Tras él, todos los escritores la han usado, pero pocos son los que han dirigido las cámaras hacia la cocina, hacia los manteles, al comer y al beber para dar color a su historia. En nuestras letras, sin embargo, hay una notable excepción: Manuel Vázquez Montalbán.
No tenía este escritor buen concepto de los profesionales de la cocina. Una de sus más notables obras fue el ensayo «Contra los gourmets», en el que los pone a caer de un burro. Participaba de la opinión (compartida por tantos epicúreos y pecadores irredentos, viciosos de la gula) de que la labor del gastrónomo pasa por un sentimiento lúdico de la vida, ajeno a todo tipo de autoridad, y los gourmets eran para él la quintaesencia del dogmatismo. «Ser partidario de la felicidad», decía, «implica un ejercicio de desalineación constante, incluso contra una excesiva toma de partido en pro de la felicidad.» Estaba convencido de que cuando el gourmet caía en la tentación de darse el pego con sus conocimientos excluyentes y dogmáticos, se convertía, utilizando sus propias palabras «en un pedante, árbitro de la nada.» Manuel Vázquez Montalbán era un bon vivant, un explorador del placer, un tripiador, que diría Sancho Panza y, además, una excelente pluma, de las mejores que haya dado nuestra .
Llevaba la literatura a la mesa cuando hablaba de cocina; pero también al revés, pues se valía de sus guisos, sus recetas, sus ricas opiniones en la materia, para dar lustre a sus escritos, manejar el tiempo narrativo, crear ambientes, dibujar a sus personajes, alargar el hilo de la trama o distender la lectura cuando sospechaba que se pudiera poner cuesta arriba.
Un ejemplo de esta técnica es la utilizada en una recopilación de entrevistas que tituló «Mis almuerzos con gente inquietante». En ella habla de Julio Anguita, del Duque de Alba, de Monseñor Tarancón, de Fraga Iribarne y de muchos más personajes de la política y la cultura española en los años ochenta. Para su concepción de la vida, el almuerzo producía un «relajamiento de los esfínteres del espíritu.» No estaba seguro de lograr con tal estratagema culinaria hacerles decir la verdad a sus entrevistados, pero sí crear un ambiente propicio a «sinceraciones completamente falsas, improvisadas y fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador.»
Así, cuando almorzó con Bibi Ándersen, hablando con ella de lo divino y lo humano en relación al mundo del espectáculo y de la falsa moral sexual de nuestra sociedad, intercaló los aprietos que los regímenes alimenticios imponían a la artista y añadió: «A pesar de que el pescado a la plancha es, después del huevo duro, el peor enemigo del hombre, Bibi Ándersen tiene una mirada dulce…»
Cuando, en otro pasaje, se encuentra en el selecto comedor del Duque de Alba, Jesús Aguirre, dibuja muy bien el ambiente encopetado con un digno entremés culinario. El grande de España le pregunta si le gusta la sopa para escuchar sus comentarios, sabido el buen gusto del periodista, este responde que excelente, y aprovecha para halagar al interlocutor: «Es una sopa blanca, típica de verano y tiene un matiz de sabor que no logro separar». ¡Para qué quieres más!, el Duque aprovecha para prodigarse en alabanzas de Cayetana, a la que ensalza su buen gusto al elegir los menús diarios. El escritor, al comprobar que el otro no concreta el matiz de aquel sabor no tiene más remedio que ceder. «Creo que lleva alcaparras», dice. El Duque asegura que ha dado en el clavo y le pregunta sobre lo que piensa del segundo plato. Manolo se da por vencido y responde que no es su cerebro capaz de estar a comer y a llevar la entrevista a un tiempo; en cualquier caso, concluye, le sabe a gloria. Para el entrevistado es suficiente ponderación y siguen con la sesuda charla sobre la transición y los nuevos tiempos.
La verdad es que el libro no tiene desperdicio, como cuando visita la Bodeguilla con Carmen Romero y nos cuenta que según ella «todo empezó el día en que a Juan Mari Arzac se le ocurrió hacer una mouse de cabrarroca o resaca, o cap roig, según las autonomías del Estado de las Autonomías».
Pero, la entrevista que más me gustó, en contraste con la exquisitez de los duques o la finura de los socialistas de aquellos años, es la que mantuvo con Julio Anguita. Tras mucho hablar del pecé, de la transición y de mil cuestiones, dice el escritor que el alcalde de Córdoba no se sometió al menú elegido por los concejales, «capaz de resucitar la Atlántida sumergida de la antigua cocina andaluza», sino que le llevaron arroz blanco y huevos fritos; al parecer sufría de una úlcera caballar. Mas sus compañeros de corporación se apresuraron a afirmar que se jartaba a comer habas entre aviso y aviso de la úlsera. Luego siguieron con el pecero análisis, profundo y minucioso, marxista y europeísta, de la España de fin de milenio.
Un amigo mío madrileño, funcionario y literato, hombre acostumbrado a viajar, sostenía que nada más descender del avión en Barajas, España huele a ajo. Y, si es así, como cualquiera puede comprobar, ¿por qué nuestra patria ha parido tan pocos literatos con delantal? Queda temblando la pregunta en el viento.
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