Habíamos dejado esta apasionante historia de la anchoa del Cantábrico en las condiciones de la industria transformadora en nuestras costas, allá por los tiempos previos a la arribada de los italianos y nos habíamos formulado una pregunta: ¿Por qué vinieron?
En el Norte de España el bocarte era, hasta su llegada, una comida desprestigiada, pobre, de muy escasa sustancia y cuya captura, además, no parecía rentable; en Italia, por el contrario, transformado desde tiempos muy pretéritos en la anchoa que todos conocemos, era tenido por «bocatto di cardinale». Aquí no aventajaba ni a la humilde sula; pasados los Alpes, aglutinaba en torno a su consumo una próspera industria de creciente demanda. Eran Génova, Turín y todo el Norte donde más se consumía, pero las pesquerías estaban al Sur, en Sicilia. Mientras que en el Norte de España los documentos antiguos callan, con muy pocas excepciones, respecto a la anchoa, en el Mediterráneo está documentada su presencia desde la Edad Media, época en la que se conocía con la denominación latina de “amploias” y era la base de la economía de muchas regiones del Mare Nostrum.
En el Norte industrializado se concentraba la mayor parte de industrias conserveras e intermediarias del mercado de la anchoa, aunque la materia prima les llegaba del Sur, en especial de Palermo. Para ilustrar esta intensa relación baste con hacer referencia al hundimiento del mercante Ausonia, en 1869, que cubría la línea Palermo-Nápoles-Génova; en el siniestro se perdieron, según la prensa de la época, ingentes cantidades de anchoa en salazón. Era tan grande el consumo de este producto en el Norte, que los sureños no daban abasto para cubrir su demanda. Se vieron, pues, obligados a buscar nuevos caladeros.
¿Cómo se enteraron de la calidad de nuestra anchoa? La respuesta nos la da don Luis Javier Escudero Domínguez, en su magnífico trabajo «Los italianos y la industria de salazón», fuente fundamental de esta crónica. Según dicho autor, varias pudieron ser las causas. «Por un lado no parece descabellado pensar que alguna de las conservas de anchoa en aceite que ya se producían en las conserveras vascas de finales de los sesenta, fuera a parar a otros mercados diferentes a las antiguas colonias españolas, como por ejemplo los franceses o los italianos. Aunque no se tratara de salazón, permitiría observar la calidad de la anchoa». También pudo suceder que el contacto se estableciese a partir de los oteadores de bonito que los anchoeros italianos enviaban a Andalucía o a Portugal. La tercera vía hipotética de conocimiento estuvo, quizás, en las relaciones de la industria transformadora italiana con comerciantes franceses y, sobre todo, catalanes; además, Cataluña tenía larga tradición salazonera y sus industriales conocían el mercado. En cualquier caso, fuese por una u otra causa, o por todas combinadas, los productores italianos quedaron deslumbrados por la calidad de la anchoa del Norte de España y por la apariencia inagotable de sus caladeros.
Asegura el citado autor que la primera referencia sobre la presencia de italianos en nuestras costas data de 1880, aunque no se puede saber si el viajero pretendía instalar alguna fábrica anchoera o de otra pesquería, ni el lugar del norte al que se encaminaba. Se tiene noticia de este hecho a partir de una carta enviada en marzo de ese año por el siciliano Mariano Scola a su mujer Ángela Sanfilippo. En ella aquel le explica que después de llegar a Génova, tras cinco días de navegación, se disponía a partir a España junto a su cuñado Angelo Cefalú. La presencia posterior de estos dos apellidos, integrados en el tejido social de Santoña, nos hace sospechar que se trataba de los adelantados de esta pacífica invasión.
La primera cita documentada de la presencia italiana data de 1886 y no en Cantabria, sino en Bermeo, donde llegó el genovés don Ángelo Parodi fu Bartolomeo, que tenía factoría abierta en la localidad portuguesa de Vila Real. ¿Y por qué Bermeo?, nos preguntamos; porque era la población pesquera más notable de todo el Norte. Parecía lógico que el tanteo sobre las posibilidades de instalación en esta zona se centraran en la población más próspera; en ella se detectarían todas las posibilidades de negocio mejor que en cualquier otro lugar. Luego se buscaría una distribución más ventajosa de las factorías.
Metidos ya en el ambiente norteño, los italianos localizaron dos poblados que reunían condiciones óptimas para el negocio: Guetaria y Santoña.
En ambas se daba la circunstancia de que sus marinos eran más receptivos a las sugerencias italianas de lanzarse a la captura de la anchoa. En otros pueblos, la infraestructura tradicional pesquera era más conservadora; si siempre se había salido adelante con la sardina, el besugo y el bonito, ¿por qué cambiar? No era el caso de estas dos poblaciones. En Santoña el gremio de mareantes se volcó en la nueva producción y hasta proporcionaron a los industriales italianos ciertas ventajas sobre las ofrecidas por Guetaria, como que la negociación del precio sería directa con el gremio, sin tener que pasar el producto a subasta en lonja, con lo que se lograba un equilibrio de precios que facilitaba el cálculo de costes y márgenes.
Los primeros que llegaron fueron factores, es decir ejecutivos de alto nivel, de las más fuertes empresas que no eran, precisamente, sicilianas. Nos estamos refiriendo a industrias de Génova, Livorno o Turín. Pero ellos, los técnicos, a los que llamaban, como dijimos, salatori, provenían de la provincia de Palermo, de pueblos como Porticello, Terrasini o Santa Elia. Eran especialistas en usar la sal justa para la salazón, lo que llamaban «Acciughe salate alla vera carne», es decir, anchoas con la salazón justa, sin exceso de sal, de forma que el peso fuese el verdadero, el que corresponde sólo a la carne.
La próxima semana hablaremos de cómo contrataban y de sus labores, de por qué Santoña se convirtió en hegemónica y de los primeros nombres propios de estos modernos argonautas itálicos.
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