«¡Bueno estuvo el agasajo aquel!... ¡Bueno de veras!... Primeramente, conservas de guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel de abejas; después, chocolate con sobadas de manteca, y bollos de Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color de rosa». Esta es la única referencia de José María de Pereda al sobao, cuando describe el agasajo que don Pedro Mortera le hace a Juan de Prezanes en «El sabor de la tierruca». La cita nos muestra que nuestro protagonista fue siempre un manjar muy apreciado en las grandes ocasiones. En esto seguía la pauta de muchos postres populares españoles con pan como base, en los que se aunaba el aprovechamiento de las sobras con cierto exhibicionismo de la prosperidad familiar, alarde de abundancia en mantecas, azúcares y gullerías de tal jaez.
El sobao primitivo no era más que eso: masa de pan, azúcar blanca y mantequilla. De la misma familia son las regañás andaluzas aunque, quizás con una diferencia, pues las que llama Pereda “sobadas”, eran gruesas, mientras que la torta de pan del sur es delgada y recocida, de ahí su nombre pues el pan se resquebraja, se regaña.
Pero, desde el tiempo del maestro don José María, hasta el presente, ha evolucionado mucho el postre. Pronto se le añadieron huevos, con lo que se enriqueció la mezcla en deliciosas grasas y proteínas. No quedó ahí la cosa pues el sibaritismo de los pasiegos dio en añadirle al mejunje cáscara de limón, como en el arroz con leche. Con esto la torta sobada dejó de ser tal y adquirió personalidad de sobao.
Pero dieron las gentes de la pasieguería un paso más y le echaron un toque de licor, de anis o de ron, tan apreciado en los puertos marineros. El sobao principiaba a ser muy diferente a todos sus parientes pobres, las tortonas del resto de España.
Faltaba aún, sin embargo, el toque maestro para que se convirtiese en el manjar que hoy conocemos, faltaba que llegasen el ingenio práctico de doña Eusebia Hernández Martín y el Doctor Madrazo con su hospital de La Vega. Por fin, hace ciento quince años, esta hábil cocinera pasiega trocó el grosero pan por harina blanca. El sobao se transformó, así, en pieza líder de la repostería cántabra.
¿Y por qué se llama sobao? Por lo que se suda al hacer la masa. Don Adriano García Lomas, en su obra El lenguaje popular en la Cantabria montañesa, dice así: «se ha creído que el nombre tiene su origen en Soba y que después pasó a otras zonas limítrofes, aunque en realidad deriva de sobar, o heñir». Esta última palabra procede del latín fingere, que significa sobar con los puños la masa, especialmente de pan y presupone un notable esfuerzo. El Diccionario de la Real Academia, cuando se refiere a este verbo dice que se usa coloquialmente para expresar la necesidad de trabajar más determinada tarea para concluirla: «Esto ha de heñirse más».
En efecto, su elaboración supone un buen sobe de la masa. Primero es preciso reblandecer la mantequilla. Una vez enternecida, echamos en ella el azúcar, revolvemos y, tras éste los huevos batidos. ¿En qué proporciones? Dependerá de la cantidad que pretendamos; yo utilizo las mismas de azúcar y de mantequilla; ¿y de huevos?, uno por cada cincuenta gramos de manteca. También echamos tres cucharaditas de licor, yo prefiero anís, otros gustan del ron. Ya está todo bien revuelto y los sabores mezclados. Al cocinero le llega el tufillo mantecoso, preludio del resultado final y piensa en lo malo que ha de resultar todo aquello para la salud, con tanto dulce y tanto huevo, colesterol y calorías sin cuento… pero le viene a la memoria el artículo de Alerta de la semana pasada, recuerda que fue el mismísimo Doctor Madrazo quien lo recomendaba a sus enfermos y sigue adelante sin pensar en niñerías. Se nos olvidaba echar la ralladura de limón. ¡Hecho!
Entretanto, nos espera una mezcla que tenemos preparada de antemano: el harina con la levadura; la misma cantidad de aquella que de manteca, la misma que de azúcar. Ya está todo preparado; en un bol nos espera la olorífica mezcolanza amarillenta del huevo mantecoso; en otro el blanco impoluto de la harina; respiramos hondo, nos arremangamos y, en un tarterón lo mezclamos todo, a mano limpia, a dedo abierto, sobando y resobando, amasando, soltando, volviendo a apretujar, igualito a los franceses cuando preparan la pasta de sus crepes. Hemos conseguido, por fin una masa uniforme, dúctil; el amarillo ha vencido y todo es uno. Llegó el momento de dar un nuevo paso.
El horno, que tenemos preparado a ciento ochenta grados nos espera. Echamos la mezcla en los moldes de papel, llenos sólo hasta la mitad, pues la pasta hispa con el calor, y lo dejamos quince minutos, ni uno más; que no se nos resequen porque el secreto del sobao radica en su terneza. Lo sacamos, nos embriagamos con su aroma y, como Dios, vemos que es bueno y descansamos.
El sobao nuestro, que este fin de semana todos los lectores van a intentar elaborar en sus casas, tiene personalidad jurídica desde el año 2004. Quiero decir que su fabricación está regulada por una I.G.P., es decir, una Indicación Geográfica Protegida. Dicho en otras palabras, la fórmula simpática de su elaboración ha sido descrita, homogeneizada, liofilizada y sistematizada en el Boletín Oficial. Así se expresa el verraco: «Se admitirá el empleo de los siguientes aditivos: agente impulsor: (1.5% ± 1,5), conservante: sorbato potásico en dosis máxima de 1,5 gramos por cada kilogramo de masa, aroma a mantequilla y humeante…». El objetivo es unificar el producto al permitir ciertas variaciones ligeras en las proporciones de sus ingredientes. ¿Para qué? Para vender más y mejor en Europa, donde aprecian mucho eso de la trazabilidad, la homogeneidad y la higiene enguantá de neosupermercado. ¡No, hijos, no! ¡A dedil, y a sobar, que queda riquísimo!
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