jueves, 20 de agosto de 2015

SOBRE LA ABLACIÓN INTELECTUAL INFANTIL

Eso es lo que les hacen a determinados niños cuando les cercenan la espita de la imaginación desde la infancia.

Todo cuentacuentos los reconoce, son esos pequeños que se van quedando de lado y que truecan sus ojos redondos, abiertos y admirados, por un gesto malicioso; se los ve moverse inquietos y ya sabemos que harán el comentario fatal: ¡te lo estás inventando, te lo estás inventando! Son los hijos de los sin magia, de los hiperrealistas, de los cercenadores de la fuerza divina que procede del mismo Apolo desde tiempo inmemorial, de la imaginación.
         Son padres, como todos, preocupados por sus hijos, que temen que el niño confunda realidad con ficción y que eso suponga para él un peligro indefinido; en otras palabras, tienen miedo de que se les vuelva tonta la criatura, que se produzca una situación que ellos no puedan controlar; temen un indeterminado e informe desorden mental en sus indefensos retoños. Sienten una necesidad imperiosa en decirles qué es real y qué no. Les informan de que, en contra de lo que asegura la tradición literaria infantil, las hadas no existen, los ojáncanos tampoco, ni los Reyes Magos… Bueno, en esta última materia suelen ceder porque la presión social que sostiene la creencia es enorme, y en ella se implica desde el mercado hasta los medios de comunicación, desde las luces navideñas hasta las pagas extraordinarias. Pero, en el resto de los elementos mitológicos, de los cuentos fantásticos que cercan a sus niños, les obligan a estar alerta para distinguir entre realidad y ficción; los pobres, son tan tiernos…, se les puede perjudicar tanto…
         De todas formas, entre este tipo de padres amágicos, hay diversas variedades. Están los militantes, gente que conscientemente luchan contra lo que sea fantasía. Estoy pensando en una madre matemática, atea y radical de izquierdas; no puede ver nada que sea religioso y borra de sus hijos hasta el conocimiento referencial a las creencias fantasiosas de la religión —lo que no me parece bien porque los niños tienen que conocer las tradiciones cristianas, musulmanas, judías y también la mitología clásica, información que puede ser dosificada desde la más tierna infancia sin temor a que exista confusión, ni mentalización religiosa sino todo lo contrario—, pero, de paso, junto con los mitos religiosos, tachan también de un plumazo a Caperucita, al Ogro Gorón, al Ojáncano y a las anjanas. Además, cuando su niño interrumpe al cuentacuentos, se les nota felices, e incluso te pueden decir con orgullo: ¿Ves? Con este niño sí que no puedes, ¿verdad?
         Otros padres son más bien timoratos. Temen que los niños tengan pesadillas cuando se enteren de que hay lobos que comen a las niñitas que van por el bosque… porque mi niño es muy sensible, dicen. El temor de estos padres a que sus niños terminen traumatizados, y su desconocimiento de la técnica imaginativa claro, les impide arroparlos con la profundización, matización y enriquecimiento del mito cuando tienen que hablarles para que se desvanezcan sus temores. Lo único que se les ocurre, roma su propia imaginación, es negar el mito.
         Cierto es que los cuentos infantiles tradicionales, originados en la Edad Media, son sorprendentes por sus narraciones objetivamente crueles. No hay más que recoger la importante recopilación de cuentos clásicos de Guelbentzu, a cual más rudo. Pero se trata de una crueldad, digamos, dejada en sordina por la misma tradición. Quiero decir que un pequeño al que se le diga cómo un lobo se come a una niñita que va por el bosque, en un ambiente mágico, no se va a imaginar a los colmillos de la bestia desgarrando el cuello de la pequeña, cómo se le destroza la garganta fibra a fibra, no va a ver las fauces babeantes del lobo cubiertas de sangre, tras las que se esconden los ojos de feroz sadismo; nada de eso, porque se trata de una crueldad refinada por el tiempo y la repetición, nacida, precisamente, de la necesidad de advertir a los niños de los peligros que surgen fuera del grupo. Desde tiempos inmemoriales los cuentos tradicionales muestran a seres malos, feroces y crueles de los que han de cuidarse los humanos, seres que les acecharán en el exterior. Es este un mecanismo de defensa del grupo, un elemento más de la cohesión. Hay mucho escrito sobre la cultura, su transmisión y la defensa de la identidad de la tribu. Las imágenes violentas que generan los cuentos tradicionales son informativas, pero asépticas, desnaturalizadas en su crueldad indefinida. No sucede lo mismo con muchas películas que se permiten ver a los niños, y menos con las crueldades de las tablets y las maquinitas electrónicas, con juegos y escenas de extremada crueldad que arrastran la imaginación del niño, por efecto de la interactuación, hasta cotas de  violencia inusitada. Muchos padres amágicos dicen que ellos tampoco permiten a sus hijos ver películas que vayan más allá de La abeja Maya o los Pitufos, pero también en estas hay crueldad y en los artilugios mecánicos que les terminan regalando, ni te cuento. He visto a más de un padre extremadamente cuidadoso en que sus hijos no tengan en la imaginación el más leve dato sobre la violencia humana y animal que, sin embargo, no pueden sustraerse a permitir que sus hijos reciban como regalos inevitables esas maquinitas horribles rebosantes de violencia por cada uno de sus chips. ¿Por qué lo hacen? Porque el pobre niño se puede sentir traumatizado por el hecho de que todos sus amiguitos tengan la maquinita infernal y él no. No quiero que mi hijo se sienta raro, dicen. ¡Vivir para ver!
         Expuesta esa tipología de padres amágicos, vamos a intentar explicar, con paciencia, los beneficios de lo fantástico en la formación de la inteligencia. No voy a inventar nada, cualquier tratado de psicología evolutiva nos puede informar cumplidamente sobre esta materia. El niño, hasta los nueve años, tiene una inteligencia que podríamos llamar prelógica, aunque hay diversas intensidades, hasta los siete años por una parte, y de los siete a los nueve por otra. Un niño de seis años puede diferenciar perfectamente un mundo exterior lógico de un mundo interior fantástico, sabiendo que en cada uno de ellos se aplican reglas diferentes; así, en la realidad no se vuela; pero en la fantasía sí. Cualquier cosa que se le diga, tanto a nivel real o fantástico se la creerán, pero la encasillarán en uno u otro nivel, sin que existan vasos comunicantes entre ellos. Suelen caminar sueltos por cada uno de esos mundos sin peligro alguno, hasta que en el momento y lugar en que juega, el mundo lógico real entra en cuarentena y nace un mundo sacado del saco sin fondo de lo irreal, con su propia lógica, y, durante el tiempo que dura el juego, bucea agarrado a las aletas de los delfines y monta a caballo de perros gigantes voladores; todo hasta que le llaman para cenar y ha de enfrentarse a una salchicha que no le gusta sin kétchup, asunto prosaico y anodino donde los haya. Esta actividad lúdico-fantástica dará a la criatura una gran cantidad de información digamos, paralógica, que acumulará como base para posteriores incursiones en el mundo artístico. Podríamos decir que esa acumulación de sensaciones e ideas es la base del pensamiento estético posterior, lo que les hace capaces de generar cuando llegan a adultos el placer ante el arte.
         A partir de los siete años, que es cuando se empieza a formar el pensamiento lógico, el niño suele analizar los mitos y valorarlos. Simplificando mucho, terminan por preguntarse: ¿qué sucedería si, como Peter Pan, yo me echase a volar? —que no se apuren los padres amágicos, que no se tirarán de un rascacielos para comprobarlo, salvo que, como entre los adultos, haya alguna criatura que esté trastornada, que sobre la esquizofrenia infantil también se ha escrito mucho; que no se apuren porque no es lo normal, aunque surgiera tal mito urbano con las realistas películas de Supermán, en los años setenta—. En estas preguntas sobre la verificación de la magia, el pequeño que se acerca a la pubertad, busca respuestas imaginativas y, sin darse cuenta, está creando fantasías artísticas.
A partir de ahí, cualquier incursión en la estética, en el placer estético, se hace tirando de ese saco insondable de leyendas, cuentos de hadas y fantasías varias. Así, por ejemplo, no se conoce escritor de fama que no haya vivido una infancia rica en fantasías; el paradigma de ellos es Gabo. Creo que lo mismo le puede suceder a un pintor, que empapará el pincel en ese cercano e íntimo bidón de experiencias soterradas, transmitidas en muchas ocasiones de padres a hijos. Lo mismo le sucederá a un músico o a cualquier otro artista.
Lo que nunca se puede hacer es censurar la Odisea, como me han querido obligar recientemente a hacer a mí, porque sea una escena muy fuerte para un hijo de una familia amágica, aquella en la que Ulises y los suyos acaban con Polifemo. Hay mil formas de contar a los niños de diferentes edades que le clavaron el mástil afilado de la embarcación en el ojo, y que él devoraba cada día a uno de los marinos. Para un cuentacuentos experimentado, el colmo de la demencia es que cuando va a narrar esa parte de la película, salga un padre alocado a decirle que se calle porque su criatura es muy sensible. Es lo mismo que sucedería si lleva al niño al practicante y cuando le fuesen a poner una inyección saltara como un loco para impedir que haga su trabajo porque la piel del culito de su chiquitín es muy, pero que muy sensible.

         Si cercenamos en nuestros hijos la capacidad imaginativa, les estamos haciendo seres limitados, incapaces de llegar al orgasmo estético. Y quien carece de habilidades para sentir placer estético es una persona limitada ante las generalmente adversas circunstancias de la vida. ¿Para qué sirve el placer estético? Yo que ya soy viejo lo sé bien porque he vivido mucho y estoy de vuelta de muchos caminos, que la vida no suele ofrecer grandes alegrías, y el placer que genera el arte sirve para escapar de la miseria humana. Quien no pueda sentirlo carecerá de defensas contra la adversidad, contra la opresión, contra la demencia, y será mucho menos libre. Por eso, creo que los padres amágicos que luchan a brazo partido contra la imaginación de sus hijos, les están castrando artísticamente, aunque siempre será difícil hacerle ver a esa madre matemática, positivista y amágica, que lo intelectual va más allá del uso de ecuaciones, logaritmos y derivadas. 

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