Los
servicios de control que lo seguían a distancia lo habían perdido de vista, el
dispositivo de vigilancia vía satélite también falló, los vehículos de la
Guardia Civil que lo custodiaban discretamente lo perdieron de vista. Era como
si se lo hubiese tragado la tierra. Por fin, por unas rodadas de frenazo y por
la rotura del pretil de la carretera los expertos concluyeron que se había
producido allí un accidente. Llegaron los equipos de salvamento y, en efecto,
al fondo de un barranco estaba el autobús hecho astillas, pero dentro no
aparecía rastro alguno de los ciento cincuenta políticos. Vinieron perros
rastreadores, una flota completa de helicópteros, bomberos de las localidades
limítrofes y la plana mayor de las Fuerzas Armadas, pues temían que se hubiese
producido un ataque fundamentalista islámico. Tras tres días de aparatosa
búsqueda por tierra, mar y aire, con la prensa nacional e internacional en
completa efervescencia, pues no era para menos, que no parecía lógico que la
inteligencia del partido de gobierno, incluidos los miembros del gabinete,
presidentes autonómicos y secretarios generales, desapareciese, sin más, de la
faz de la tierra; cuando todo esto pasaba digo, en lo peor de la crisis, un
cabo de la Guardia Civil hizo la siguiente, aguda, sugerencia: «¿por qué no
preguntamos en aquella cabaña, en la que se ve una luz?» «¡Caramba, qué idea!,»
«¿cómo no se nos ocurrió antes?,» «Cabo, es usted un genio, le propondremos
para el ascenso,» dijeron sucesivamente el Jefe de Operativos, el Capitán
General y el Interventor del Estado. Lo cierto fue que los tres próceres, ellos
solitos y sin escolta para que nadie les quitase los méritos del hallazgo, si
se producía, siguieron la magistral idea del cabo y marcharon a la cabaña.
«Buenas tardes, ¿qué desean?», preguntó el viejo que abrió la puerta; parecía
un santón de la montaña, barbas alargadas hasta el pecho, blancas, algodonosas,
una mezcla entre las de Valle Inclán y Prudhom, altura media, ojos brillantes,
rebeldes, con una chispa de mala leche socarrona en el fondo de la mirada.
«¡Identifíquese!», ordenó el Jefe de Operativos. «¿Úsase en estas tierras
tratar de tal guisa a los caballeros, majagranzas?», respondió colérico el
viejo. Los requirentes se quedaron cortados, quizá porque desconocían el
significado de la palabreja que sonaba a híbrido entre tontolaba e
hijolagranputa, y no sabían a qué atenerse, si se había producido desacato o
atentado a la autoridad o qué. «Sabed,
badulaques», continuó el espectro, «que estáis en presencia del
Ingenioso Libertario Lizanote de Acracia, quien con palabras certeras,
metáforas, metonimias, retruécanos y alegorías está presto a enfrentaros, bien
vengáis todos juntos o de a uno, gente descomunal y soberbia», a lo que los otros,
amedrentados tanto por la estrafalaria figura como por las palabras
ininteligibles, no supieron qué contestar, de forma que el anciano de la
cabaña, viéndoles en tal confusión, y constatando que eran inofensivos, les
rogó que entrasen en su casa y que se acomodaran, que les iba a preparar un té.
«¿Qué prefieren, infusión de belladona o de solimán, que el Hornimans se me ha
acabado?» «Yo mitad y mitad», dijo el Jefe de Operativos. «A mí me es igual,
pero con leche», dijo el Capitán General. «Yo prefiero solimán solo, por
favor», rogó el Interventor del Estado. La cabaña era chica y en ella estaba
mezclado todo: la cocina con el dormitorio, la sala con el servicio y hasta
había un caballo chico en un rincón que comía en su pesebre diminuto. «¿Qué os
trae por aquí, buenas gentes?», preguntó el caballero Lizanote de espaldas a
sus invitados mientras preparaba las infusiones. Los tres hombres, casi a la
par, preguntaron si había visto a un grupo de personas de traje azul y corbata
de colorines ellos, taconcitos altos y falda de tubo ellas. El caballero
contestó que, por supuesto, había visto
a gentes de esa guisa, pero no porque hubieren pasado por allí, sino porque
fueron víctimas de un accidente de autobús y que él los auxilió lo mejor que
pudo porque, fueran quienes fuesen, tenían derecho a la solidaridad
revolucionaria. Los tres invitados, dieron un salto en sus asientos, aquel tipo
sabía algo de los próceres y de su paradero. Lizanote había llegado con las
tacitas y galletas. Ellos, que llevaban casi veinticuatro horas ininterrumpidas
de trabajo, busca que te busca, tranquilos porque ya tenían una pista, se
lanzaron sobre las viandas y empaparon bien las campurrianas en sus respectivas
infusiones. «¿O sea, que les auxilió revolucionariamente?», preguntó el Jefe de Operativos con la boca
llena. «¡Explíquese!», ordenó el Capitán General salpicando trocitos de galleta
mojados en solimán con leche, ya camino de recuperar su autoridad, quebrantada
por la primera impresión. «Hombre, no se enfaden, hice lo que tenía que hacer,
claro…» «Pero ¿que hizo con ellos?, desgraciado, ¿Es usted un talibán?», gritó
levantándose el Interventor General. «Caramba, no se ponga así, ¿qué iba a
hacer?, los enterré». «¿Cómo que los enterró?» «¿Acaso estaban muertos todos?» «¿Y
quién es usted para tomar una decisión así». «¿Y el presidente, dónde está su
cuerpo?» «Cálmense, caballeros, que les va a sentar mal la merienda, cálmense
por favor, que se lo contaré todo. Eso es, cálmense y siéntense de nuevo… así,
eso es… Pues verán, oí el trallazo y marché hasta la carretera, estaban todos
hechos una equis, cuerpos por aquí y por allá y, claro, me di cuenta de que
eran políticos, ¿saben? Verán aquí no llega la televisión ni la prensa, pero
hace unos días bajé al pueblo a por provisiones y vi la cara de ese que dicen
es el Presidente y que manda mucho, un sesentón con barbita a corradas, gafotas
y un hablar achechado, como si
tuviera corto el frenillo… ¿ese es el presidente, verdad?... lo que me temía, pues
como les digo, que me di cuenta de que eran políticos y los enterré a todos…
pero beban, beban, apuren sus infusiones… Ya lo creo que están buenas… Lo que
les digo, que los enterré… ¿Cómo, que si alguno de ellos estaba vivo? Sí,
claro, alguno decía que estaba vivo y me pedía que no lo enterrase, pero como
pueden ustedes comprender, ni me fié de las apariencias ni, por supuesto, los
creí… porque, vamos a ver, ¿hoy en día, quién se puede fiar de la palabra de
los políticos?... Claro, claro, los
enterré a todos y punto pelota, que la solidaridad revolucionaria es la solidaridad
revolucionaria… Pero, señores… ¿qué les sucede?, ¿por qué se retuercen?...
¿cómo que las infusiones… si el solimán está hecho con el mejor zumo de
tejo?...» Se hizo el silencio. El caballito del libertario relinchó. «¿Qué
opinas, Beltenebros?, ¿serían estos también políticos?... En fin, fiel amigo,
ven, ayúdame a empujarlos afuera, que me voy a poner las botas y a coger la
azada»
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