Como he dicho más arriba, o más abajo,
porque aquí en Facebook no se sabe, en El
mapa de tierra firme (¡que ya viene,
que ya viene!) he insertado una novelita que se titula El dado de marfil, en la que trato de la notable aventura que Juan
de la Cosa corrió en Portugal, a donde fuera por encargo de la reina.
Pero, ¿a
qué puñetas fue el santoñés al reino vecino? ¿Es que doña Isabel no tenía otros
espías? Parece que para el cometido encomendado no había nadie más capacitado
que Juan. Uno de los hombres de confianza del reino en Lisboa acababa de ser
asesinado; su cadáver apareció flotando en el Tajo, y Castilla se quedó sin
contacto con el agente doble que tenían infiltrado en la corte de la Casa de Avis:
Amérigo Vespuccio, todo un personaje también, una especie de Colón aunque con más
mundo que se las daba de ser el mejor navegante de todos los tiempos, cuando
había aprendido el arte de la mano de Juan de la Cosa, ya que su profesión era
la de director de sucursal al servicio de la banca florentina en Sevilla. Pues parece
que este cara dura había marchado a Portugal para ofrecerse al rey Manuel,
dicen que compinchado el italiano con
doña Isabel, para ver si le fletaban barcos con que descubrir el Paso a la
Especiería, del que tanto he hablado en este foro, ya saben el camino que abriría
la ruta hacia Catay y Cipango de una maldita vez, pues estaba claro que
aquellas tierras que se acababan de descubrir no eran las ansiadas del extremo
de Asia. Los vecinos estaban empeñados en buscar el paso por el sur, pero tenían
un pequeño problema, que a partir de aproximadamente la altitud en la que hoy
se encuentra Río, hasta el cabo de Hornos, eran aguas castellanas. A los de
Castilla no les importaba mucho que fuesen los portus quienes descubriesen el
paso, pues tenían las aguas bien registradas a su nombre y, si lo descubrían,
enviarían allí a toda su fuerza con la ley en la mano y se quedarían con el
pastel. El problema era que su hombre, el bueno de Amérigo, había hecho mutis;
en casi tres años no dijo esta boca es mía. No se sabía si había encontrado el
paso, ni si para ello había tenido que entrar en aguas jurisdiccionales
castellanas. En fin, que se había roto el contacto, sobre todo tras la muerte
del espía encargado de seguirle los pasos al florentino. ¿Qué hacer? La reina
lo tuvo claro: enviar a su hombre de confianza, a Juan de la Cosa, quien, además,
era amigo de Vespuccio pues había navegado con él en la primera expedición con
Ojeda, esa de la que ya os he contado, en la que este hizo el pirata de lo
lindo. Bueno, pues de esto trata la novela, de todo lo que sucedió en aquella
aventura lisboeta de nuestro Cartógrafo, de la que bien pudo no haber salido
con vida. En la ficción son dos los que nos cuentan la historia: Lope, el
narrador, que participó en la aventura, y Pedro Jado, el jefe de la policía lusa,
original de Argoños, que nos da la versión portuguesa de tal gesta. ¿Dónde
ponen en común sus experiencias? En Argoños, en el palacio de Pedro, donde se
había refugiado este, perseguido por sus antiguos patronos, los reyes de
Portugal. ¿Morirá Pedro como consecuencia de su deseo de suicidarse a base de
comer sin parar? ¿Lo matarán los portugueses? ¿Sobrevivirá? ¿Y Lope?,
¿comprenderá por fin los misterios de aquel viaje que hacía casi veinte años
realizó con Juan de la Cosa? ¿Por qué el Cartógrafo ocultó información hasta a
los más íntimos? Todo eso y mucho más en El
dado de marfil, novela integrada en la tercera entrega de la trilogía sobre
Juan de la Cosa, El mapa perdido.
Pronto en sus pantallas, digo en sus librerías.
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