Son las cinco de una mañana de julio, hora de Escalante. He madrugado más que la alborada, como es mi costumbre y me dispongo para el sagrado oficio de elaborar un suculento cocido montañés para veinte personas.
Por los Balcones de Oriente, allá hacia la Peña del Águila, la más esquinada elevación del macizo del Buciero, aún no se percibe el leve reflejo de la aurora. Cantan los moracicos en la marisma e, iluminada por la luna que marcha de retirada hacia El Alvareo cansada de esta primera cabalgada menguante, se distingue la mole de Monte Hano, símbolo del dios Jano, inmortal padre del pasado y del futuro, deidad amante de las letras y los pucheros, protectora de los druidas cántabros. En el porche, sobre la trébede, reposa la marmita con las alubias en remojo.
Se escuchan pasos en el piso de arriba, debe de ser el invitado que madruga también; no son pocos nuestros hábitos comunes. Fulgencio Vara, viejo conocido de los lectores de esta página, no luce su mejor cara tras la generosa ingesta de sidra de ayer; será preciso que prepare un café para ambos. «Hombre, Fulgencio, vas a ser testigo de toda una ceremonia», le digo. «Por eso he madrugado. Tengo mucha curiosidad por ver cuál es el secreto de tu famoso cocido», contesta y acepta el café que le prometo. «Pues lo primero es quitarle el agua a las alubias, ¿ves?», respondo mientras vuelco el líquido, la mano de tapa para que ninguna alubia caiga al fregadero. «¿No les das una cocida sólo con agua?», pregunta, «dicen que así se elimina la albúmina y se evita la flatulencia». «Pues mira, no, que yo estoy con el sabio y sostengo que la parte más importante de una comida es el regüeldo, lo que le da sustancia y poderío, lo que te hace recordarla con gusto casi todo un día», respondo inspirado.
A continuación informo a mi curioso observador de cómo he puesto también a remojo parte del compango: el tocino, la hebra y el lacón, pues a mí me presta eso de darle un ligerísimo toque asturiano, como el pote del Principado, del que tanto comimos Fulgencio y yo en Gijón.
Ya está todo preparado, la marmita al fuego, sobre las alubias el compango bien estibado, apretadito, no se ve el fondo blanco de aquéllas, sumergido todo en agua; la berza apartada. Le doy calor fuerte y comienza la función.
Es el mejor momento del proceso, y lo aprovechamos para preparar el café y a hablar de nuestras cosas: de la exposición sobre Juan de la Cosa en Santoña, de mi libro El Cartógrafo de la Reina, de sus últimas aventuras como inspector gastronómico por los restaurantes de Cantabria. Me asegura que ha quedado sorprendido por la gran variedad de cocidos montañeses que hay en los valles de nuestra tierra, no menos de diez especialidades diferentes. «Ya te diré en cuál de ellas ubico al tuyo», me dice. «Caramba, Fulgencio, vas a lograr que me ponga nervioso».
El calor de la marmita hace que las morcillas de año y los chorizos principien a soltar su juguillo. Las alubias no se quedan cortas y sueltan abundante espuma albuminosa. La quito con una cuchara antes de que se mezcle con la grasilla rojiza. Fulgencio no pierde detalle, hasta saca una libretilla para apuntar algo con letra de pulga. «¿Y la berza?», pregunta. «Ahora va», respondo. Bajo el fuego de la trébede a poco más del mínimo y preparo la olla a presión. «¿No me digas que la cueces aparte? Eso no es muy tradicional que digamos», me censura el muy entrometido. «No lo será, pero es necesario hacerlo así porque hoy en día no es fácil hallar alubias idóneas y, qué caramba, disponemos de estas máquinas tan excelentes con las que no pudieron ni soñar nuestros antepasados. Ya sé que lo correcto sería echar a cocer todo a la vez, pero mira…» Junto con la berza pongo en la olla un buen trozo de costilla adobada y varias morcillas de año. «Y ahora, amigo, déjate de tanta crítica y estate preparado para echarme una manita», le exhorto mientras termino mi café. «Va a comenzar la parte más importante de la elaboración de un cocido montañés: el meneillo».
La tartera es grande y baja; hay que hacer un notable esfuerzo para mover el muerto. Lo tomo por las dos asas y lo volteo en un movimiento brusco y oscilatorio, como harían los buscadores de oro con el cedazo para agitar la arena fangosa y distinguir las pepitas brillantes. Los aromas del cocido, mezclándose ya entre sí, me envuelven con sus promesas. Es cansada la operación y me siento.
A los tres minutos, le digo a mi crítico compañero que intente hacerlo él. «¿Tan pronto?; pero si acabas de menearlo», me protesta. «Claro, es que ahí está la gracia del plato», respondo. «Es preciso este ejercicio para que las alubias se cuezan de manera uniforme y para que suelten más albúmina que líe los componentes; de lo contrario, quedaría el cocido deslavazado… No, no lo estás trabajando bien, no es cuestión de darle vueltas, sino de hacerlo oscilar para que haya movimiento en el interior de la masa y golpeen las alubias. «¡Caramba con el truquito!», se queja mi compañero y pregunta: «¿cuántas veces hay que hacer esto?». «De continuo», le respondo, «¿cien veces? ¿doscientas?... las que sea necesario… »
Nos ponemos otros dos cafés, pasan tres horas de meneos a la marmita, se hace la berza, la sacamos, la mezclamos con la alubia, volvemos a menear, apartamos el compango, lo troceamos, lo exponemos en una fuente, lo probamos todo y vemos que es bueno, como Dios, cuando creó el mundo.
«¿Y la semana próxima, de qué vas a escribir?», pregunta Fulgencio Vara?» «Del caricón santoñés», le respondo. «¡Querrás decir, trasmerano!» «No, querido inspector, la palabra “caricón” proviene del acervo privativo de los santoñeses». «¡Pues habrá que leerlo!»
Publicado en el diario ALERTA, de Santander.
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