jueves, 28 de mayo de 2015

EL CABALLERO LIZANOTE, EL AUTOBÚS PERDIDO Y LA SOLIDARIDAD REVOLUCIONARIA (RELATO FANTÁSTICO E INVEROSÍMIL)

       Cuentan que un autobús de políticos marchó a Santiago con la intención de poner unas velas al Apóstol y rogarle por la salvación de España pues, al fin y al cabo, esa es su tarea, la de Santiago digo, velar por esta patria garbancera, que la de los políticos es hacer cuanto pueden por ella, empezando por robar y terminando por rezar. A lo que vamos, que el autobús se lanzó feliz a la carretera... 

        El Presidente iba en la primera pareja de asientos, junto con el ministro de hacienda y, hacia la mitad, la alcaldesa de la capital del reino dirigía un coro de entusiastas vividores que cantaban, desgañitándose, eso de: «¡Por ser un muchacho excelente, por ser un muchacho excelente…etcétera!»  «¡Presidente, todos somos prescindibles, sólo tú eres contingente!», lanzó una voz varonil desde la bancada del fondo, la del mareo. El aludido hizo ademán de volverse y saludó con la mano, en el rostro el pucherito del halagado timidín. En esto estaban cuando, al pasar una zona desértica el autobús pisó una peladura de plátano y volcó. Dejémoslo ahí, despanzurrado, hecho un amasijo, las ruedas aún dando vueltas en sus ejes, los hierros retorcidos, algún lamento quejumbroso al fondo.

       Los servicios de control que lo seguían a distancia lo habían perdido de vista, el dispositivo de vigilancia vía satélite también falló, los vehículos de la Guardia Civil que lo custodiaban discretamente lo perdieron de vista. Era como si se lo hubiese tragado la tierra. Por fin, por unas rodadas de frenazo y por la rotura del pretil de la carretera los expertos concluyeron que se había producido allí un accidente. Llegaron los equipos de salvamento y, en efecto, al fondo de un barranco estaba el autobús hecho astillas, pero dentro no aparecía rastro alguno de los ciento cincuenta políticos. Vinieron perros rastreadores, una flota completa de helicópteros, bomberos de las localidades limítrofes y la plana mayor de las Fuerzas Armadas, pues temían que se hubiese producido un ataque fundamentalista islámico. Tras tres días de aparatosa búsqueda por tierra, mar y aire, con la prensa nacional e internacional en completa efervescencia, pues no era para menos, que no parecía lógico que la inteligencia del partido de gobierno, incluidos los miembros del gabinete, presidentes autonómicos y secretarios generales, desapareciese, sin más, de la faz de la tierra; cuando todo esto pasaba digo, en lo peor de la crisis, un cabo de la Guardia Civil hizo la siguiente, aguda, sugerencia: «¿por qué no preguntamos en aquella cabaña, en la que se ve una luz?» «¡Caramba, qué idea!,» «¿cómo no se nos ocurrió antes?,» «Cabo, es usted un genio, le propondremos para el ascenso,» dijeron sucesivamente el Jefe de Operativos, el Capitán General y el Interventor del Estado. Lo cierto fue que los tres próceres, ellos solitos y sin escolta para que nadie les quitase los méritos del hallazgo, si se producía, siguieron la magistral idea del cabo y marcharon a la cabaña. «Buenas tardes, ¿qué desean?», preguntó el viejo que abrió la puerta; parecía un santón de la montaña, barbas alargadas hasta el pecho, blancas, algodonosas, una mezcla entre las de Valle Inclán y Prudhom, altura media, ojos brillantes, rebeldes, con una chispa de mala leche socarrona en el fondo de la mirada. «¡Identifíquese!», ordenó el Jefe de Operativos. «¿Úsase en estas tierras tratar de tal guisa a los caballeros, majagranzas?», respondió colérico el viejo. Los requirentes se quedaron cortados, quizá porque desconocían el significado de la palabreja que sonaba a híbrido entre tontolaba e hijolagranputa, y no sabían a qué atenerse, si se había producido desacato o atentado a la autoridad o qué. «Sabed,  badulaques», continuó el espectro, «que estáis en presencia del Ingenioso Libertario Lizanote de Acracia, quien con palabras certeras, metáforas, metonimias, retruécanos y alegorías está presto a enfrentaros, bien vengáis todos juntos o de a uno, gente descomunal y soberbia», a lo que los otros, amedrentados tanto por la estrafalaria figura como por las palabras ininteligibles, no supieron qué contestar, de forma que el anciano de la cabaña, viéndoles en tal confusión, y constatando que eran inofensivos, les rogó que entrasen en su casa y que se acomodaran, que les iba a preparar un té. «¿Qué prefieren, infusión de belladona o de solimán, que el Hornimans se me ha acabado?» «Yo mitad y mitad», dijo el Jefe de Operativos. «A mí me es igual, pero con leche», dijo el Capitán General. «Yo prefiero solimán solo, por favor», rogó el Interventor del Estado. La cabaña era chica y en ella estaba mezclado todo: la cocina con el dormitorio, la sala con el servicio y hasta había un caballo chico en un rincón que comía en su pesebre diminuto. «¿Qué os trae por aquí, buenas gentes?», preguntó el caballero Lizanote de espaldas a sus invitados mientras preparaba las infusiones. Los tres hombres, casi a la par, preguntaron si había visto a un grupo de personas de traje azul y corbata de colorines ellos, taconcitos altos y falda de tubo ellas. El caballero contestó que, por supuesto,  había visto a gentes de esa guisa, pero no porque hubieren pasado por allí, sino porque fueron víctimas de un accidente de autobús y que él los auxilió lo mejor que pudo porque, fueran quienes fuesen, tenían derecho a la solidaridad revolucionaria. Los tres invitados, dieron un salto en sus asientos, aquel tipo sabía algo de los próceres y de su paradero. Lizanote había llegado con las tacitas y galletas. Ellos, que llevaban casi veinticuatro horas ininterrumpidas de trabajo, busca que te busca, tranquilos porque ya tenían una pista, se lanzaron sobre las viandas y empaparon bien las campurrianas en sus respectivas infusiones. «¿O sea, que les auxilió revolucionariamente?»,  preguntó el Jefe de Operativos con la boca llena. «¡Explíquese!», ordenó el Capitán General salpicando trocitos de galleta mojados en solimán con leche, ya camino de recuperar su autoridad, quebrantada por la primera impresión. «Hombre, no se enfaden, hice lo que tenía que hacer, claro…» «Pero ¿que hizo con ellos?, desgraciado, ¿Es usted un talibán?», gritó levantándose el Interventor General. «Caramba, no se ponga así, ¿qué iba a hacer?, los enterré». «¿Cómo que los enterró?» «¿Acaso estaban muertos todos?» «¿Y quién es usted para tomar una decisión así». «¿Y el presidente, dónde está su cuerpo?» «Cálmense, caballeros, que les va a sentar mal la merienda, cálmense por favor, que se lo contaré todo. Eso es, cálmense y siéntense de nuevo… así, eso es… Pues verán, oí el trallazo y marché hasta la carretera, estaban todos hechos una equis, cuerpos por aquí y por allá y, claro, me di cuenta de que eran políticos, ¿saben? Verán aquí no llega la televisión ni la prensa, pero hace unos días bajé al pueblo a por provisiones y vi la cara de ese que dicen es el Presidente y que manda mucho, un sesentón con barbita a corradas, gafotas y un hablar achechado, como si tuviera corto el frenillo… ¿ese es el presidente, verdad?... lo que me temía, pues como les digo, que me di cuenta de que eran políticos y los enterré a todos… pero beban, beban, apuren sus infusiones… Ya lo creo que están buenas… Lo que les digo, que los enterré… ¿Cómo, que si alguno de ellos estaba vivo? Sí, claro, alguno decía que estaba vivo y me pedía que no lo enterrase, pero como pueden ustedes comprender, ni me fié de las apariencias ni, por supuesto, los creí… porque, vamos a ver, ¿hoy en día, quién se puede fiar de la palabra de los políticos?... Claro, claro,  los enterré a todos y punto pelota, que la solidaridad revolucionaria es la solidaridad revolucionaria… Pero, señores… ¿qué les sucede?, ¿por qué se retuercen?... ¿cómo que las infusiones… si el solimán está hecho con el mejor zumo de tejo?...» Se hizo el silencio. El caballito del libertario relinchó. «¿Qué opinas, Beltenebros?, ¿serían estos también políticos?... En fin, fiel amigo, ven, ayúdame a empujarlos afuera, que me voy a poner las botas y a coger la azada»

       

No hay comentarios:

Publicar un comentario