Ha sido una mera coincidencia el hecho de que la Real Academia de la Lengua Española haya incluido el término sobao entre sus más de cien mil entradas, a los pocos días de que se publicaran nuestros artículos sobre este delicioso postre cántabro. Les aseguro que nada sabíamos de tales planes, que los responsables de lexicografía de tan digna institución no nos enviaron correo electrónico alguno y que tampoco tuvimos la fortuna infinita de hablar por teléfono con los grandes académicos, pozos de sabiduría, como algún novelista de nuevo cuño aficionado al taco simplón y tabernario.
Por una parte me he alegrado y hasta he abierto una botella de champán que tenía guardada para las ocasiones especiales. Está justificado mi entusiasmo, pues las lumbreras de tan sabia institución se han acordado de mi tierra y del humilde postre al que aquí glosamos.
Mas, leyendo con cierto detenimiento el texto de la nueva entrada, no he podido evitar cierto sonrojo y he llegado a la conclusión de que para insertar tal concepto de sobao abizcochado mejor habría sido que hubiesen dejado las cosas como estaban.
Dice así la nueva versión que vendrá a llenar las páginas de la vigésimo tercera edición del Diccionario: «Sobao.- m. Esp. Bizcocho hecho con una masa a la que se añade aceite o manteca de vaca, cocido al horno en un envase de papel». Es decir, que es una palabra masculina, propia de España y que se trata de una «masa compuesta de la flor de la harina, huevos y azúcar, que se cuece en hornos pequeños», pues eso y no otra cosa es lo que entiende el mismo diccionario por «bizcocho».
No han afirmado los sesudos académicos que se trate de un postre similar a otro conocido, sino que es, un señor bizcocho. Tal afirmación resulta inconcebible para las gentes de Cantabria que tenemos bien claro que el sobao es sobao y el bizcocho bizcocho; aquel mantecoso y suave, con misteriosos aromas a esencias y cuerpo consistente, este despeluchado, secote y dulzón.
Sin duda es el sobao término que se usa sólo en España, por lo que está justificada la referencia genérica a la patria grande, pero se echa en falta otra indicativa del área geográfica peninsular de la que es oriunda. En el Diccionario de la DRAE hay doscientas cuarenta y seis palabras de origen cántabro y así se hace constar, como es el caso de amayuela o el de jibión; también aparecen doscientas sesenta palabras asturianas, como faba por judía o fabada, de la que dice: «potaje de judías con tocino, chorizo y morcilla, típico de Asturias». Es esta última una definición exacta de lo que es el plato emblemático de la comunidad vecina. Nuestro sobao, sin embargo, no ha tenido tanta suerte, se trata, según el Diccionario, de una palabra de uso general en toda España, que bien puede provenir de Cantabria como de Huelva o Zaragoza.
Si el bizcocho es masa de harina con huevos y azúcar, y el sobao un bizcocho al que se añade también una masa, nos terminaremos mareando con tanta espesura, pues nuestro postre sería una «masa compuesta por una masa». ¿Es fácil de entender esto? No, al menos para mí.
¿Y eso del envase? ¿En qué diferencia esta parte de la definición al sobao de la madalena, que reposa también en una bandejita de papel, o de aquellos bizcochitos que todos recordamos haber comido de niños, que venían presentados en pliegos a los que estaban pegados por su base, que habían de ser separados con cuidado para que no se rompiesen y que sabían a gloria con chocolate?
La Real Academia de la Lengua tiene la obligación de limpiar, fijar y dar esplendor. ¿Ha logrado su objetivo con este lema de reciente introducción? ¿O ha trabajado, más bien, al buen tuntún, sin pensar, como decía Cervantes por boca de don Quijote del artista Urbaneja, que pintaba a lo que saliere y que hacía un dibujo con dos trazos y había de escribir debajo «Esto es gallo» pues, de lo contrario no había cristiano que entendiera su arte?
Y es que, hoy en día la Real Academia de la Lengua se ve obligada a trabajar con gran celeridad para acopiar palabras y más palabras que justifiquen sus reediciones del Diccionario cada pocos años. ¡Magnífico negocio ese! Con la disculpa de que el idioma varía constantemente, lo cual es indiscutible, la magna institución publica un diccionario casi cada ocho años. En ella introducen varios miles de palabras que primero han estudiado tan sesudamente como el término sobao, modifican el significado de otros miles, y añaden acepciones nuevas a los ya existentes. Por último venden su producto a precio de oro. Lo compran todas las instituciones educativas de todos los países hispanohablantes y penetra por millones en las librerías particulares de los ciudadanos hispanos del mundo redondo. No hay negocio editorial más exitoso que el que protagoniza cada cierto tiempo la Academia con su Diccionario.
Así pasa lo que pasa, que se han de fabricar palabras nuevas y rebuscar por aquí y por allá vocablos tradicionales para introducir en él. Analizan poco, estudian menos y definen mal. Y así, nos plantan un sobao académico con sabor a bizcocho y se quedan tan frescos.
¡Qué más da! El prestigio de la institución lo avala todo. Un prestigio ganado por las testas coronadas de académicos como Mingote, Muñoz Molina, Ana María Matute, Ansón, Pérez Reverte, Álvaro Pombo y Javier Marías, entre otros muchos.
¡Cuánto echamos en falta a las viejas glorias de la Lengua Española que se sentaron en los sillones que ahora ocupan los arriba citados sin sonrojo alguno, literatos de talla como: Miguel de Unamuno, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Antonio Buero Vallejo, Juan Eugenio Hartzenbusch, Melchor de Jovellanos, Benito Pérez Galdós, Gonzalo Torrente Ballester o Lázaro Carreter.
Para mí que, con mucho, nuestra Academia va a peor. ¡Mira que llamar bizcocho a nuestro sobao! ¡Imperdonable!
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