Si llegas al alto de Quijas, bajas luego a Golbardo y sigues carretera adelante hallarás, querido lector, a mano derecha y tras poco más de un kilómetro, la desviación hacia LLoredo de Rudagüera.
Métete por esa carreteruca y pronto verás el pequeño caserío en cuesta del pueblo. No podrás evitar aspirar un intenso aroma a “prau” y a humedad, a brumas y sueños; es el olor de la madre naturaleza desperezándose, porque espero que hayas madrugado para ver el espectáculo ancestral de la matanza del chon. Un gallo en la lejanía, varios perros que te salen al paso y ladran a tu presencia intrusa, otros que les contestan, el llanto de un niño y quizás, si tienes suerte, el toque de la campana, compondrán el paisaje auditivo de la vieja Cantabria entre cuyos refajos acabas de penetrar.
Has dejado el coche cerca de la iglesia y marchas a pie hasta la casa de Julio y Cionín, que te han invitado a la ceremonia, como todos los años. Te has expresado mal, no se trata de una casa, sino de la cuadra, en la que vive una docena de vacas de carne, atudancadas, y están también las cochiqueras, aunque muy bien adaptado todo para las labores de matanza, trabajo y disfrute de los invitados en un cómodo altillo cuyas paredes han sido testigos de grandes fiestas.
Ya está la finca llena de vehículos, de los vecinos que vienen a echar una mano. Es época muy ajetreada en aquellos pazos porque son muchas las viviendas en las que hay matanza y hoy por ti, mañana por mí, todos arriman el hombro aquí y allá. Tú harás lo que puedas, que no será mucho. Todos saben que eres un invitado algo inútil, persona más de alfeñique, ciudadano de asfalto; pero no te preocupes porque en esa república se recibe de cada uno lo que puede aportar al trabajo común, por poco que sea y, si eres un pato mareado con las manos, tampoco te van a decir nada, aunque las tengas en el bolsillo o hagas como que haces; algún arte tendrás: contar historias, cantar, tocar el pitu o escanciar sidra.
Allí está, en primera plana Cionín, con su eterna sonrisa; una mujer recia, de la tierra, protectora y sensible; madre nutricia, hija natural de la Cantabria eterna. Y, a su lado, Julio Bústara, su esposo, el mejor matarife de la región, dispuesto a hacer un trabajo fino. Es un hombre al que conoces hace años, pero que jamás has visto sin su apacible sonrisa, socarrona muchas veces, tras el bigote rubio al estilo galo; es todo un líder amable que tiene presta la palabra agradable para cada uno de los presentes.
Pero, ¡fíjate!, si está también su cuñado José Luis, al que llaman Pispión, su contrapunto, un hombre recio y serio como la tierra, el mejor a la hora de manejar el gancho que sacará al animal; y también Milio, hábil como pocos en esas tareas y José, al que llamas el asturiano porque se marca unas tonadas de La Pola que da gusto escuchar. ¡Caramba! ¡Mira!, acaba de llegar Julio hijo. Es todo músculo, un Hércules cántabro que tirará más que todos los otros juntos, y Estela su hermana, limpiándose las manos en el delantal, madre reciente de un bebé que es la viva imagen del güelu. Te sientes como en tu casa.
Ya estáis a punto de empezar. Emilio trae al animal, algo aturdido según imponen las leyes. Julio hijo lo empuja y vence su instinto de conservación, el padre lo arrea y todos mantienen silencio. Lo colocaréis sobre la piedra y sujetaréis.
Te estremeces y notarás el respeto de todos hacia aquel noble bruto que sabe va a morir, y tú también lo sabes y hasta puede que pienses en cierta trascendencia. Repasarás en tu memoria las lecciones de historia. Sabes que la tradición se remonta a los tiempos de moros, cuando era preciso que se conociese que quienes practicaban la matanza eran cristianos viejos, poco remilgosos con sacrificar y comer el animal impuro. Se veía con malos ojos a quienes no sacrificasen un cerdo en su casa. ¿Serían judíos o moros?, pensarían los vecinos maledicentes. Era mejor hacer que el animal chillase para los oídos de quienes tuvieran dudas al respecto. Pensarás en cómo han cambiado los tiempos y por qué extraños caminos llegan hasta el presente las tradiciones arcaicas.
Pero, ¡deja todas esas historias viejas! Observa cómo trabaja Julio. Mira con cuánta exactitud practica la incisión en el lugar justo, sin perder movimientos, con limpieza de cirujano experto. Y contempla a Cionín, con cuánta energía remueve la sangre que mana abundante, en el viejo caldero, sin escatimar vuelta para que no coagule. ¡Magnificas morcillas os esperan!
Por fin, todo ha terminado. Respiráis aliviados. Se ha consumado el rito ancestral. Corre el vino en dos botas y, uno tras otro levantáis los ojos al cielo ya desperezado del todo.
Sale la primera fuente de jijas que devoráis como merecido premio a vuestro trabajo en equipo y comienza el limpiado y raspado del animal. Se quema el pelo y queda la pieza con su piel tersa y sonrosada. Hay que raspar mucho y sin pausa, aprovechando aún el calor corporal. Pero los hombres están alegres y felices, y el vino ha hecho su trabajito, y las lenguas se desatan, y arrecian las pullas de unos con otros, los chistes y las risas.
Más tarde llegará la labor del desollado, en la que Julio Bústara es todo un experto. Y las mujeres juñi que juñi, laborando como hormiguitas y sin perder el sentido del humor, aunque son ellas quienes llevan el trabajo más duro.
Por último, tras repetir la operación con el segundo chon llegará la comida suculenta, una buena fabada de la tierra y las risas, los bailes, el orujo, los cánticos. Es el sonido de la Madre Cantabria cuando es feliz. ¡Que los viejos dioses la hagan durar!
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