Sabemos
que para plasmar los procesos internos, las lucubraciones del narrador o del
personaje, disponemos de los siguientes instrumentos: uno básico, que es el
ESTILO LIBRE INDIRECTO, cuando el narrador da pie al personaje para que plasme
su pensamiento en su propio parlamento;
ejemplo:
“El hombre escribía a la caída de la tarde, la luz tenue, el sol que
escapaba, el olor a medicina en aquel cuartucho inmundo; ¿de qué escribiría?
¿quién lo iba a leer?, y si alguien se dignaba tomarlo y leerlo, ¿entendería la
profundidad del mensaje?” Esas preguntas, ¿de quién son?, ¿del narrador?, ¿del
personaje que escribe y tiene sus dudas? Está claro que del segundo, al que el
primero ha dado, como si dijéramos, la alternativa torera: mira, le ha dicho,
te dejo este pedazo de mi párrafo, donde digo que estás escribiendo a la caída
de la tarde, para que introduzcas tu pensamiento, ¿vale?
Otra
forma de profundizar en el proceso mental de un personaje (ya sabemos que el
narrador, aunque trabaje la tercera persona es también un personaje), es el MONÓLOGO
NARRADO que, al fin y al cabo, es un estilo libre indirecto llevado a sus
últimas consecuencias. Ejemplo: “¿Entenderían la profundidad del mensaje? Era
poco probable, como era también poco probable que ella, su amor, hubiera muerto
de una forma tan tonta; porque no puede ser más ridículo el hecho de dejar esta
vida porque le haya caído a uno un tiesto desde un quinto piso. Y lo peor, era
él quien se lo había arrojado, sin querer, aquella triste tarde de otoño, como
todos los otoños, estación en la que siempre le sucedían los peores hechos de
su vida…” Y así, asociando ideas, podríamos seguir indefinidamente. Se escribe
en tercera persona y el narrador nos cuenta, nos narra el monólogo del
personaje.
Pero,
¿Y si se escribe en primera persona? Para eso tenemos el MONÓLOGO INTERIOR,
pues es el narrador-personaje, quien nos cuenta la historia en primera persona,
el que se marca unos pases de reflexiones: “No sé qué hacer con este relato,
¿cómo lo voy a acabar? Me he trabado en la página cien, como siempre; ¿por qué
no haré caso a Tazón y planificaré mi novela desde el principio? Sí, eso es lo
que debo hacer…”
Pero
hay un nivel más profundo, el FLUJO DE CONCIENCIA, o lo que yo llamo la “tira
del pensamiento”. Vamos a imaginar que podemos meter la mano en el cerebro del
personaje, agarrar su pensamiento profundo por una esquinita y, con mucho
cuidado para no generar un derrame, sacarlo poco a poco del cráneo y
extenderlo, extenderlo, como si fuera una cinta de telégrafo antiguo. Si luego
lo miramos, tal cual está, tal cual nace veremos que está repleto de frases
incompletas, destellos lingüísticos, anacolutos (frases sin terminar),
interjecciones, juramentos, dolores de tripas, temores antiguos, temores
próximos, más expresiones incorrectas, trozos de frases con ausencia del verbo,
verbos sin complementos, sujetos sin verbos, es decir, un desastre. Pues,
amigos, eso es el pensamiento real, contante y sonante, del que sacamos la miga
para hacer este pastel que es la literatura. Si reproducimos un flujo de
conciencia tal y como nos sale, haríamos un engendro ininteligible. Pero sí
podremos trucarlo un poco, pues hacer literatura es crear con palabras
sensaciones no iguales, sino equivalentes a la realidad. Tendremos que escribir
el pensamiento profundo del personaje de forma entrecortada, sin mucha
gramática, pero relativamente inteligible. Ejemplo: “Sí porque él no había
hecho nunca una cosa así antes como pedir que le lleven el desayuno a la cama
con un par de huevos desde los tiempos del hotel City Arms cuando se hacía el
malo y se metía en la cama con voz de enfermo haciendo su santísima para
hacerse el interesante ante la vieja regruñona de Mrs. Riordan que él creía que
la tenía enchochada y no nos dejó ni un céntimo todo para misas para ella
solita y su alma tacaña….” Se reconoce, ¿verdad? Es el Monólogo de Mooly del
Ulises de Joyce.
Estos
son los instrumentos para narrar los “procesos mentales”. En otra ocasión
hablaremos de las leyes que los rigen.
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