantes comentarios agudos y entretenidos. Por último, no hay
que olvidar las excelentes escenas de acción, como la muerte del mejicano en el
burdel. Ahí, en la distancia corta, se nota la madera del escritor de una sola
pieza.
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