jueves, 5 de enero de 2012

Esta crisis es una guerra mercantil encubierta.


            Lo sospechaba, pero no tuve la certeza hasta el día cuatro de enero. Había ido a una gran superficie para comprar un accesorio informático; se llamaba Media Markt. Encontré en ella lo que buscaba rebajado en un 25%, y no era un engaño, no; la misma marca, la misma calidad que había rebuscado por todas las tiendas de Santander. Un día antes me asomó por Lidl para cargar el carrito con productos de navidad; también me ahorré mucho dinero. Las tiendas del centro de la ciudad estaban desiertas, por las calles no se veía gentes con grandes bolsas, pero en la cola de la cadena alemana Media Markt tuve que esperar hora y media. Aquella sustancial rebaja merecía la pena.


            Me dio tiempo para reflexionar. Los alemanes ofrecen los mejores precios, no pierden y hacen el agosto cuando los demás se hunden. ¿No se perseguirá lo mismo, pero a gran escala con la crisis? ¿No será ese enriquecimiento de los del Norte lo que se pretende, al fin y al cabo? No, no puede ser, qué pensamiento tan bobo. Tenía en la cola, delante de mí a una  pareja de jubilados que estaban muy inquietos, un poco más allá varios nenes que no dejaban de enredar; en total unas treinta personas hasta llegar a la caja. Se me había acabado la batería de los loritos y no tenía otro entretenimiento que mis pensamientos. Ciertamente, era una memez lo que pensaba, ¿cómo iban a permitirlo nuestros gobernantes? Por otra parte, acababa de escuchar al ministro de economía y competitividad, creo que se llama ahora, referirse a los ajustes tan duros que nos aguardan sin esperanzas claras de recuperación, que bien sabe Dios que estoy con el partido popular, porque no se puede hacer otra cosa, que esperemos tengan razón y que lo solucionen todo y que este esfuerzo merezca la pena… pero desconfío tanto.
Me acordé de mi niñez en la Plaza de la Esperanza. Era un día también de vacaciones navideñas y yo haraganeaba por aquel maravilloso mercado. Lo que más me gustaba era ver cómo los carros descargaban la mercancía. Una furgoneta subía llena de mandarinas (qué placer en aquellas navidades de poco vicio consumista); llevaba un remolque complementario que se soltó del vehículo. Se armó gran revuelo. Varios hombres desenvueltos se abalanzaron sobre el carro y lo agarraron en una lucha feroz, antes de que se precipitase cuesta abajo. Recuerdo que uno de ellos, el que más empujaba y sudaba era el pobre Gene, ya difunto. Se estabilizó la lucha entre el peso muerto y los brazos que acudían en auxilio del pobre conductor que no sabía qué hacer para volver a enganchar el carro. Decía que no podía bajar el vehículo porque tenía el freno de mano estropeado y podría producirse una desgracia. Todos empujaron, hasta los chavales apoyamos nuestras manos en las espaldas de aquellos hombres esforzados, pero la mole no remontaba. Por fortuna, llegó un guardia de tráfico, de esos que entonces llevaban orinal en la cabeza y tenían en los cruces, en montañitas, los aguinaldos que en especie les dejaban los viandantes, qué tiempos aquellos. «¡Atención!», dijo al hacerse cargo de la maniobra, como era muy lógico pues se trataba de una autoridad indiscutible, el casco de perico blanco así lo acreditaba. «Vamos a dejarlo caer un poquito para coger impulso. ¿Vale? ¡Atentos! Cuando yo cuente hasta tres soltamos y volvemos a empujar. ¿De acuerdo?» Nadie decía nada. El guardia, pito en boca, estaba a punto de empezar el breve cómputo. Todos en silencio. «¡Señor guardia!», dijo un amigo mío pecoso que entonces era un diablillo y es hoy un importante cargo del Banco de Santander, «¡Pero si estamos cuesta abajo! ¡Se nos escurre, seguro!» «¡Calla, chavá!», le dijo Gene al tiempo que le propinaba un coscorrón, «que la autoridá es la autoridá». Fue magnífico el espectáculo. En cuanto soltamos el remolque, por un fenómeno llamado fuerza de gravedad, ley natural tan vieja como la tierra misma, el carrito se nos escapó, como predijo mi amigo, que tampoco era muy listo, la verdad. Lo vi marchar como a cámara lenta cuesta abajo. Varios hombres cayeron, una vieja fue atropellada y el remolque se estrelló contra el edificio del Sepi.
Los dos vejetes que tengo delante parecen molestarse por la sonrisa que me arrancan estos recuerdos; qué poco aguante tiene la gente mayor. Qué poco aguante tenían todos aquellos santanderinos del pasado, que no pudieron con un carro que pesaba una toneladita de nada al que soltaron en plena cuesta, para tomar velocidad y subirlo hasta el enganche del vehículo del que se había desprendido. ¿No está sucediendo ahora algo parecido? Y si ello es así, la situación no tendrá remedio, nos la pegamos seguro. Entonces quedó la calle llena de mandarinas, ocasión que no perdimos los raquerillos para guardarnos alguna en los bolsillos. Ahora que estamos soltando el carro de la economía esta descenderá en caída libre. No habrá quien la pare y quedará toda la calle plagada de empresas rotas, de pymes hundidas, de ilusiones pisoteadas. Nuestro tejido industrial no se podrá recuperar.
Dice ese ministro, que quiera Dios darle la razón a él y quitármela a mí, que la recuperación sólo puede provenir de la competitividad. ¿Qué competitividad? Creo que el término significa algo así como sacar el producto más barato y de mejor calidad al mercado. ¿A qué precio habrá que vender en barato para que lo que se ofrezca pueda ser comprado por quienes cada vez tienen menos, por los que descienden ya a buena marcha? ¿Me están diciendo que si tengo una tiendita de informática debo prepararme para competir con Media Markt? No, claro, se referirán a aquellos sectores tan nuestros como la hostelería, el turismo, la agricultura. Risa da escuchar cosas así. A la vista está de dónde proceden la mayor parte de los productos alimenticios de una gran superficie, de quiénes son, cada vez más, las agencias de viaje y, según qué zonas, hasta los complejos hosteleros e inmobiliarios.
Ya hemos llegado hasta cerca de la caja y uno de los chiquitos, de cinco años, se ha ido de morros contra el suelo; sobresalto general, pero parece que no ha sucedido nada. Empieza a hacer calor, mucho calor. Los viejos se incomodan más y refunfuñan ya sin tapujos. Me he tenido que poner serio para que no se piquen. Lo tengo cada vez más claro, de esta no nos saca nadie y los que nos dirigen lo saben, o son tan tontos como el guardia que dijo que se soltara el carrito. No sé cómo lo han hecho, pero esto es una guerra mercantil del norte contra el sur, necesitan mercado y se las han apañado para meternos en un berenjenal que terminará con la destrucción de nuestro tejido productivo,  y con nuestras ilusiones. Por fin llego a la caja. Hora y media, pero ha merecido la pena: un 25% de descuento, que se dice pronto.
La próxima semana hablaremos de lo que pensé en el coche, ya de vuelta a casa. La historia se repetía: tras el desarrollo acelerado de principios de siglo, la primera guerra mundial; tras la gran crisis, la segunda. ¿Y ahora? Nueva destrucción del tejido productivo… Pero, en el asiento del conductor tenía mi artilugio informático con una rebaja del 25%. Hacía frío. Puse la calefacción…¡Ande yo caliente...!

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