Muchos leerán el encabezado de esta columna y pensarán que los articulistas del medio se han vuelto locos. ¿Puede afirmarse algo más contradictorio? ¿Puede sentir el comilón de provecho, el gordo irredento, el tripiador profesional algún placer en adelgazar?
La respuesta es categórica: Sí; en adelgazar también se puede hallar placer. Pero antes de ser apedreado por una blasfemia contra el orden establecido por ecodietistas, ruego al lector que sea perseverante porque, al final de estos artículos tendrá una idea cabal de lo que podría ser un esbozo de “método psicológico de adelgazamiento”. Y, como en cualquier programa de autoayuda que se precie, diré que antes de seguirlo yo pesaba ciento diez kilos y que ahora rondo los ochenta y cinco; quienes me conocen saben que no miento.
Hay que partir de una serie de principios, que vienen a ser como un decálogo del gordo: 1) Soy obeso y no me siento culpable. 2) Las grasas no me han caído del cielo, sino que son fruto de lo que entró por mi boca. 3) Para adelgazar no debo privarme de nada. ¡Faltaría más! 4) No me conviene establecer plazo alguno, ni objetivos. 5) Debo desconfiar de todo programa que suponga sufrimiento agudo. 6) El adelgazamiento se produce aquí y ahora. 7) El placer de llenar la andorga es deplorable y aburrido. 8) Ha de ser sustituido por otro más sensual. 9) Los comilones seremos tragaldabas hasta el final, luego no debemos bajar nunca la guardia. 10) Sabe que existen técnicas sencillas con las que puedes controlar tus ganas morbosas de comer, sin necesidad de contar con druidas del adelgazamiento, sacamantecas que te llevarán el patrimonio y, si te despistas, la salud.
Eso sí, antes de seguir, decirles que esta técnica no es aplicable al ciento por ciento en las mujeres. Somos diferentes. Mi experiencia se centra en mí mismo: comilón, cervecero, sidrero, de esos que sienten placer en saciarse, de los que se quejan de lo malas que son sus digestiones tras haber zampado dos platos de cocido, un chuletón con patatas y pimientos, arroz con leche, café y copas variadas, sin contar los blanquitos previos con sus respectivas tapas. Las señoras son más sensatas y sus organismos en lo tocante a la dietética mucho más complejos pero, mutatis mutandis, también pueden sacar provecho de estas líneas.
Enunciado el tema, podría desarrollarlo con la más estricta técnica retórica, paso a paso, punto por punto, pero ustedes se aburrirían y yo no sacaría mayor beneficio; voy pues a pasar a lo práctico.
Sé, amigo lector, que te gusta beber durante las comidas y que suele caer, casi, una botellita de vino en cada una. ¿Y qué? , dirá el diablo rojillo que llevas encima del hombro. ¿Qué menos va a tomar un hombre? ¿A quién le va a hacer daño? ¿No es el vino algo saludable, natural, de la tierra? Sabes, sin embargo, que en las cantidades que bebes y en cuanto abusas del pan está la razón por la que, en gran parte, te has puesto como un barril. Sabes, también, aunque te hagas el bobo, que un vaso es algo saludable, pero que casi una botella de vino es mucho beber. Lo primero que te aconsejo es que si tienes sed, nunca la sacies con vino; para eso creó Dios el agua. Luego sírvete una copa, incluso cumplida, pero has de comprometerte contigo mismo a no tomar más durante toda la comida.
Piensas que te va a costar porque es muy placentero un traguito transiberiano tras la primera cucharada, y luego tras untar una pizca de pan en la salsa y uno más largo aún al finalizar el primer plato y mientras se espera que llegue el segundo. Esto, sin duda es placentero, pero yo te propongo que disfrutes con tragos chicos, pequeños, insignificantes, que hagas recorrer una pizca de vino por toda la boca, que no haya papila gustativa que no pondere el sabor de esa miaja, que recorra la boca haciendo saltar la saliva ansiosa, échale morbo al asunto, no dejes pasar trago, sino bebe poco a poco, un mero mojar los labios, que te dure.
Al final de la comida, tendrás el vaso casi lleno aún, entonces satisfarás tu deseo sin complejos, tomando la copa amorosamente por el talle, moviendo el líquido para ver sus tonos irisados, bebiendo poco a poco como el niño que hace durar el caramelo. Por fin, cuando llega el último sorbo, le habrás sacado a esa copa más rentabilidad que si te hubieses ventilado una botella. Es decir, habrás cambiado el placer de alcanzar la saciedad por el de saborear el vino y de sacarle todo el partido a sus componentes; habrás notado sus taninos, diferenciado su acidez, captado plenamente sus aromas y, de paso, que no es lo fundamental, habrás adelgazado.
Porque esta es la filosofía de mi programa: cada vez que realizo una actuación saludable, no debo pensar que con esta actitud adelgazaré en un futuro más o menos próximo, sino que ya he adelgazado, que he cumplido un objetivo notable. Además, te vas a levantar de la mesa ágil y vas a poder conducir sin necesidad de rogarle a la esposa que lo haga por ti y no te arriesgarás a recibir el rapapolvo acostumbrado. Este es el objetivo: cambiar cantidad por calidad.
Hablaremos, en sucesivas entregas, de cómo controlar la excesiva ingesta de pan sin sufrir, de la mejor forma de planificar las comidas, de las dificultades que surgen en los primeros momentos, del tiempo que lleva este método, de cómo, en realidad, no se buscan resultados sino cambiar por completo la filosofía de la nutrición, de la constancia imprescindible, único mandamiento de esta nueva fe de la búsqueda impertinente del placer. Con este método de adelgazamiento basado en la voluntad edonista de nuestra especie, no perderás nada y quizás rompas los moldes en que pretenden encorsetarte los pesados gurús de la dietética.
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