Hace muchos años, en tiempos de la Guerra de la Independencia , vivía en Escalante una hermosa molinera cuyo meneillo al caminar era gloria bendita para cristianos y afrancesados.
Tenía fábrica y vivienda en el Molino de Cerroja, esa casa aislada, recientemente reconstruida aunque se remonta al siglo XIII, que aún podemos admirar en mitad de la marisma si dirigimos la vista hacia Monte Hano, yendo desde Gama hacia Santoña. Y, si la belleza de la mujer era mucha y no escasa la calidad y pureza de la molienda que salía de sus tolvas, tenía un atractivo de añadidura: la indiscutible habilidad que mostró desde chica en todo asunto que de pucheros tratase. En los tiempos de esta verídica historia era viuda y sin hijos, de treinta años ya, aunque con tersa piel y prietas carnes. La especialidad de su cocina eran las alubias pintas estofadas, que aprendió a elaborar sólo con verduras de la huerta (pimientos verdes, rojos, zanahorias y puerros), sin pizca de otros ingredientes grasientos como chorizos o morcillas. Aseguraban en Santoña y en todas las villas aledañas, que quien comía con regularidad las alubias de la buena moza, lograba indiscutible longevidad. Era aquélla plaza fuerte de extraordinaria importancia estratégica que nuestros amables vecinos no se dignaron a abandonar sino varios años después de acabada la guerra; hasta se decía que aquí en Cantabria teníamos ya, instalado sin remedio, el Gibraltar francés. Pero, a lo que vamos, nuestra hermosa protagonista, cocinera singular en ratos libres, era requerida para elaborar sus famosas alubias por las empingorotadas damas francesas instaladas en el Fuerte Imperial, donde hoy se alza el Penal del Dueso. Las judías estofadas de la molinera eran servidas en fuentes de plata y comidas con el exquisito protocolo de la corte bonapartista. «Ulalá, mon amí», decía la señora del Coronel responsable de la plaza. «Son magníficos les haricots rouges». «Tienes razón, Margot», respondía Danielle, la señora del Mayor, «Estoy segura de que en París no probarán manjar tan fino». Al final de la degustación, que la buena moza preparaba para el invasor una vez al mes, los caballeros proponían brindis y aplausos por la bella cocinera y por sus excelentes haricots. Lo cierto fue que con tanto homenaje y alabanza, los pormenores de la ceremonia trascendieron a las calles santoñesas y de las villas aledañas, con lo que los haricots tomaron prestada una “C” de la pronunciación hispana, pasando a llamarse “caricots”; luego llegó una “N” que se situó tras la “O”, transformándose las humildes alubias en señores “cariconts” y de ahí a “caricones” bastó con una pequeña poda de letras. A nadie le extrañará, que a la bella molinera terminasen llamándole “La Caricona ”. Sucedió, como parece lógico y natural, que un oficial de nombre Jean Pierre Bernot, sudara la gota gorda con aquel manjar mientras miraba la hermosa espetera de la española que le servía con todo el remilgo de que era capaz, y le dejaba media docena de guindillitas en un plato, como a él le gustaba, pues era marsellés y aseguraba que, comidas a mordiscos, eran mano de santo para el dolor de estómago. Púsose pesado el franchute y, un día, siguió a la Caricona hasta el molino, ella le dijo que nones, él aporreó la puerta con toda su autoridad, pero no quisieron abrirle. Despechado el militarote le hizo la vida imposible a la molinera, pues desempolvó ciertos papeles que hacían poco menos que irregular su industria. Tan pelmazo era el tipo que la mujer envió un emisario al santuario de Hoz de Marrón, donde tenía su cuartel general guerrillero Juan Tomás López Campillo, ese del que decía la copla: «las montañesas llevan en el corpiño un letrero que dice: ¡Viva Campillo!», hombre de rompe y rasga que sumaba en su historial más de cien acciones militares victoriosas contra el invasor. Siguió ella las instrucciones del guerrillero e invitó a Jean Pierre una noche entre las noches, vencida en apariencia por la insistencia y las artes del capitán. Llegó este al molino de Cerroja con dos escoltas de su tierra de los que jamás se separaba, y fueron invitados a comer unos excelentes caricones santoñeses con guindillas, como era el gusto de su lejana patria. En el molino había siete tolvas y al lado de la primera un habitáculo donde un colchón de paja esperaba los cuerpos de la rozagante hembra y de su huésped. Habían cenado ya el suculento estofado en el que no echaba la Caricona embutido alguno pero que tenía un sabor fuerte y recio, tan de la tierra que era apreciado como comida de hombres por los más rudos ganapanes de Trasmiera, disponíanse los escoltas a agazaparse en un rincón mientras el oficial remataba la faena en el vil camastro, cuando desde el fondo de las tripas francesas escaparon mil lamentos, rugidos, quemazones y pérdidas. Tan apremiantes parecían que, soltando trapo, marcharon hasta la letrina que bajo una trampilla, al lado de la cámara de la molinera, estaba. La Caricona había seguido al pie de la letra las indicaciones del guerrillero, echando al estofado la dosis justa del líquido rojizo que este le proporcionara. Atrancada la puerta por la mujer, allí quedaron los tres hombres hasta que sus gritos fueron ahogados por la ciega marea que, al subir, llevó sus espíritus de vuelta a Marsella. En 1953, como consecuencia de ciertas obras realizadas en el Molino de Cerroja, se hallaron arreos militares napoleónicos en un bajo del edificio. Junto a ellos reposaban ciertos restos óseos que parecían humanos. Hoy se habla por todos lados del caricón trasmerano, o incluso del genérico caricón cántabro; esto es un grave atentado a la justicia pues la palabra, por lo menos, fue dejada en Santoña por los invasores franceses, al igual que los italianos aportaron la técnica de salar el bocarte. Nosotros pusimos el guiso y los gabachos el vocablo; fue el resultado de la interactividad cultural, como suceden siempre en el orden de la cultura gastronómica.
(Artículo publicado en el semanario gastronómico de ALERTA)
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