martes, 11 de diciembre de 2012

PAX ROMANA, de YEYO BALBÁS


He sostenido desde hace tiempo (cuantos han leído mis críticas lo podrán ratificar) que el más importante valor estético de una novela radica en el manejo del arte, de manera que el lector sea absorbido por lo que se le cuenta, y pase a vivir en un mundo ficticio que trascienda su cotidianeidad. ¿Se produce este rapto en “Pax Romana”?













Sin lugar a dudas, sí; pero de la manera más sorprendente que imaginarse pueda, pues el escritor está agazapado en su obra, y tira del lector hacia el interior de las páginas en cuanto este se despista. En efecto, el cúmulo de datos sobre las guerras cantábricas y sobre la sociedad e historia de Roma es tan apabullante que basta con generar una pizca de interés en el lector para que la curiosidad se le desborde por mil meandros, y le haga penetrar en el mundo romano. Da la impresión de que el autor vive de forma permanente en esa remota antigüedad, tan profundo es el conocimiento que de ella exhibe y logra, con su entusiasmo narrativo, arrastrar consigo a los que sostienen el libro entre las manos.
He leído esta novela al tiempo de Desorientados, de Amin Maalouf, en la que el protagonista es un profesor francés, especialista en la historia de Roma, que se queja de estar más influenciado por los avatares de la vida de Atila y del emperador Rómulo, que por las amenazas actuales de la crisis; algo así le debe de suceder al autor de Pax Romana.
Esta obra es una “guía turística” por la Urbe y su mundo. Quien quiera realizar un viaje en el tiempo, al igual que desea conocer otro país (esta imagen es de Yeyo), y pasa por una agencia, ¿qué catálogo le llama la atención? ¿el escueto, hermoso, pulcro y con dos mapas y poco más, o el minucioso, detallado, con relación de hechos, costumbres, rincones, personajes, vocabulario, historia y vida? Es evidente que el segundo; pues bien, la obra de Balbás es una guía turística de primer orden para visitar la vieja Roma con el máximo de aprovechamiento.
Pero, claro, hay dos tipos de viajeros, los que se montan en el autobús de la historia, camino de la vieja Cantabria como podían elegir otro destino cualquiera, y los que hemos vivido la revalorización de las Guerras Cantábricas en los años setenta y ochenta, los que leímos la obra de Echegaray y la de Eutimio Martino, los que dimos a nuestros hijos a devorar, el Vindio de Isidro Cicero.
A los primeros les recomiendo que empiecen el libro por el principio y se dejen llevar por la trama sin más, pues lo disfrutarán; pero a los segundos que lo abran por las quince últimas páginas. En ellas comprobarán la erudición de este autor, un historiador nato, un refundidor, retomarán el último momento de la historiografía sobre la vieja Cantabria, constatarán lo mucho que ha llovido desde entonces, todo lo que se ha hecho y se admirarán del nivel de tales estudios. Con tamaño bagaje de entusiasmo el lector cincuentón disfrutará mucho más la historia que se le cuenta.
En definitiva, se empiece por el principio o por el final, la obra de Yeyo es una recreación única de la época en extensión y, sobre todo, en profundidad. Quizá al principio sorprenda el enorme número de personajes y se eche en falta la dramatis personae, pero pronto se ensartan todos en torno a Marco, el protagonista, a través del cual conoceremos el fascinante mundo de la construcción militar romana, las evoluciones sociales de la Suburra, especie de Bronx, en el que creció como hijo adoptivo del gran arquitecto de la antigüedad, Vitrubio, y la vida política de la roma imperial, sin olvidar la minuciosa descripción de los movimientos militares y la evolución de la guerra en los montes cántabros con un realismo que, en algunas escenas, estremece. Una obra, en definitiva, que no dejará indiferentes a cuantos nacieron a la pasión por la vetusta Cantabria en los años setenta y ochenta, y un dulce para los amantes de la novela histórica en general. 

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