Salimos a medir un “prau” donde unos constructores (de esos que no imaginaban que su mundo estallaría de repente) pretendían levantar una urbanización. El técnico topógrafo era soriano y todos llevábamos botas; yo las albarcas que siempre guardaba en el maletero. ¡Caramba! ¡Cuántos caracoles!, dije y el soriano se paró en seco.
Era cierto, acababa de llover y el vial de acceso a la finca estaba plagado de tales animalejos. Los de la Tierruca, avanzamos sobre aquel ejército reptante como gigantes sobre liliputienses; espachurrábamos sin cargos de conciencia a cuantos caracoles no lográbamos esquivar. El calzado más mortífero era el mío, pues los tarugos quebraban a unos y machucaban a otros con no poco estruendo en el silencio delator de aquel descampado de montaña. ¡Asesinos!, gritó de repente el perito. Nos detuvo casi a golpes y nos hicimos a un lado del camino. En el mismo casco de obra recogió cuantos pudo. Parece ser que en su tierra no son tan abundantes como aquí y pisarlos constituye delito de lesa majestad. Luego nos explicó que en su patria numantina adoran al caracol. Además era un notable gastrónomo y nos informó que tanto en Barcelona como en Extremadura, en Navarra como en Huelva, la afición por este humilde animal gasterópodo es omnipresente. Pero somos los del norte, nos dijo, los más afortunados, pues en nuestras húmedas praderías abundan más que en cualquier otro lugar de España.
La helicultura, es decir el arte de cultivar el caracol es tan antigua como la presencia del hombre sobre el planeta, y también lo es la gastronomía derivada de dicho saber. Los felices habitantes de Atapuerca y Altamira ya comían caracoles y de no escaso tamaño. En la antigua Roma era todo un negocio y dicen que cuando excavaron la resquemada Pompeya, se hallaron almacenes repletos del preciado gusano.
Siempre fue comida de pobres, pues está al alcance de todas las manos, jóvenes o viejas, de hombre o mujer, de nobles o humildes. Sin embargo, fue Talleyrand, el diplomático de cabecera de Napoleón, en el siglo XVIII, quien los puso de moda. Parece ser que no sabía qué ofrecer de cena al zar de Rusia y le rogó al famoso cocinero Antonine Careme que lo sacase de apuros. Este era amante de los caracoles, de sus virtudes y sabrosura, de forma que no desaprovechó la oportunidad de lucirse. Tuvo tanto éxito que hoy en día ocupan un lugar de honor en la refinada cocina francesa.
En España, como hemos dicho, no hay región donde no se cocinen; las recetas son infinitas pero, ¿y en Cantabria? Yo pensé que en todas las comarcas de mi amada tierra se cocinaban caracoles por Navidad, mas estaba equivocado. En Santander, Santoña, Laredo, Castro, Suances, Cóbreces y San Vicente sí, es decir, en todas las villas marineras, incluso en Bilbao los toman. Mas he observado que no es el caso del interior: Cabuérniga, Liébana, Soba, Torrelavega. Los caracoles que tomamos por Navidad, quizá deberían llamarse “caracoles a la marinera”, por ser plato de la costa cántabra. Habrá, sin duda, quien no esté de acuerdo con este juicio nacido sólo de mi miope observación, discutible por naturaleza. Respeto de antemano su opinión y dejo abierto el debate.
¿Cómo se elabora tan suculento plato? De esto puedo hablar largo y tendido pues estas Navidades he hecho la proeza de cocinarlos con mis propias manos, después de tantos y tantos años de comer los de la “Mamma” y de dar opiniones a diestro y siniestro. Como es lógico, teniendo en cuenta los tiempos que corren, no los he limpiado.
¿Cómo es posible?, dirán ustedes con mucha razón. ¡Inaudito! ¡No limpiar los caracoles! De verdad, creo que es la única manera de que el plato sobreviva. Aún recuerdo aquella mañana de domingo en La Virgen del Mar, sobre el puente, con los animales en bolsa de rafia, sujetos a una cuerda. Neptuno, encelado por la competencia que ese marisco de tierra le hacía a sus frutos de mar, nos envió una ola de buena manga que, no sólo nos caló hasta el hueso sino que, además, nos arrebató el saco. ¡Qué año más triste fue aquel! ¡Santos palos recibí!
No, amigos, no conviene correr riesgos. Lejos quedaron los tiempos de lavarlos en agua de mar, limpiarlos uno a uno, cocerlos y cambiar las aguas hasta siete veces. Ahora yo prefiero comprarlos ya hechos en grandes frascas. Y, llegados a este punto no tengo más remedio que quitarme la boina ante empresarios cántabros como las buenas gentes de Treceño, Conservas Monte Corona, que todos los años nos ofrecen un producto de la máxima calidad. Desde aquí un homenaje de estómago agradecido por su buen hacer. Yo les compro el producto y me va muy bien, porque, solucionado el problema del lavado, son los caracoles un plato muy fácil de elaborar, como podrá comprobarse a continuación.
La clave está en los ingredientes y, en concreto, en el jamón y el chorizo. Creo que tuve éxito en la confección del plato porque estuve toda una semana recorriendo Cantabria para lograr la mejor materia prima. También se requiere pimiento choricero, nueces, huevos cocidos y cebolla. Es preciso que las cantidades de todos los componentes sean similares. Corté el jamón serrano y el chorizo en trocitos chicos, diminutos; lo propio hice con las nueces y el huevo cocido; puse a reblandecer los choriceros en agua hirviendo y les saqué la carne. Con todo preparado, sofreí la cebolla y, ya doradita, fui echando primero el jamón y los demás ingredientes, uno a uno, mezcla que mezcla sabores. También añadí un poco de tomate triturado y dos guindillas cayenas. Eché la salsa en la olla llena de caracoles limpios y los cubrí al ras. Añadí luego algo de pan rallado para lograr un caldo más espeso. Al primer hervor bajé el fuego y lo dejé cocer hasta que la salsa estuvo más bien resumida. ¡Se chuparon los dedos, oiga!
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