Julio Camba era un gallego trotamundos, lo cual no es mucho decir para diferenciarlo entre los componentes de una nación a la que el planeta le queda chico. Mejor será presentarlo como hombre que vivió con gran intensidad. Fue anarquista en su juventud, fundó periódicos y revistas obreras; lo expulsaron de Argentina por ácrata e, incluso, fue llamado a declarar por el atentado que sufrió Alfonso XIII, debido a su amistad con uno de los imputados. A tan fulgurante arrancada de caballo andaluz, vino una sensata parada de burro manchego, y el periodista, uno de los más brillantes de la posguerra, terminó escribiendo para el ABC, con paseos por El Sol, La Vanguardia y Arriba. Murió a los ochenta años en Madrid, quince antes de que llegara la democracia y nos dejó, entre su vasta producción periodística y literaria, una obra de gran interés para los amantes de la gastronomía y las letras: «La Casa de Lúculo, o el arte de comer», que escribió en Nueva York, a los cuarenta y siete años, una edad en la que a los hombres se nos fija en el abdomen el resultado de tantas y tantas libaciones, tantos y tantos buenos momentos a la mesa.No se trata de una obra como las que hemos analizado hasta ahora, en las que la gastronomía es un mero complemento que adorna el paisaje argumental; por el contrario, el periodista gallego pretende presentarnos todo un tratado de gastronomía, desde la pura y dura biología del acto alimenticio hasta las buenas formas en la mesa, pasando por el análisis de las más importantes cocinas de nuestro ámbito cultural y por sus opiniones sobre los diversos guisos.
Encontré el viejo libro en un rincón de mi biblioteca donde guardo los materiales inclasificables y recordé los buenos momentos leyéndolo, como suelo hacer con esas botellas de excelente vino que hago firmar a mis invitados y que guardo luego como oro en paño para recordar los fugaces instantes de felicidad en buena mesa y compañía, el aroma del Vega Sicilia, su olor austero y aromático,su sabor esférico, envolvente, aterciopelado; así es esta obra de Julio Camba.
En especial me reí releyendo su prólogo. Procura captar la benevolencia del lector hacia su posible impericia en materia gastronómica con la famosa anécdota de Merimée que, yendo a escribir un libro sobre Dalmacia y sin dinero para viajar primero a aquellas tierras, se decidió por escribir primero el libro con la intención de ganar dinero con su publicación y marchar, después, a la tierra descrita por ver si había acertado. Camba, sin embargo, asegura que no es su caso, porque él sabe mucho de gastronomía y refuerza su autoridad con el que empezaba a carracterizarle, hecho, «con materias de la mejor calidad», fruto de muy buenas panzadas. Sin embargo, hay muchas contradicciones en su obra, como en la vida misma de un anarquista reconvertido a redactor del Arriba, y una de las más notables es el título del libro.
En efecto, hace, en su prólogo, una alabanza a la necesidad como punto de partida para la investigación y el avance en los descubrimientos culinarios. Así se expresa: «En la falta de recursos es, precisamente, donde comienza el apetito, base de la gastronomía. Las gentes de dinero, obligadas por su posición a tener un cocinero de aparato, no pueden reservarse el estómago para las grandes ocasiones.» El invocado Lucio Licinio Lúculo, sin embargo, no habría sido capaz de comprender tan elemental idea, pues el patricio representaba, en la antigua Roma, el prototipo del lujo desmedido. Aquel militar romano, uno de los lugartenientes del dictador Sila, tras una vida de combates y saqueos, al final del, cónsul en dos ocasiones, decidió retirarse a su quinta y darse a la gran vida. Todos recordarán la famosa frase que dijo una vez en que los esclavos le prepararon una cena muy frugal porque, excepcionalmente, no tenía invitados «¿Cómo es posible?», dijo. «¿No sabíais que esta noche Lúculo cena con Lúculo?» y los obligó a cocinarle una cena pantagruélica.
Esta actitud es justo la contraria a la que propugna nuestro gallego, pese a lo cual se coloca bajo la bandera del patricio romano: «La gastronomía es un arte de clases medias y, mejor aún, de esas clases alternas que pasan meses de privación y semanas o días de opulencia, porque el diletante en cocina no es como el diletante en música, en pintura o en escultura, que puede pasarse toda la vida en contacto exclusivo con obras maestras y que no necesita nunca ponerse a régimen. Las obras maestras culinarias hay que irlas espaciando cada vez más y ¿cómo podría espaciarlas el verdadero aficionado si la necesidad no le obligase a ello?»
Contradicción aparte, esta filosofía, que comparto plenamente, está presente a lo largo de todo el tratado. Así, cuando habla de la comida francesa, que tanto pondera, dice: «el primer francés que se comió un caracol no era, ciertamente, un epicúreo, sino un hambriento. Sólo el hambre, en efecto, pudo hacerle llevarse a la boca ese gasterópodo de aspecto inmundo, y hoy los caracoles de Borgoña tienen en la cocina francesa tratamiento de excelencia.»
Aparte de este simpático prólogo (aperitivo lo lama “Hors D’oeuvre”), el gastrónomo gallego empieza su obra con una explicación de la teoría de los alimentos, muy didáctica que me recuerda la Historia de Roma, o de Grecia, de Indo Montanelli; sigue con la «Cocina española», a la que no pone muy bien, la verdad, para luego dedicarse a otras: la francesa, que tanto admira, la italiana, la alemana, la norteamericana la china y —sorpréndanse— la cocina antropofágica. Se atreve con la «Técnica culinaria» (asados, salsas, estofados) y pasa al capítulo de «Vinos», materia en la que demuestra ser une experto de primera.No olvida tampoco las maneras en la mesa, el pescado, los mariscos, los platos populares españoles y termina con dos ensayos sobre la gula dignos de mención. Sobre todo esto les iré hablando en los siguientes artículos. Javier Tazón (escritor)
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