La iluminación sobre mi condición de gordo me llegó un día, a las dos y media de la tarde, cuando estaba en la cola de una panadería.
No era la mía una gordura excesiva, aunque pasaba de los cien kilos, pues soy más bien alto. Quizá influyera mucho en ello la constitución física de mi familia, caracterizada por cierta tendencia a la obesidad; el tío Ambrosio, por ejemplo, decía que estaba gordo porque respiraba mal. Mi abuela Felisa era un caso aparte; recuerdo que la buena mujer, un barril de sebo la pobre, el día de mi boda le dijo a la novia que ya se podía andar con cuidado si hacía adelgazar a su maridito, que gordo le entregaban el cerduco y gordo había de conservarlo siempre. Dicen que un cascatarabuelo mío murió cuando competía con otro gimnasta en zampar filetes de solomillo, atragantado con un trozo de carne del tamaño de un puño, ¡triste su suerte! Era una desgracia, qué le íbamos a hacer, otros tienden a la alopecia y a padecer del hígado; ya lo decía la canción: «gordo era mi padre, gordo era mi güelo, gordito soy yo, mis hijos y nietos». Pero aquel mediodía lluvioso iba verlo todo claro.
Habría delante de mí siete u ocho clientes, olía a esa humedad fresca de las calles de Santander cuando la lluvia se ha aposentado con ganas y al dulce aroma de harina tostada, tan familiar, tan lleno de remembranzas culinarias, de tahona, de hogar. Tenía bastante hambre y tomé un paquete de patatas fritas de un expositor, como solía hacer todos los días. Por pudor no lo abrí allí mismo. En lugar de ello, me dediqué a hacer cálculos aritméticos a la vista del carro de bateas con barritas de pan del que se servían los dependientes. Tenía seis pisos y capacidad de unos diez panes por piso, es decir, sesenta panes por carrito. Como yo metía entre pecho y espalda dos señoras barras al día, concluí que me comía al mes aquel carro entero. ¡Qué barbaridad!, pensé, y miré hacia abajo y no me vi los pies. La corbata mostraba aún manchas difíciles de quitar de salsas impertinentes que solían quedarse en el prominente mostrador. ¡Aquella era la causa de mi gordura! ¡Claro! No estaba gordo por casualidad, ni por constitución, como decía la pobre abuela Felisa. Esa era la causa: un carro de pan al mes, más el vino concomitante, más las salsas inherentes, más las sopas en la leche bien apretujaditas y empapadas, más los quesitos picones que tanto me gustaban. Allí estaba la causa eficiente de mi triste insania: el pan. Devolví el paquete de patatas suplementario, marché a casa y repudié tal manjar y a todos sus complementos, añadidos y embelecos.
En el plazo de un mes bajé siete kilos, en el de tres meses diecisiete. Quedé hecho un pimpollo; el barrigón mostrador se resumió sin rastro. ¿Qué has hecho para adelgazar?, me preguntaban todos. Dejar de comer pan, contestaba yo; ellos se sorprendían. Pero, al poco, me despisté y volvieron las gorduras. Había forzado demasiado la naturaleza del tragaldabas. Aquel esfuerzo no me iba a servir de nada; prescindir del pan era a mi gula como la castración a la lujuria; esta y aquella siempre se reproducen.
Cambié, pues, de estrategia. No dejaría de comerlo, sino que reduciría la ración. Me serviría muy poco, una birria de trocín, mas de ninguna manera debía dejar el vicio por completo. Muy al contrario, me comprometí con mi ángel bueno a comer un tanto todos los días, en cada comida. ¿Cuánto?, se preguntará el lector al que estoy a punto de convencer con este método; sólo dos dedos de la barra, amigo.
Utilicé con el pan la misma estratagema de despiste que con el vino: Una miajita cada vez que me entraba el sincio, de forma que al final de la comida tenía el pequeño trozo casi íntegro. Luego me regodearía con el zoquetuco sobrante y el vino. Fue un éxito a largo plazo, pues cambié mis hábitos alimenticios y adelgacé mucho, aunque muy despacio.
Pese a tales estratagemas, no debo engañarles, me levantaba de la mesa con más hambre que el burro del gitano, pero sabía que tras diez minutos me alcanzaría la sensación de saciedad. Además, faltaba el cafelito, con el que me llegaba una crujiente galleta; nunca la perdonaba por la misma razón que he explicado acerca del pan. Creo que la mayor parte de los regímenes costosos, en términos de esfuerzo, fracasan porque no explican cómo controlar la perniciosa ansiedad.
El sufrimiento es inevitable compañero durante el primer mes; cuesta arriba se hace todo comienzo. Es aconsejable, pues, levantarse pronto de la mesa para huir de la ocasión de pecar. Podéis recoger el mantel, fregar, preparar el café, como amos de vuestra casa y diligentes esposos. Con el tiempo, la capacidad de almacenamiento se reduce, pues el estómago es músculo disciplinado, y el gordo se puede permitir el lujo de planificar su próxima comida. «Voy a cenar una ensalada, una pieza de fruta y un vaso de leche… y dos dedos de pan, eso que no falte.
Y, para terminar, dos consejos que, de seguro no caerán en saco roto. El primero comer despacio, mascar mucho, sin hacer caso a los que nos rodean, los más peligrosos, que dirán que somos exagerados. Se trata de sacarle el sabor a los alimentos, notar las texturas, poner nombre a las sensaciones, comparar, calibrar, convertir la pulsión ansiosa en placer intenso por la cata. De gordo tragantón te convertirás en gourmet. Y algo más: cuídate de ese amigo que, cuando te encuentra por la calle y nota tu glorioso progreso, lleva su mano a la boca, pone cara de pasmado y dice: ¡Pero, qué delgado, Fulgencio, hijo! ¿Estás bien? ¿No te pasará algo? ¿Verdad? ¡Mira, chico, no adelgaces ya más! Oídos sordos; son malos amigos o envidiosos.
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