Aquellos pioneros de temporada tardaban más de quince días en llegar a Santoña desde Palermo. Subían en barco hacia Génova y allí tomaban el tren que les llevaría hasta Bilbao; de aquí a Santoña, en diligencia. Venían agotados aunque felices por el ambiente primaveral y las perspectivas de negocio seguro.
Una razón adicional para la gran alegría de aquellos salatori, jóvenes y de buen ver en su mayor parte, gente amable y de habla cariñosa, se hallaba en el recibimiento que les hacían cada año en la Villa las mozas santoñesas que no iban a dejar italiano soltero. Era comprensible que se sintiesen tan a gusto: muchos meses fuera de las atenciones de la mamma, en una tierra acogedora, con familias envolventes que los colmaban de agasajos. Es fácil imaginar cómo fueron cayendo todos aquellos pescaditos en las redes femeniles santoñesas; sin duda estaban en sazón. Hoy en día es máxima de experiencia la de que un visitante asiduo de la Villa de Puerto tiene pocas posibilidades de escapar soltero; quizás quede el hábito de esta genuina pesquería, como especialidad local, desde aquellos tiempos en que arribaron en masa los jóvenes industriales sicilianos.
Llegaban hacia San José, cuando las anchoas asomaban el morro por las esquinas del Cantábrico. Lo primero que tenían que hacer, nada más dejar las maletas en la fonda, era contratar lonjas, barquillas y personal dispuesto a trabajar en las labores propias del salazón. Los alquileres no les salían baratos. Se sabe, por ejemplo, que Vicenzo Gribaudi, contrató una lonja en 1891 a la viuda del Marqués de Robrero por un total de 925 pesetas, pagaderas al finalizar el mes de junio; cantidad notable, habida cuenta de que la temporada era sólo de cuatro meses. Además, todos los complementos de fabricación, los llamados imputs por los expertos en mercadotecnia, es decir la sal, los barriles y los portes del barco a la lonja y de esta al puerto, habían de hacerlos contratando a gentes de Santoña al precio habitual en el mercado. Aquí todos querían ganar, cosa lógica y comprensible.
Cuando llegaba la anchoa, se iniciaba el proceso de salazón: descabezar, eviscerar e ir estibando en barricas, con capas de sal intercaladas; luego se completaba con salmuera para que se formase una masa compacta y se colocaban piedras encima a modo de prensa. Al terminar la campaña se remitía el producto a Italia.
Pero, ¿desde qué puerto se embarcaba? Santander y Bilbao eran plazas difíciles pues el intenso tráfico portuario imponía, en muchas ocasiones, tiempos de espera poco rentables o impredecibles. Los vapores de aquella época, por otra parte, no tenían gran calado, con lo que las instalaciones de Santoña o Guetaria podían servir para los fines de la exportación. Era preciso, además, concentrar ésta en una sola plaza para remitir toda la producción a Génova, de una vez, a finales de junio.
Santoña ganó con holgura la carrera por el predominio exportador en el Cantábrico. Los italianos preferían esta plaza por muchas razones; en primer lugar por la riqueza y abundancia de su anchoa, pero no menos determinante fue la dedicación en exclusiva a esta actividad, abandonando las industrias salazoneras y escabecheras de sardina. Caso paradigmático de lo contrario fue el de Castro, donde dos años seguidos de mala costera de esta especie, a finales del siglo antepasado, diezmaron la industria pesquera local.
El puerto de Santoña era privilegiado por su situación al resguardo de los vientos que lo convertían en refugio natural. Disponía de una dársena para barcas de pesca y machinas para labores de embarque y desembarque bien diferenciadas y, además, contaba con numerosas lonjas libres y espacios para crear factorías, al lado mismo del puerto. ¡Y, qué caramba!, los jóvenes industriales italianos se sentían muy, pero que muy queridos en la Villa de Puerto, como dijimos al principio.
A los de Guetaria les sentó tantico mal esta predilección y entre los años 1911 y 1913 le hicieron dura competencia al puerto cántabro, pues lograron una autorización especial para fabricar el barrilaje y desarrollar labores de estiba y desestiba. Pero no duró mucho tan desesperada lucha, gracias a la querencia de nuestros italianos hacia Santoña.
Al fin, aquellos jóvenes factores, encargados de alto nivel de las fábricas genovesas y turinesas, sicilianos en su mayoría, dieron en la lógica idea de instalarse por su cuenta en estas tierras, para rentabilizar en nombre propio tan próspero negocio. Era, pues, llegado el tiempo de echar raíces.
El primero en instalarse fue Giovanni Basttista Castelo, que se dio de alta en la matrícula industrial como fabricante de conservas en 1914. Al año siguiente se matriculó Giovanni Vela Scatagliotta. Hasta ese momento los industriales italianos habían fabricado la salazón, producto semi-elaborado para enviarlo a Génova; a partir de entonces, ya instalados cómodamente en Santoña, independizados de la metrópoli, terminarían el producto en estos pazos. Había nacido la anchoa de Cantabria, tan traída y llevada en taxi en los últimos tiempos.
El líder del pelotón, como dije, fue Vela, con su marca La Dolores, la primera que se hizo en España. Dice el tantas veces citado don Luis Javier Escudero Domínguez, que se trataba de anchoas aromatizadas y rolladas, con alcaparras y cobertura de manteca de vaca, dado el elevado precio del aceite de oliva.
Desde entonces arribaron a Santoña numerosos parientes y primos, hermanos y padres de los anteriores y quedó plagada la Villa de apellidos, hoy santoñeses castizos como: Oliveri, Castelo, Gatto, Marino, Zizzo, Busalachi, Cefalú, Orlando, Guzmanno, Sanfilippo, Vela, Lo Cocco, Marchesse, Bastelloni, Faleato, Palazzolo, Vilá o Cefalú, entre otros muchos que quedan en el tintero.
La próxima semana cabotearemos hasta Santander, en la lancha de los viejos Diez Hermanos, para hacer un homenaje literario al “Chiringuito de Curro” que, si sigue tan escasa la costera de sensatez entre nuestros dirigentes, no estará vivo por largo tiempo. Con él fallecerán los recuerdos de muchos santanderinos, los sin yate, que no podrán arribar ya a El Puntal.
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