Miguel de Cervantes, el grande, el maestro, el inventor de la novela, era un hombre que estaba de vuelta de todo cuando escribió El Quijote. Había sido soldado, cautivo, espía, proveedor de las galeras reales, y hasta trabajó como inspector de Hacienda de la época, pues reclamaba alcábalas ya vencidas, en la ejecutiva como si dijéramos. Había contemplado muchas miserias humanas y quién sabe si pasado cierta necesidad en pago de su genialidad hoy reconocida por todos. Es posible que una olla de algo más vaca que carnero y poco más consumieran los dos tercios de su hacienda, allá en la casa pucelana donde culminó la memorable novela. En ella nos regaló una descripción culinaria que, sin exagerar, cuando se lee con el estómago vacío, hace que los jugos gástricos dancen en las entrañas.
La cosa empieza así: Don Quijote y Sancho son invitados a una boda, la de Camacho el Rico con Quiteria; al final resulta que esta termina casándose con Basilio el Pobre; pero, a lo que vamos, están cerca de las campas donde se celebran los esponsales y a Sancho lo despierta el olor de los torreznos asados. «Bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada, que deben de ser abundantes y generosas», dice con el ojo aún pegado. Don Quijote lo reprende por su glotonería, pero deciden marchar a ver lo que hay. Llegan al lugar y, lo primero que ven es el gran espetón, un novillo atravesado por un olmo. Entero el novillo, entero el espetón; fíjense en el tamaño que había de tener el animal para ser clavado, como pincho moruno, por una pieza sacada de un árbol cortado de alto a bajo. Los ojos de Sancho no dan crédito a lo que ven pues, «en el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle.» Podemos imaginar la cara del escudero, con la boca abierta, hipnotizado por el volteo del animal, perdida la mirada en el chisporrotear de la grasa de los lechoncitos que se derrama sobre las brasas. A buen seguro que ninguna precaución pasa por la mente del buen Sancho sobre los peligros del colesterol.
Al lado de la montaña de fuego donde se dora el descomunal novillo hay, aprovechando la brasa, seis ollas también ciclópeas. Decía don Miguel que eran tan grandes que en cada una cabía un matadero entero y tragaban carneros como si fuesen palominos. A Sancho le faltan ojos en la cara.
Un poco más allá, mecido por el viento, se ve un colgadero de liebres ya sin pellejo, de gallinas sin pluma y de diversos tipos de caza a la espera de entrar, por turno, en las ollas de Polifemo. Al sanote escudero la contemplación de tales maravillas le produce una notable sed, pues aún no ha desayunado y, como conchabados para darle gusto a la vista, aparecen en un rincón, perdidos entre tanta gullería, más de sesenta zaques, pellejos de vino, de dos arrobas cada uno, es decir, de veintidós kilos más o menos. Con ellos se llenarían los más livianos que portan casi todos los que a aquellas horas de la mañana temprana circulan por aquella tierra de Jauja propiciada por el generoso Camacho. Y más allá, rimeros de pan blanco, blanquísimo como hacinas de trigo hay en las eras. Y más allá aún, formando una muralla blanca, ladrillos de queso redondos y cuadrados, ovalados y de tetilla. Don Quijote no se percata de que el buen escudero está a punto de desmayarse.
¿Y qué decir de los fritos? «Dos calderas de aceite, mayores que las del tinte servían para freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zambullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.» Como puede comprobarse aquello no se le parecía en nada a la dieta mediterránea saludable, inventada no se sabe por quién; clásico desde luego no.
Para atender toda aquella fanfarria de sabores que provocaban la ebullición de los humores del buen escudero, había «más de cincuenta cocineros y cocineras», decía Cervantes al más puro estilo progresista de hoy. Aseguraba que estaban todos limpios, todos contentos y todos diligentes.
Uno de ellos, compadecido, mira al buen Sancho, deduce por la manera en que suda, por la boca abierta, por la babilla en las comisuras de los labios y por los ojos a punto de escapársele tras aquellos manjares, que está hambriento y le dice: «Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.» Y, como Sancho no encuentra ninguna a mano el cocinero regordete y sanote le reconviene diciéndole que es un tantico melindroso y que para bien poco vale. «Llevaos la cuchara y todo», le dice; «que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.»
Quienes hayan leído el Quijote, la mayoría de los españoles, recordarán que en el capítulo anterior el Hidalgo había hecho buenas alabanzas de Camacho el Rico y que Sancho, por el contrario, había tomado para sí la defensa de Basilio el Pobre. Pues, amigos, tras estas visiones celestiales, el buen Sancho cambia su criterio y le dice a su señor y amo: «el rey es mi gallo; a Camacho me atengo.» «Bien se ve que eres villano», responde don Quijote, «de los que dicen “¡Viva quien vence!»
Sancho Panza tarda en contestar, pero al final replica: «No sé de los que soy; pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho.»
Saque cada cual de esta historia la moraleja que más le plazca, pues más de una docena asoman de ella, como lechones del vientre del novillo.
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