Querido sobrino, me dijo tu padre que te hiciera llegar algún
manual sobre oratoria aplicada, pues tu actividad profesional te lleva por
ciertos derroteros extra científicos en los que has menester de unas nociones
del arte de Cicerón y Demóstenes.
Lamentablemente
no hay nada bueno que te pueda servir, ni mediano, ni malo, salvo que te remita
a manuales intrascendentes de autoayuda, que no creo sea lo que te interesa.
La
retórica, entendida como el arte de dirigir las mentes deleitando y enseñando,
ha pasado a mejor vida. Por eso me permito darte unos consejos prácticos
sacados de mi experiencia que, si los adaptas a tu situación concreta, podrán
servirte de algo; al menos eso espero.
Ocioso es decir que los temas a exponer han de ir bien
preparados desde el punto de vista técnico; sé bien que eres un hombre
minucioso en este sentido, pero cuando digo “bien preparados”, me refiero, además,
a que los momentos de espontaneidad, los comentarios distendidos, los jocosos
atrevimientos, las improvisaciones ingeniosas, etc. deben de estar también
estudiadas, programadas y puestas en escena.
Los norteamericanos son especialistas en esto. Frecuente es
escuchar a un senador que, al iniciar el discurso, cuenta una memez que hace
reír a todos, los yankees son así, sacada las más de las veces de su vida
cotidiana. Parecerá espontánea esa intervención, pero está muy preparada. Es lo
que en retórica se llama “captatio benevolentia”, una forma de distender al auditorio, que
estará expectante por ver cómo se inicia el discurso.
En
nuestro caso, gentes sobrias de Castilla, no conviene pasarse con la anécdota,
es decir, no conviene ser muy norteamericano; bastará con una mera alusión a la
lluvia o al sol, a lo breve que ha de ser la intervención para ver si podemos
llegar a tiempo de ver el partido de la tarde, o cosas por el estilo, muy breve
todo y con la sonrisa en los labios, pero sin pasarse. Eso sí, con programación
y estudio previo, de forma que parezca algo espontáneo, aunque no lo sea ni por
asomo.
De la
misma forma hay que proceder con todos los comentarios de distensión que se
deban hacer en cada parte del discurso en los que se considere preciso
introducir una anécdota. Soy de la opinión de que se ha de llevar la cartera repleta
de numerosas “irrupciones programadas de la espontaneidad”, pues el interés del
contenido técnico aproximará al discurso a sólo un 20% del auditorio; el 80%
quedará prendado por el anecdotario.
El segundo consejo que se me ocurre darte es el de que
vocalices bien. Esto puede parecer una tontería, pero es la clave de la
oratoria, de la puesta en escena que los romanos llamaban “actio” y que tan
poco cuidan los, por llamarles de una forma noble, oradores de hoy día.
¿No te
has preguntado por qué a Demóstenes le aconsejaron sus maestros que metiera
piedras en la boca? Porque era tartamudo, nos dicen pero, la verdad, no sé lo
que pensarán los expertos en foniatría, a mí me parece corta tal explicación.
Creo que la finalidad era para que fuera
consciente de su boca.
Por
alguna razón que desconozco, los neurólogos quizá sepan más, existen conexiones
entre la boca y el cerebro, de forma que una palabra bien vocalizada llama a
otra y esta a una tercera. La concentración, en no dejar fonema sin pronunciar,
palabra sin entonar, frase sin afinar, llama a un discurso coherente y
fluido.
Por el
contrario, la aceleración, las ganas de terminar, el temor a estar aburriendo
al auditorio, nos hacen tragarnos letras
primero, palabras después, trafulcarnos en la sintaxis más tarde y, al final,
perder el hilo del discurso.
Puedes
hacer la prueba leyendo en voz alta y procurando vocalizar bien. Verás cómo el
sonido mismo de tu voz, bien pronunciada, lleva los ojos más allá de las líneas
que estás transformando en lectura y cómo te saldrá mucho mejor que sin
concentrarte en los labios, en la lengua, en la palabra, en el golpe fónico de
la “p” en los labios, en el choque contra el paladar de la “t”, en el silbar
ofídico de la “f” o de la “s”. El problema para que el orador, pronunciando
bien las palabras, vocalizando, llegue a emitir un buen discurso es la que
podríamos llamar falsa modestia.
En efecto, se nos ha educado en el desprecio por aquella
gente que se escucha a sí misma, y
creemos que si hablamos despacio, redondeando las palabras, entonando las
frases, pisando fuerte en definitiva, pareceremos petulantes.
Ningún
pensamiento es tan poco práctico como ese en retórica. Al contrario, el rétor ha de escucharse; es más, esa es
una condición básica para hacer un buen discurso. En caso contrario nos temblará la voz,
querremos dar la máxima información en el menor tiempo posible, nos
trafulcaremos y terminaremos trabándonos. Tú, sobrino, escúchate cuanto sea
preciso, goza en la pronunciación exacta de tus palabras, mueve, si quieres,
los labios exageradamente en un principio, que eso te llevará al orden en las
ideas. Además, es lo que espera el auditorio: nada hay más soso que un orador
acelerado.
En tercer lugar, busca las palabras en tu imaginación, no en
los papeles que tengas sobre el atril. Escribe el guión como si fueras a
leerlo, pero luego no lo leas, ¡cuéntalo! Si tienes que practicar antes,
practica, que ningún buen orador sale al público sin entrenamiento, aunque parezca
lo contrario. Rebusca en tu interior, como si tuvieses una pantalla de
ordenador dentro del cerebro en la que fuera apareciendo el texto que tienes
que ir transformando en voz.
Ten en cuenta que las frases en nuestro bello idioma, hijo
del latín, tiene dos partes: una de planteamiento y otra de desenlace. A la
primera la llamamos prótasis, a la segunda apódosis. Por ejemplo, en la frase:
«el siguiente vocablo técnico tiene en medicina dos acepciones», podemos
apreciar dos partes, una que es el antecedente: “el siguiente vocablo técnico”,
y otra el consecuente: “tiene dos acepciones”. Si te fijas, las dos partes son
iguales en extensión, es decir, tienen el mismo número, casi, de sílabas. Pues
bien, el buen orador procura siempre que las dos partes de cada una de sus
frases tengan la misma longitud, que sea igual de larga la prótasis a la
apódosis, con lo que construyen un discurso ondulado y armónico.
Ya sé
que esto es demasiado para los comienzos, pero te aseguro que si adquieres
costumbre en vocalizar bien y concentrar tu atención en la boca primero, y en
ver el discurso previamente escrito en
la pantalla interior después, terminarás, de forma automática,
inconscientemente, partiendo bien las oraciones, evocando todo tu discurso,
midiéndolo con corrección, fabricando frases armónicas y equilibradas. No debes
concentrarte en lograr esto al principio, pues a ello se llega con la
experiencia, aunque tampoco hace falta mucha para lograr los primeros
resultados, te lo aseguro.
En cuarto lugar, conviene tener cuidado con los ojos del
auditorio, pues son un arma de doble filo. Por una parte, si consigues la magia
de captar la atención, tu discurso se enriquecerá con la transferencia de
simpatía que verás en los ojos agrandados de los oyentes, en sus caras de
admiración, en sus bocas entreabiertas, pues ello te animará a seguir, te
crecerás y te multiplicarás.
Lo que
sucede es que ese transfer, esa magia
no se consigue siempre y, sobre todo, porque nunca dejará de haber algún
desgraciado que bostezará, incluso en el mejor de tus discursos. Interpretarás esta inconveniencia como señal
de que estás aburriendo al auditorio, te acelerarás, dejarás de concentrarte en
la forma, querrás acabar pronto y arruinarás el discurso.
Sin
embargo, es un error pensar así, pues probablemente quien bostece lo haga por
algún problema orgánico, anomalías del sueño o causas similares, es decir, que
no todo el que bosteza estará desatento, pero a ti, el que un espectador te
muestre su campanilla te desmoralizará sin duda. ¿Qué hacer, pues?
El
truco para evitar este accidente consiste
en no mirar a los ojos a los espectadores en el principio del discurso. Si eres
miope quítate las gafas y habla al bulto informe que ves; si no, contempla el
fondo de la sala, como flotando tu mirada sobre sus cabezas.
Luego,
cuando descubras a una o dos personas que con su actitud muestran reverencia,
admiración o atención hacia tu parlamento, céntrate en ellas, de forma
alternativa, como si ellas dos, ellas tres, fueran tus únicos interlocutores.
Que
estén a cierta distancia entre sí, de manera que con tus ojos puedas ir de una
a otra, barriendo la sala, para que piensen los más que algo de la cola de tu
mirada les pilla. Esto te permitirá lograr trasnfer
entre ti y el auditorio. Pero a los bostezantes ni los mires.
Esto
sucedía con frecuencia en los informes forenses, pues el juez se fijaba en el
reloj o se movía inquieto en la silla, e incluso bostezaba, aunque esto solían
evitarlo; entonces, el abogado poco avisado aceleraba y concluía antes de
tiempo, interpretando que el juez ya no le escucharía por mucho que dijera, lo
que se alejaba de la realidad pues ellos solían enterarse de todo, aunque no
digo que algún magistrado avispado
tuviera tomada la medida a los letrados novatos.
En conclusión, querido sobrino, estos son mis consejos: lleva
bien preparado el discurso, incluso programadas las espontaneidades; que estas
sean abundantes para lograr un parlamento ameno; vocaliza bien, concentrándote
en la boca; escúchate y gústate, pues si lo consigues te escuchará tu auditorio
y le gustarás; por supuesto, evita la pedantería, que nada tiene que ver con el
consejo anterior; aprende de memoria tu discurso, en esencia esquemática, no al
pie de la letra, y lee las palabras, antes de pronunciarlas en esa pantalla de
ordenador que tienes en tu cerebro; procura que tu discurso sea armonioso, como
una ola y, por último, busca la manera de no mirar a los desgraciados que, sin
mala fe, bostecen, para centrarte en la mirada arrobada de dos o tres personas
del público, separadas en la sala, a las que mirarás alternativamente, como si fueran ellas las destinatarias únicas
de tu discurso.
Así aprendieron Demóstenes y Cicerón, pero te advierto que la
oratoria es una de las aficiones más gratificantes y, por ende, muy adictiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario