La Ruta del Vino es un establecimiento vetusto, pese a no pasar sus años de doce, en la calle de La Arrabal, corazón del casco viejo santanderino. Aconsejo al viajero que se sitúe al comienzo de esta, de espaldas a la de San José e imagine cómo podría ser la ciudad de no haberla arrasado el pavoroso incendio de 1941: un nudo de calles articuladas, estrechas, nutridas de establecimientos recoletos y entrañables, con sabor a añeja rusticidad.
Desde ese ángulo, a mano derecha, hacia mitad de la calle, verá un rótulo que captará su atención. En él aparece la imagen de un señor de rostro rubicundo, el típico bon vivant, que mete la nariz en una copa de vino en actitud de catar. A esta altura de su inspección, el caminante no tendrá escapatoria, se verá succionado por el atractivo del reclamo y recalará frente al escaparate del establecimiento que anuncia. Se trata de una tienda recia, de buena presencia y un esmerado toque escénico, con carteles anunciantes de ofertas, de cursos de cata y de atractivos productos. El pensamiento del potencial cliente será el que desearían lograr todos los escaparatistas: «Aquí voy a encontrar lo que busco».
Doy fe de que tal impresión se corresponde con la realidad, pues en la tienda que regenta Philippe Cesco, he encontrado vinos que, con más voluntad que éxito, había buscado por los estantes repletos, pero fríos y engañosos de las grandes superficies. En La Ruta del Vino, por el contrario no sólo se hallan productos de todo el mundo, sino que, además, por el mismo precio se adquieren conocimientos difíciles de hallar en otros lugares. Basta hacer una pregunta sobre qué caldo le iría bien a tal plato, para que el cliente reciba información adecuada a sus capacidades de comprensión. Es un excelente truco para fidelizar a la clientela: leerle el pensamiento, captar lo que desea e informarle sobre las opciones más adecuadas; esta habilidad sólo está al alcance de los vendedores tradicionales, de los tenderos.
Philippe Cesco promociona sus productos con un celo profesional propio de quien ama lo que tiene entre manos. Es, además, notable experto en las artes de la cata y en la ciencia del buen vivir, para la que no hay universidad que forme con provecho, si no es aquella en que sólo se pasa curso si se es curioso.
Philippe es un hombre curioso. Esta es la característica que mejor lo define, más que su origen, las causas por las que llegó a esta tierra cantábrica u otros datos personales sobre los que no quiere hablar. Lo esencial, en el caso del regente de La Ruta del Vino es su perfil de preguntón. Todo lo quiere saber sobre su profesión y tiene la extraña virtud, como don Quijote, de convencer con su palabra y de vender sus molinos de viento, de los que tan necesitados estamos en los tiempos que corren.
Los más eficaces banderines de enganche para fidelizar a la clientela que utiliza este importante industrial del vino, son los cursos de cata. Cree que quienes se acercan a través de la curiosidad terminan siendo sus mejores clientes. Realiza cursos de una sola sesión, a los que llama de iniciación. En ellos el cliente aprende los principios básicos del aroma y el color a través del examen de vinos jóvenes y de crianza; quien pasa por uno de estos sencillos encuentros, dice Philippe, no vuelve a mirar el vino como bebida sin más, sino que se percata de su carácter sagrado, ritual. El siguiente paso son los cursos de dos jornadas, en los que suele producirse lo que él llama el despertar, una epifanía, un descubrimiento de los sentidos. Llegados al tercer escalón, también de dos sesiones, se trabajan las elaboraciones especiales, los vinos dulces, los generosos, los que llevan alcohol añadido, los espumosos. Al final de la experiencia los clientes adquieren la habilidad básica para no perderse, para poder pedir, en presencia del sumiller, vinos de tal o cual característica, aunque no conozcan en profundidad las técnicas de cata y la sabiduría profunda de la cultura del vino. En definitiva, sus alumnos no quedan capacitados para mostrar preparación fatua, sino que adquieren las habilidades básicas para no hacer el ridículo y para confesar sin empacho la grandeza de su ignorancia. Tras estos cursillos, les resta seguir investigando en los vericuetos de la excelente bodega de Philippe y, tras mucho probar y mucho hacer madre, escalarán montañas aún mayores. Podríamos decir que la tienda-cátedra de Philippe Cesco en la Ruta del Vino, en la calle de La Arrabal de Santander, es un centro de enseñanza primaria vinícola con matrícula permanente.
No sólo se pueden hallar allí caldos de todo el mundo (Todas las regiones españolas y francesas, Portugal, Italia, Argentina, Chile, Hungría) sino que el cliente pierde el miedo al mayor susto que le propinan, tan a menudo, los malos vendedores: su temible precio. En la Ruta del Vino, por el contrario, nadie marcha sin comprar porque hay vinos de calidad para todos los bolsillos.
Además alguno de sus caldos tiene notables historias detrás. «El más famoso de los productos que tengo en la tienda es este», dice Philippe y me enseña una botella de champán. «¿De dónde le viene su fama?», pregunto. «Fue la primera botella que descorchó el hombre en la luna». «La verdad, me confundes, amigo». «¿Conoces a Tintín?», inquiere con cara de gran socarrón y, como contesto que sí, sigue con su cuento: «¿y su famoso comic “Aterrizaje en la luna”?, ¿sí?, pues en una viñeta aparece esta botella, esta mismita». La examino, escéptico. «Si miras con lupa el dibujo, cuando descorchan tras el alunizaje, verás que se trata de Brochet-Hervieux, del pueblecito de Ecueil». «¿Y eso, por qué?». «Porque para Hergé, el dibujante y creador, era su champán favorito». «¡Caramba!» «Ya ves, alunizaje virtual en 1953, con champán que se vende en esta Casa».
Madre, qué sed de néctar le entra a una...
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