Emilio Pascual, personaje de este cuento. El autor del texto es Javier Tazón. |
—¿Cien justos, cien que hayan leído el Quijote?
—Esto es España, ¿cierto? No sé por qué te extrañas.
—Mira, no podemos exagerar. ¡Cien personas en toda España! No sabes lo
que dices Ángel.
—Bueno, pongamos cincuenta.
—No me hagas reír. Dile a tu Jehová que ya puede pensar en dejar caer el
fuego sobre la Alhambra, sobre la huerta murciana, sobre Cabuérniga y las Rías
Baixas.
—La verdad, que Él lo entendería como un fracaso, que también es aficionado
a la belleza. ¿Y si lo dejamos en veinticinco?
—¡Ja!
—Bueno, en diez.
—En cinco, mejor.
—¿Sabes humano que eres un puñetero?
—Me agradaría que me dijeses que soy un sabio.
—Pues ya sabes, a aprender de Emilio Pascual, el viejo de la montaña en
cuestiones cervantinas.
—Cierto, ¡menuda lengua tiene el pollo! ¿Se escuchó en los Cielos el último
programa del Ojo Crítico?
—¿El que se retransmitió desde Quero? Por supuesto, toda la angelada estaba
al quite, pues se sabía que participaría él… pero, vayamos al grano, Sapiens,
que pareces propenso a marear la perdiz.
—¡Venga! ¿Hay trato con cinco?
—Bueno, en fin, acepto que sean cinco los justos, pero que sea la última
vez y con una condición.
—Lo que haga falta, Angel bueno.
—No te va a gustar.
—Yo sé quién soy.
—Sea, pues, cinco; con cinco justos que encuentres, con cinco que hayan
leído el Quijote entre el profesorado de un departamento de lengua en un
instituto de Enseñanza Media de España, el que sea, no caerá la furia divina
sobre las letras castellanas. De lo contrario, preparaos...
—No sé qué decir...
—Di presto lo que quieras, que el tiempo se te acaba. De ti depende el
futuro de la literatura.
—Mira, Ángel, casi mejor, indícame el camino que debo tomar con mi
familia, que ya le diré a mi señora, que ni se le ocurra mirar hacia atrás.
—Me lo temía.
—Así es, Ángel, lo que no puede ser, no puede ser. No puedes pretender que
en este país, los profesores de todo un departamento, que suelen ser cinco como
máximo, hayan leído la obra.
—En fin, con todo mi pesar, por no haber encontrado un centro de enseñanza
en España de adecuado nivel educativo, por la autoridad que me
confiere esta espada ígnea, declaro suprimida, por mandato divino, la
literatura castellana y...
—¡Un momento, Ángel! Da marcha atrás, que se me ocurre una idea...
—Concedo, pero no sé qué más se puede regatear en este negocio.
—¿Hemos hablado hace un rato de Emilio Pascual? ¿Hemos quedado en que la
salvación de la literatura castellana pasa por que yo encuentre un instituto de
enseñanza media con cinco miembros en el departamento de lengua que hayan leído
el Quijote?
—No sé dónde pretendes llegar con tales obviedades...
—Sencillo, don Emilio vale por veinte, ¿cierto?
—O por más, que en las alturas se le tiene en gran consideración.
—Pues que entre en el lote, por valor de tres profesores, de manera que
sólo tenga que hallar yo dos en algún instituto.
—No parece buen negocio, Sapiens; permite que pida instrucciones.
El ángel de la trompeta, que dicen es el mismo que expulsó a nuestros
padres del Edén, consultó por móvil con el Dios de nuestros padres, y de los
padres de nuestros padres y, tras un buen rato, abundante en muecas y
aspavientos que parecían avalar lo duro de la negociación con el de arriba,
colgó y me dijo, iluminado su rostro con brillo interestelar, que habían
aceptado mi propuesta, que me daba un mes de plazo para hallar dos profesores
de lengua y literatura, en un departamento del ramo de cualquier instituto de
España, que hubiesen leído el Quijote de cabo a rabo, que Emilio Pascual serviría
de comodín por los otros tres del lote.
También me comentó el descontento de la divinidad con los comentarios de
muchos docentes en revistas, medios de comunicación y conversaciones privadas, por
poner a caldo a sus alumnos en tales foros, y a la juventud en general, a los que echan el muerto de no leer lo suficiente; orejón llamó el burro al chon…, que se dice por mi tierra pero, en fin, ese es otro
tema. Lo cierto es que desde aquella lumínica aparición, han transcurrido tres
semanas. Me queda una.
El castigo será terrible si no hallo a esos dos justos. Una lengua de fuego
caerá del cielo, entrará por el Pirineo aragonés y arrasará bibliotecas
municipales y privadas, fondos en digital y almacenes editoriales. No será
dolorosa ni explosiva, pues se cebará sólo con la letra impresa. Delante de
vuestros ojos veréis, cuando llegue la sombra ígnea a vuestro lado, cómo los
libros de cabecera que tenéis entre las manos se convierten en ceniza y de
ellos escaparán los grititos agónicos de los malos poetas: los Marías dispersos,
los Revertes cachomachos, las Almudenas nalgadeiras, que si esta última hubiese
entrado en la Academia, lo que no pudo ser de chiripa, el fuego divino habría
caído hace tiempo sobre España, sin tantas contemplaciones.
Tras el cataclismo todo será silencio. Se borrarán, también, de vuestros
recuerdos y discos duros o portátiles, los enganches cerebrales relacionados
con la literatura hispana en cualquiera de sus géneros. Os quedará, sólo, la
palabra roma, monda y lironda, incolora e insípida, para pedir agua o vino,
para declarar el amor o hacer responsos, para leer protocolos notariales o
anunciar las llegadas del tren con voz de robot electrónico, meras agrupaciones
de sílabas, significantes de significados zombis, que eso es la lengua sin
literatura.
¿Patético? Pues necesito ayuda. Es imprescindible que en los próximos
cuatro días, antes de que finalice la Feria del Libro, encontremos un instituto
de educación secundaria, perdido en el ancho océano de las Españas, en cuyo
departamento de lengua y literatura habiten dos profesores que hayan leído el
Quijote de cabo a rabo. Dos, sólo dos, pero desde “En un lugar de la Mancha…”
hasta el “vale” final, no meros resúmenes de programación.
¿Me ayudaréis, hermanos en Cervantes?
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