He sostenido desde hace tiempo (cuantos
han leído mis críticas lo podrán ratificar) que el más importante valor
estético de una novela radica en el manejo del arte, de manera que el lector
sea absorbido por lo que se le cuenta, y pase a vivir en un mundo ficticio que
trascienda su cotidianeidad. ¿Se produce este rapto en “Pax Romana”?
Sin lugar a
dudas, sí; pero de la manera más sorprendente que imaginarse pueda, pues el
escritor está agazapado en su obra, y tira del lector hacia el interior de las
páginas en cuanto este se despista. En efecto, el cúmulo de datos sobre las
guerras cantábricas y sobre la sociedad e historia de Roma es tan apabullante
que basta con generar una pizca de interés en el lector para que la curiosidad
se le desborde por mil meandros, y le haga penetrar en el mundo romano. Da la
impresión de que el autor vive de forma permanente en esa remota antigüedad, tan
profundo es el conocimiento que de ella exhibe y logra, con su entusiasmo
narrativo, arrastrar consigo a los que sostienen el libro entre las manos.
He leído esta
novela al tiempo de Desorientados, de Amin Maalouf, en la que el protagonista
es un profesor francés, especialista en la historia de Roma, que se queja de
estar más influenciado por los avatares de la vida de Atila y del emperador
Rómulo, que por las amenazas actuales de la crisis; algo así le debe de suceder
al autor de Pax Romana.
Esta obra es
una “guía turística” por la Urbe
y su mundo. Quien quiera realizar un viaje en el tiempo, al igual que desea
conocer otro país (esta imagen es de Yeyo), y pasa por una agencia, ¿qué
catálogo le llama la atención? ¿el escueto, hermoso, pulcro y con dos mapas y
poco más, o el minucioso, detallado, con relación de hechos, costumbres,
rincones, personajes, vocabulario, historia y vida? Es evidente que el segundo;
pues bien, la obra de Balbás es una guía turística de primer orden para visitar
la vieja Roma con el máximo de aprovechamiento.
Pero, claro,
hay dos tipos de viajeros, los que se montan en el autobús de la historia,
camino de la vieja Cantabria como podían elegir otro destino cualquiera, y los
que hemos vivido la revalorización de las Guerras Cantábricas en los años
setenta y ochenta, los que leímos la obra de Echegaray y la de Eutimio Martino,
los que dimos a nuestros hijos a devorar, el Vindio de Isidro Cicero.
A los primeros
les recomiendo que empiecen el libro por el principio y se dejen llevar por la
trama sin más, pues lo disfrutarán; pero a los segundos que lo abran por las
quince últimas páginas. En ellas comprobarán la erudición de este autor, un
historiador nato, un refundidor, retomarán el último momento de la
historiografía sobre la vieja Cantabria, constatarán lo mucho que ha llovido
desde entonces, todo lo que se ha hecho y se admirarán del nivel de tales
estudios. Con tamaño bagaje de entusiasmo el lector cincuentón disfrutará mucho
más la historia que se le cuenta.
En definitiva,
se empiece por el principio o por el final, la obra de Yeyo es una recreación
única de la época en extensión y, sobre todo, en profundidad. Quizá al
principio sorprenda el enorme número de personajes y se eche en falta la dramatis personae, pero pronto se
ensartan todos en torno a Marco, el protagonista, a través del cual conoceremos
el fascinante mundo de la construcción militar romana, las evoluciones sociales
de la Suburra ,
especie de Bronx, en el que creció como hijo adoptivo del gran arquitecto de la
antigüedad, Vitrubio, y la vida política de la roma imperial, sin olvidar la
minuciosa descripción de los movimientos militares y la evolución de la guerra
en los montes cántabros con un realismo que, en algunas escenas, estremece. Una
obra, en definitiva, que no dejará indiferentes a cuantos nacieron a la pasión
por la vetusta Cantabria en los años setenta y ochenta, y un dulce para los
amantes de la novela histórica en general.
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