Pasó el año de Cervantes y pasó también el de Pereda, y pasarán los años conmemorativos de nuestras mejores plumas y no se podrán leer reseñas gastronómicas sobre sus obras. No sé qué nos pasa a los españoles, que no terminamos de unir al placer de leer la dicha del buen yantar.
En el caso del genio de Polanco este aspecto tampoco estaba en la primera línea de los recursos que utilizaba para plasmar la vida cotidiana. Era un realista, un Velázquez de las letras; de cuanto veía tomaba sólo aquello que le servía para pintar su obra. Sin embargo, no es ejercicio vano el introducirse en su narrativa con el olfato despierto. En Sotileza, por ejemplo, se pueden hallar entrañables rincones que huelen al Santander marinero de su época.
Como es lógico, los personajes de Sotileza comían pescado, aunque hay alguna referencia al cocido. «Cuando no había olla, cosa que no dejaba de ocurrir a menudo, sí abundaban las sardinas». Eso sí, esa olla no era ni parecida a los cocidazos montañeses que hoy nos metemos entre pecho y espalda, sino humildes alubias con berza y un pedazo ruin de tocino o lo que cuadrase. La pobre Sinda, la que luego se convirtió en Sotileza, «consolaba el hambre con un par de ellas (sardinas), asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no había sardinas o agujas, o panchos, o raya, o cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, o un par de pececillos crudos), una tira de bacalao o un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres días, o el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serían sus almuerzos y sus cenas.» Cierto es que la vida de la pobre niña no era muy agradable y eso es lo que don José María quiere dejar claro con una redacción tan tétrica que nos arruga el estómago. Lo cierto es que nada dice el maestro sobre que la Sargüeta tratase peor a la huérfana que a sus propios hijos, por lo que hay que deducir que tan triste dieta sería muy habitual entre los mareantes humildes.
¿Y cómo comían? ¡Cucharón y mano atrás! Así lo describía don José María, y es un párrafo tan bello que no me atrevo a tocarle un pelo: «Siempre era la última en meter la cuchara común en la tartera de las berzas con alubias y sin carne, y todos los de la casa tenían un diente que echaba lumbres; de modo que, por donde ellos habían pasado ya una vez, era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡Tenían un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de hierba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salía al encuentro con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luego... luego nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, o si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca.» En una ocasión Silda fue invitada a casa de Tío Mechelín. Seguramente también tendrían cocido, porque dice Pereda que en la cocina humeaba un potaje. Lo cierto es que lo pusieron en común, como era costumbre, y la niña quedó muy sorprendida porque le dieron una cuchara, porque en aquella casa cada uno tenía la suya.
Hay una simpática escena en la que la madre de Andrés, el protagonista, le prepara la cestuca a su retoño que se va a hacer a la mar. Él era hijo de un capitán de barco, pero le gustaba estar con los raqueros y salir a la mar en sus barquías. Así se expresa Pereda: «En este envoltorio de papel van rajas de merluza frita: dos libras y media. Por supuesto, que si dejas meter las manazas a esa gente, no te queda a ti para probarla... ¡No comieran rejones atravesados! ¡Hijo, yo no sé cuándo has de perder esa condenada afición tan peligrosa! Y todo, para venir abrasado del sol y del viento, y apestando la casa a esas inmundicias...; y lo peor es que el mejor día, si no te quedas allá, coges un tabardillo que te lleva... Vamos, no te amosques, que por tu bien te lo digo... Aquí va una empanada de jamón con pollo... Éstas son salchichas..., tres docenas. Procura que se harten con ellas esos hambrones, para que te quede a ti más de lo otro.... ¡Buena educación y buenos modales aprenderás a su lado!».
En fin, esto es lo que había, o lo que quería reflejar el gran escritor. No eran aquellos, desde luego, tiempos de bonanza. ¡Y ahora nos quejamos de crisis!
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