lunes, 15 de marzo de 2010

Gastronomía marinera en la obra de José María de Pereda

Pasó el año de Cervantes y pasó también el de Pereda, y pasarán los años conmemorativos de nuestras mejores plumas y no se podrán leer reseñas gastronómicas sobre sus obras. No sé qué nos pasa a los españoles, que no terminamos de unir al placer de leer la dicha del buen yantar.

Diez años después

¿Te Acuerdas de aquel 13 de octubre del año dos mil? ¿De la Primera Edición del Día de la Sidra, porque aún estaba lejos eso de celebrar la fiesta siempre el último sábado de julio? Acababais de estrenar siglo y milenio. ¿Quién te iba a decir que en ese amanecer frío y húmedo se forjaría la leyenda de la sidra de Cantabria y que vuestro pueblo se iba a convertir en la Villaviciosa de La Montaña. «¡Villaviciosa!» Sea su nombre citado con todos los respetos, aunque, quizás, con el tiempo Escalante llegue a ser, a lo mejor ya lo es, una sucursal de la patria de todas las sidras.


¿Sidra en la carabela de Juan de la Cosa?

Juan de la Cosa, de cuya muerte se cumplen 500 años el próximo 28 de febrero de 2010, y los vizcaínos que navegaron en la Santa María se preocupaban más por el agua que por otras bebidas. Es muy probable, sin embargo, que llevaran la despensa bien abastecida de sidra, producto que abundaba por aquellos tiempos en Santoña y poblaciones aledañas. Pero, antes de seguir, debo aclarar que entonces se entendía por vizcaíno a todo habitante del Cantábrico desde Santander a San Juan de Luz, y por gallego a los marinos de la zona oriental, desde la villa de Terio y Lonio hasta Tuy, de forma que cántabros y astures, como tales, no existíamos.

La receta de la güela Lines

Una vida sana, unas arterias flexibles construidas con nutrientes naturales, de la tierra, unas costumbres ordenadas y una naturaleza de roble, tan usual entre las gentes orgonomescas, es lo que ha permitido a doña Lines Sánchez Cordero llegar a los noventa y seis años; cumple noventa y siete el 18 de julio próximo.

La cocina de Camacho, el Rico.

Miguel de Cervantes, el grande, el maestro, el inventor de la novela, era un hombre que estaba de vuelta de todo cuando escribió El Quijote. Había sido soldado, cautivo, espía, proveedor de las galeras reales, y hasta trabajó como inspector de Hacienda de la época, pues reclamaba alcábalas ya vencidas, en la ejecutiva como si dijéramos. Había contemplado muchas miserias humanas y quién sabe si pasado cierta necesidad en pago de su genialidad hoy reconocida por todos. Es posible que una olla de algo más vaca que carnero y poco más consumieran los dos tercios de su hacienda, allá en la casa pucelana donde culminó la memorable novela. En ella nos regaló una descripción culinaria que, sin exagerar, cuando se lee con el estómago vacío, hace que los jugos gástricos dancen en las entrañas. 

El delantal y la pluma

La novela moderna fue inventada por Flaubert, con «Madame Bobary», «El aprendizaje sentimental» y otras joyas que todos recordarán. ¿Qué aportó este hombre a la narrativa? La técnica de la filmación. Hasta que desenfundó su pluma la novela no se había recreado en el ambiente; él, sin embargo, actuó como un cineasta porque hizo que sus personajes se paseasen por la calle, miraran los objetos, el quejido de las hojas pisadas, el ladrido de un perro en la lejanía, sin que tales elementos tuviesen relación directa con el argumento; sólo pretendía crear ambiente. Esta técnica, que ahora nos parece natural gracias a la magia cinematográfica, fue una novedad en la novelística.

Los comensales de Pepe Carvalho y la receta del fidehuà

La imagen que se forma el lector del detective Pepe Carvalho Tourón, gallego de ejercicio aunque catalán de hecho, es la del autor, la de Manuel Vázquez Montalbán. Es inevitable, en principio, identificar al escritor con sus personajes por eso de que siempre hay algo, o mucho, del artista en su criatura. Carvalho es visto, pues, para el recién llegado a la obra del escritor catalán, como un hombre gordo, casi obeso, calvo, con papada, tripa prominente, bigote, manos regordetas y gafas.

La casa de Lúculo o el arte de comer.

Julio Camba era un gallego trotamundos, lo cual no es mucho decir para diferenciarlo entre los componentes de una nación a la que el planeta le queda chico. Mejor será presentarlo como hombre que vivió con gran intensidad. Fue anarquista en su juventud, fundó periódicos y revistas obreras; lo expulsaron de Argentina por ácrata e, incluso, fue llamado a declarar por el atentado que sufrió Alfonso XIII, debido a su amistad con uno de los imputados. A tan fulgurante arrancada de caballo andaluz, vino una sensata parada de burro manchego, y el periodista, uno de los más brillantes de la posguerra, terminó escribiendo para el ABC, con paseos por El Sol, La Vanguardia y Arriba. Murió a los ochenta años en Madrid, quince antes de que llegara la democracia y nos dejó, entre su vasta producción periodística y literaria, una obra de gran interés para los amantes de la gastronomía y las letras: «La Casa de Lúculo, o el arte de comer», que escribió en Nueva York, a los cuarenta y siete años, una edad en la que a los hombres se nos fija en el abdomen el resultado de tantas y tantas libaciones, tantos y tantos buenos momentos a la mesa.No se trata de una obra como las que hemos analizado hasta ahora, en las que la gastronomía es un mero complemento que adorna el paisaje argumental; por el contrario, el periodista gallego pretende presentarnos todo un tratado de gastronomía, desde la pura y dura biología del acto alimenticio hasta las buenas formas en la mesa, pasando por el análisis de las más importantes cocinas de nuestro ámbito cultural y por sus opiniones sobre los diversos guisos.
Encontré el viejo libro en un rincón de mi biblioteca donde guardo los materiales inclasificables y recordé los buenos momentos leyéndolo, como suelo hacer con esas botellas de excelente vino que hago firmar a mis invitados y que guardo luego como oro en paño para recordar los fugaces instantes de felicidad en buena mesa y compañía, el aroma del Vega Sicilia, su olor austero y aromático,su sabor esférico, envolvente, aterciopelado; así es esta obra de Julio Camba.

domingo, 14 de marzo de 2010

Cántabros, astures, moros, comida y sexo

He de confesar, desolado, en este rinconcín gastronómico dedicado a la literatura, que nuestras letras patrias, (entendiendo por tal el terruño, en el sentido más puro del término, la tierra de nuestros padres) son torponas en lo tocante a describir los placeres de la buena mesa. Ya lo dije en mi anterior artículo sobre la obra del maestro, don José María de Pereda. Estoy seguro de que, rascando, rascando, podrían hallarse textos aceptables en los que alguna de nuestras plumas se explaye más de lo literariamente correcto en estos asuntos tan prosaicos.