Desconozco
lo que dijeron los críticos en su momento, sobre esta sorprendente novela de
Constela que mereció el prestigioso Premio García Barros, de las letras
galegas, allá por el año 2008, casi un lustro ya, toda una eternidad, pero
supongo que alguno de ellos pudo apreciar lo mismo que yo, estoy seguro: el
regusto cervantino que deja su lectura.
Quiero decir
que uno se llena de asombro al leer los dislates de Willi, adobados con la simplicidad
del íntimo amigo, narrador sin nombre, tan amante de los grolos de xenebra. ¿A qué suena esto? El protagonista es un hombre
desquiciado que ha dado en la extravagante locura de construir la maqueta de
una ciudad, con personas de plastilina y en contemplarla desde arriba, como si
fuese el dios creador. Los ciudadanos de la misma, en especial una pareja,
Susana y el Inspector, no tienen secretos para este demiurgo, pero desconocen
su existencia; sufre con ellos, mas no puede ser reconocido y recompensado por
Susana, la muñeca amorfa de
plastilina de la que se ha enamorado, como cierto manchego que convirtió en su
dama y princesa a una pazpuerca del Toboso. Vive, O Willy, en la más completa miseria, tirando de ciertos fondos que
le dejara su santa madre, con el único interés de fabricar la maqueta; comparte
miseria con las cucarachas, las cascudas,
y con un amigo íntimo que lo admira, el narrador. Junto al constructor de la
ciudad que juega a ser Dios, aparece este hombre llano, que lo pondera y se
admira por cuanto hace, por lo bien que habla, por lo viajado que es y porque
sabe de todo, en especial de Shakespeare, su tocayo. En ningún momento el autor
describe a sus dos personajes, ni falta que hace, que es fácil imaginarlos
estirado y amojamado a uno, redondo y saludable al otro. Mas, si sólo fuera la
coincidencia con el Quijote en el uso de estos dos arquetipos poco habría de
añadirse, pues ni sería el primero ni el último escritor en utilizarlos, como,
ojo, tampoco lo fue Cervantes. Otras son, y más importantes, las coincidencias,
como la de compartir el mismo sentido del humor, tan cervantino, tan gallego y
tan poco español. Esta virtud narrativa no consiste en contar chistes graciosos
(la mayor parte de los pujagracias carecen de ella), sino en la capacidad para
ver la realidad desde el otro lado de la tragedia, contemplar la otra cara de
la luna, que diría el gallego de El Ferrol que tan ponderado es en esta casa de
Kattigara. Bien miradas, las dos novelas, la de Cervantes y la de Constela, son
tristes en extremo. En una se cuenta la historia de un pobre loco que, apaleado
u objeto de burla, termina siempre perdiendo la partida y que, sin embargo,
sigue empecinado en su demencia; en la obra de Constela, estamos ante otro
paranoico que vive entre porquería, rodeado de basura y hasta de una pareja de
ratas. ¿Y los escuderos? Otro tanto, dos pobres desgraciados de limitadas
entendederas que, salvo ciertos arranques críticos a las labores demenciadas de
sus mentores, los seguirían hasta el fin del mundo, dispuesto uno a no
abandonar a su amo por muchos que fuesen los peligros, a enfrentarse a la
portera con horrible olor a lejía el otro. La locura, la degeneración al fin y
al cabo, son temas de las dos novelas: El Quijote y Shakespeare destilado. Sin
embargo, en ambos casos nos hacen reír, y no de forma discreta, sino a
carcajadas. ¿Cómo es esto posible? Gracias al manejo del sentido del humor, por
la capacidad de ver el detalle cómico en las más adversas situaciones de la
vida; allways look on the bright side of
life. Los golpes geniales en la novela son para empezar y no parar: los
brindis por unos y otros; el invento de la ginebra como diurético por parte del
doctor Francisco de la Boe ;
la identificación de los vecinos con los intocables de la india, los dalits,
las pesquisas del inspector sobre la extraña aparición de letras vomitadas, la acción
policial en el pub El Globe, que se llamaba, casualmente, como la sala de
teatro en que se representaban las obras de Shakespeare; los amores de Susana,
con la alabanza permanente a sus tetas de plastilina, que el narrador
secundario, el Wili, tanto valora (¡cómeme, cómeme!); las graciosas
conversaciones y enfados entre los dos personajes, todo ello en un galego
sencillo, plagado de gracejo castizo que, pienso, impide la traducción
aprovechable de la novela; según mi modesta opinión, siempre tan discutible,
leerla en otro idioma sería tanto como mirar un tapiz flamenco por la parte de
atrás, imaginando su arte por las meras puntadas de colores del dorso. Pero hay
más en esta obra: la elección del personaje marco en el que se desarrolla la
trama: Shakespeare. Dice don Gonzalo Torrente Ballester que el humor, en el
sentido que aquí le damos, es inventado por Cervantes y transmitido a
Inglaterra a través de Shakespeare, un humor tan contrario a la idiosincrasia
del español quien, como San Pablo tiene en la punta de la boca sólo la palabra sí y la palabra no, sin matices, sin concesiones que alimenten el escepticismo,
base de la inteligencia; no hay para el castellano un depende razonable. Esta es la prueba palmaria de que el sentido del
humor no es propio de mi tierra, sino de esa Galicia que no deja de
sorprenderme, de los clásicos anglosajones y de mis admirados Cunqueiro y
Torrente. Y, ya para terminar, un pequeño apunte, pues también en Shakespeare destilado, se critican los
libros de caballerías modernos, esos flujos de conciencia tediosos que dan
tanto lustre intelectual en concursos y círculos de supuestos entendidos, pues
¿Por qué carallo los vulgares borrachos, no van a tener derecho a facer sus fluxiños de conciencia? ¡Veña un grolo polo Xavier Constela e a sua
facilidade para as palabras! ¡E outro trago polo willy, que ben que o merece!
¡E outro mais polo Miguel de Cervantes Saavedra, de nai galega, seguro!
En primer lugar quisiera decirte que me alegra una barbaridad que mi Shakespeare destilado haya sido de tu agrado. A finales de este año (o principios del que viene) Pulp Books publicará una edición en castellano. Mi intención al escribirla fue la de poner en solfa de alguna manera a lo que tradicionalmente se considera totems literarios, y nada mejor que Shakespeare para ello, y al mismo tiempo describir (también de alguna manera) el proceso creativo de una novela: Willy construye una maqueta (escenario) y se inventa dos personajes (el Inspector y Susanna) y con ellos hace lo que le viene en gana (incluso llega a decir que en su maqueta siempre es viernes) y se inventa una trama (la historia de las letras vomitadas). Ni que decir tiene que a pesar del trabajo inmenso que me llevó escribirla me lo pasé en grande. Por eso me alegra saber que mi diversión llega a los lectores. Las críticas fueron muy buenas, aunque debo decir que los críticos estaban un poco desconcertados. Gracias por tus comentarios!
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