Eso es
lo que les hacen a determinados niños cuando les cercenan la espita de la
imaginación desde la infancia.
Todo
cuentacuentos los reconoce, son esos pequeños que se van quedando de lado y que
truecan sus ojos redondos, abiertos y admirados, por un gesto malicioso; se los
ve moverse inquietos y ya sabemos que harán el comentario fatal: ¡te lo estás
inventando, te lo estás inventando! Son los hijos de los sin magia, de los
hiperrealistas, de los cercenadores de la fuerza divina que procede del mismo
Apolo desde tiempo inmemorial, de la imaginación.
Son padres, como todos, preocupados por sus hijos, que temen
que el niño confunda realidad con ficción y que eso suponga para él un peligro
indefinido; en otras palabras, tienen miedo de que se les vuelva tonta la
criatura, que se produzca una situación que ellos no puedan controlar; temen un
indeterminado e informe desorden mental en sus indefensos retoños. Sienten una
necesidad imperiosa en decirles qué es real y qué no. Les informan de que, en
contra de lo que asegura la tradición literaria infantil, las hadas no existen,
los ojáncanos tampoco, ni los Reyes Magos… Bueno, en esta última materia suelen
ceder porque la presión social que sostiene la creencia es enorme, y en ella se
implica desde el mercado hasta los medios de comunicación, desde las luces
navideñas hasta las pagas extraordinarias. Pero, en el resto de los elementos
mitológicos, de los cuentos fantásticos que cercan a sus niños, les obligan a
estar alerta para distinguir entre realidad y ficción; los pobres, son tan
tiernos…, se les puede perjudicar tanto…
De todas formas, entre este tipo de padres amágicos, hay diversas variedades. Están
los militantes, gente que conscientemente luchan contra lo que sea fantasía.
Estoy pensando en una madre matemática, atea y radical de izquierdas; no puede
ver nada que sea religioso y borra de sus hijos hasta el conocimiento
referencial a las creencias fantasiosas de la religión —lo que no me parece
bien porque los niños tienen que conocer las tradiciones cristianas,
musulmanas, judías y también la mitología clásica, información que puede ser
dosificada desde la más tierna infancia sin temor a que exista confusión, ni
mentalización religiosa sino todo lo contrario—, pero, de paso, junto con los
mitos religiosos, tachan también de un plumazo a Caperucita, al Ogro Gorón, al
Ojáncano y a las anjanas. Además, cuando su niño interrumpe al cuentacuentos,
se les nota felices, e incluso te pueden decir con orgullo: ¿Ves? Con este niño
sí que no puedes, ¿verdad?
Otros padres son más bien timoratos. Temen que los niños
tengan pesadillas cuando se enteren de que hay lobos que comen a las niñitas
que van por el bosque… porque mi niño es muy sensible, dicen. El temor de estos
padres a que sus niños terminen traumatizados, y su desconocimiento de la
técnica imaginativa claro, les impide arroparlos con la profundización, matización
y enriquecimiento del mito cuando tienen que hablarles para que se desvanezcan
sus temores. Lo único que se les ocurre, roma su propia imaginación, es negar
el mito.
Cierto es que los cuentos infantiles tradicionales,
originados en la Edad Media, son sorprendentes por sus narraciones
objetivamente crueles. No hay más que recoger la importante recopilación de
cuentos clásicos de Guelbentzu, a cual más rudo. Pero se trata de una crueldad,
digamos, dejada en sordina por la misma tradición. Quiero decir que un pequeño al
que se le diga cómo un lobo se come a una niñita que va por el bosque, en un
ambiente mágico, no se va a imaginar a los colmillos de la bestia desgarrando
el cuello de la pequeña, cómo se le destroza la garganta fibra a fibra, no va a
ver las fauces babeantes del lobo cubiertas de sangre, tras las que se esconden
los ojos de feroz sadismo; nada de eso, porque se trata de una crueldad
refinada por el tiempo y la repetición, nacida, precisamente, de la necesidad
de advertir a los niños de los peligros que surgen fuera del grupo. Desde
tiempos inmemoriales los cuentos tradicionales muestran a seres malos, feroces
y crueles de los que han de cuidarse los humanos, seres que les acecharán en el
exterior. Es este un mecanismo de defensa del grupo, un elemento más de la
cohesión. Hay mucho escrito sobre la cultura, su transmisión y la defensa de la
identidad de la tribu. Las imágenes violentas que generan los cuentos
tradicionales son informativas, pero asépticas, desnaturalizadas en su crueldad
indefinida. No sucede lo mismo con muchas películas que se permiten ver a los
niños, y menos con las crueldades de las tablets y las maquinitas electrónicas,
con juegos y escenas de extremada crueldad que arrastran la imaginación del
niño, por efecto de la interactuación, hasta cotas de violencia inusitada. Muchos padres amágicos dicen que ellos tampoco
permiten a sus hijos ver películas que vayan más allá de La abeja Maya o los
Pitufos, pero también en estas hay crueldad y en los artilugios mecánicos que
les terminan regalando, ni te cuento. He visto a más de un padre extremadamente
cuidadoso en que sus hijos no tengan en la imaginación el más leve dato sobre
la violencia humana y animal que, sin embargo, no pueden sustraerse a permitir
que sus hijos reciban como regalos inevitables esas maquinitas horribles
rebosantes de violencia por cada uno de sus chips. ¿Por qué lo hacen? Porque el
pobre niño se puede sentir traumatizado por el hecho de que todos sus amiguitos
tengan la maquinita infernal y él no. No quiero que mi hijo se sienta raro,
dicen. ¡Vivir para ver!
Expuesta esa tipología de padres amágicos, vamos a intentar explicar, con paciencia, los beneficios
de lo fantástico en la formación de la inteligencia. No voy a inventar nada,
cualquier tratado de psicología evolutiva nos puede informar cumplidamente
sobre esta materia. El niño, hasta los nueve años, tiene una inteligencia que
podríamos llamar prelógica, aunque
hay diversas intensidades, hasta los siete años por una parte, y de los siete a
los nueve por otra. Un niño de seis años puede diferenciar perfectamente un
mundo exterior lógico de un mundo interior fantástico, sabiendo que en cada uno
de ellos se aplican reglas diferentes; así, en la realidad no se vuela; pero en
la fantasía sí. Cualquier cosa que se le diga, tanto a nivel real o fantástico
se la creerán, pero la encasillarán en uno u otro nivel, sin que existan vasos
comunicantes entre ellos. Suelen caminar sueltos por cada uno de esos mundos
sin peligro alguno, hasta que en el momento y lugar en que juega, el mundo
lógico real entra en cuarentena y nace un mundo sacado del saco sin fondo de lo
irreal, con su propia lógica, y, durante el tiempo que dura el juego, bucea agarrado
a las aletas de los delfines y monta a caballo de perros gigantes voladores;
todo hasta que le llaman para cenar y ha de enfrentarse a una salchicha que no
le gusta sin kétchup, asunto prosaico y anodino donde los haya. Esta actividad
lúdico-fantástica dará a la criatura una gran cantidad de información digamos, paralógica, que acumulará como base para
posteriores incursiones en el mundo artístico. Podríamos decir que esa
acumulación de sensaciones e ideas es la base del pensamiento estético
posterior, lo que les hace capaces de generar cuando llegan a adultos el placer ante el arte.
A partir de los siete años, que es cuando se empieza a
formar el pensamiento lógico, el niño suele analizar los mitos y valorarlos.
Simplificando mucho, terminan por preguntarse: ¿qué sucedería si, como Peter
Pan, yo me echase a volar? —que no se apuren los padres amágicos, que no se tirarán de un rascacielos para comprobarlo,
salvo que, como entre los adultos, haya alguna criatura que esté trastornada,
que sobre la esquizofrenia infantil también se ha escrito mucho; que no se
apuren porque no es lo normal, aunque surgiera tal mito urbano con las
realistas películas de Supermán, en los años setenta—. En estas preguntas sobre
la verificación de la magia, el pequeño que se acerca a la pubertad, busca
respuestas imaginativas y, sin darse cuenta, está creando fantasías artísticas.
A
partir de ahí, cualquier incursión en la estética, en el placer estético, se
hace tirando de ese saco insondable de leyendas, cuentos de hadas y fantasías
varias. Así, por ejemplo, no se conoce escritor de fama que no haya vivido una infancia
rica en fantasías; el paradigma de ellos es Gabo. Creo que lo mismo le puede
suceder a un pintor, que empapará el pincel en ese cercano e íntimo bidón de
experiencias soterradas, transmitidas en muchas ocasiones de padres a hijos. Lo
mismo le sucederá a un músico o a cualquier otro artista.
Lo que
nunca se puede hacer es censurar la Odisea, como me han querido obligar
recientemente a hacer a mí, porque sea una escena muy fuerte para un hijo de
una familia amágica, aquella en la
que Ulises y los suyos acaban con Polifemo. Hay mil formas de contar a los
niños de diferentes edades que le clavaron el mástil afilado de la embarcación
en el ojo, y que él devoraba cada día a uno de los marinos. Para un
cuentacuentos experimentado, el colmo de la demencia es que cuando va a narrar
esa parte de la película, salga un padre alocado a decirle que se calle porque
su criatura es muy sensible. Es lo mismo que sucedería si lleva al niño al practicante
y cuando le fuesen a poner una inyección saltara como un loco para impedir que
haga su trabajo porque la piel del culito de su chiquitín es muy, pero que muy
sensible.
Si cercenamos en nuestros hijos la capacidad imaginativa,
les estamos haciendo seres limitados, incapaces de llegar al orgasmo estético.
Y quien carece de habilidades para sentir placer estético es una persona
limitada ante las generalmente adversas circunstancias de la vida. ¿Para qué
sirve el placer estético? Yo que ya soy viejo lo sé bien porque he vivido mucho
y estoy de vuelta de muchos caminos, que la vida no suele ofrecer grandes
alegrías, y el placer que genera el arte sirve para escapar de la miseria
humana. Quien no pueda sentirlo carecerá de defensas contra la adversidad,
contra la opresión, contra la demencia, y será mucho menos libre. Por eso, creo
que los padres amágicos que luchan a
brazo partido contra la imaginación de sus hijos, les están castrando artísticamente,
aunque siempre será difícil hacerle ver a esa madre matemática, positivista y amágica, que lo intelectual va más allá
del uso de ecuaciones, logaritmos y derivadas.
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