miércoles, 28 de mayo de 2014

El enviado de Apolo (Cuento pesimista)

        El último dinosaurio leía un libro, el último libro. Desde su llegada fue consciente de lo difícil que sería cumplir con su misión en aquel páramo de gentes alocadas, de hormigas humanas sin rumbo aparente. Por fortuna, él era invisible y lo ignoraban. Tras la lectura, se levantó y se puso en marcha. 

          Aquel insignificante librito era lo que venía buscando desde hacía tanto tiempo, quedaría contento su Padre. Alejado ya de sus fértiles páginas, fue consciente de la confusión que lo rodeaba: coches zumbadores, músicas altisonantes, televisores que reclamaban la atención a cada instante, banderolas deportivas que enmarcaban los frontispicios de los bares según el color de las aficiones, jóvenes apostados en las esquinas con botellones prohibidos y risas nerviosas; carteles electorales llamando al sacrosanto deber patrio del voto; una chica que pasaba con su Smartphone, tiquetea que te tiquetea; otro joven con la nariz metida en su android que pitaba cada vez que, con dedo tembloroso, pasaba el chico las imágenes tomadas al despiste a sus compañeras de clase. Esa era la vida que, a diario, desde que llegara para cumplir con la santa misión encomendada, sufría el dinosaurio intelectual, ser invisible para todos con sus más de mil arrobas, su cola oscilante de cinco metros, la terrorífica cresta de gallo pleistocénico, sus patas de elefante siberiano engarruñadas, los ojos saltones, afiebrados, y sus constantes estornudos de fuego. Nadie, sin embargo, lo podía ver: era un fantasma del pasado. Los libros escaseaban, sí. Cada vez había menos ejemplares fabricados por poetas consumados, frente a la infinita legión de las malas obras firmadas por poetas consumidos. Los grandes clásicos eran sólo un recuerdo en las enciclopedias, en los libros de texto viejos de cuando se estudiaba literatura en las escuelas. Los autores desafortunados, buenos pero desconocidos ya en sus días, habían pasado al olvido absoluto, ¡y ellos que escribían para ser recordados! Como nadie lo podía ver, el dinosaurio caminaba por el centro de la calzada; le gustaba contemplar a las personas que esperaban en las paradas de los autobuses con sus grandes libracos en las manos, sumergidos en la lectura y con ademán de intelectuales abstraídos. Los coches ni lo tocaban; pasaban entre sus enormes zarpas como si fuese un mero holograma, una virtualidad: era translúcido e inmaterial. Creyó ver a una mujer que sostenía un ladrillo entre las manos; pero resultó ser un libro de la gran escritora revelación Azucena Magna quien, con sus novelas pseudopornográficas, semiartísticas, politetudas y multiadjetivadas con la más intelectual de las jergas chelis, hacía que se escurrieran hacia el aparato urinario millones de neuronas de quienes las leían de principio a fin. El dinosaurio sintió un escalofrío desde la punta del rabo inmenso hasta el tope de la cresta color fuego y siguió adelante, agarrando fuertemente el último libro decente con su corta mano izquierda de gran rex. Era aquella pieza bibliográfica única en su género, la que había resistido las quemas editoriales hechas por lo bajinis de libros descatalogados, el ostracismo en librerías de viejo, las purgas de títulos autocensurados en aras del ortopensamiento democrático, los mordiscos de las ratas y del olvido. Era aquella pieza única en su género porque contaba una historia que sólo pedía al lector que se dejase llevar a un segundo mundo, completo y perfecto, creado para él, a una mansión de papel en la que las paredes eran metáforas indirectas, las ventanas anáforas que permitían pasar la luz más limpia que jamás se viera, las puertas metonimias que transformaban cada palabra hasta convertirla en haces de luz refractada, las anticuadas arañas del techo caleidoscopios fabricados con mil cristales tintineantes de términos poco usuales, a la vista de cuyos destellos los tópicos marchaban despavoridos por los desagües del inodoro; las alfombras de aquella maravillosa estancia volaban cabeza abajo y partían por las ventanas hacia el infinito, con el lector como viajero en equilibrio inestable. Sí, se trataba de un libro muy especial, una rara avis y, con toda probabilidad, el último de su género. Se hacía necesario protegerlo y él, el dinosaurio feo, era su ángel custodio. Se sentía libre por la invisibilidad que ya no le importaba, ¡tan grande y tan insignificante!  Era feliz porque tan bello libro, humilde y mágico, suponía el fin de su misión en aquel páramo de hormigas desconocedoras del imposible rastro que sus patas dejarían sobre la faz de la tierra. Era feliz porque pronto podría volver a Casa, a la casa de su Padre, el que lo había enviado. ¡Tenía un libro! ¡Tenía el libro! Sí, Apolo, su mandante, podría sentirse orgulloso de él. Mucho le costó al dios encomendarle aquella misión, tan delicada, de las típicas que otrora habría encargado a Mercurio, el mensajero alado, la pobre deidad que murió por inanición de creyentes y que marchó al panteón de los dioses perdidos, a hacer compañía a Ninerva y a Juno, a Poseidón y a Jano, que le habían precedido en la desintegración a causa de la carencia de fieles. Él, el dinosaurio de larga cola y cresta roja, había logrado el libro que salvaría la cultura, la obra que plantada en los Campos Elíseos, tan cercanos al Parnaso, regado por la saliva y los orines áureos de Apolo, daría un fruto inevitable, y haría que renaciese la literatura, y generaría una nube de fantasía que recorrería el mundo, y lograría que el chico bobo dejase de masturbarse con su Smartphone, y que la lectora de la parada defecase al llegar a su casa las pésimas obras deglutidas durante toda su vida, y que la viejecita del perrito echase al basurero las cacas literarias en diminutas bolsitas de plástico, y que los carteles electorales se prendieran fuego espontáneamente, y que las banderas futboleras que pendían de los frontispicios de los bares-templos se pudriesen por la lluvia ácida del arte. Había logrado su objetivo y llevaba el libro maravilloso, el residuo del pasado, el germen del futuro, bajo el brazo pequeño de dinosaurio rex, resudado por la emoción del sobaco monstruoso. Y como se sentía feliz, jugó a levantar las falditas de la chica que marchaba tonta con su smartphone, y tiró de la oreja al que se masturbaba leyendo las novelas de Azucena Magna, y arrancó con furia una bandera futbolera para limpiarse los mocos verdes, y tomó un cartel electoral que propugnaba el sacrosanto voto para limpiarse con él sus felices posaderas, y movía la cola y golpeaba a los coches, uno de los cuales se fue a empotrar contra un puesto callejero de recogida de firmas contra el sida, la homosexualidad y el putiferio. Se había pasado sí, se había pasado en sus manifestaciones eufóricas. ¡Tantos años, tantos siglos, tantos milenios al lado de Apolo y aún no era capaz de controlarse! La consecuencia de su alegría desbocada no se hizo esperar. Que un dinosaurio leyera libros extraños, artísticos, era un hecho insólito pero insignificante o incluso inocente; el mismo dinosaurio era bien poca cosa, un translúcido, una nonada, poco menos que un microbio, pese a su tamaño; pero que provocara un accidente contra una mesa petitoria contra el sida, la homosexualidad y el putiferio resultaba el colmo de los colmos. Se hizo visible de repente. Las gentes huían enloquecidas por su pavoroso aspecto; se escucharon las sirenas, y los megáfonos lo conminaban a la rendición; atronaban mil ruidos apocalípticos: el batir de las alas de los helicópteros, las percusiones de las escopetas de gran calibre al ser soltados sus seguros, los chirridos de las ruedas al chocarse en cadena unos coches con otros, los primeros disparos. El dinosaurio, el enviado de Apolo por la baja del titular de la mensajería divina, estaba a punto de fracasar en su misión y, desesperado, dio en la idea más extravagante en que diera dinosaurio alguno, y fue la de trepar al edificio más alto de la ciudad. Se colocó entre los afilados dientes el libro maravilloso, el imaginativo último ejemplar de su especie, la ya imposible semilla de la literatura, para poder tener las manos libres; pero, ¡Ay, amigos!, un dinosaurio no es un ciclópeo orangután holiwoodiense y, cuando iba ya por el quincuagésimo piso, hizo mal pie y cayó al vacío. Cayó y cayó sin soltar la literatura de sus fauces; cayó y cayó recordando toda su vida, desde el huevo, desde la semilla de sus padres carpenteriana, desde sus antepasados malhadados, y una lágrima que resbaló por sus narices hercúleas, cayó sobre el libro y se metió entre sus páginas, propulsada por el vértigo. Tardó aquel ser pleistocénico en llegar al suelo, pues cincuenta pisos son muchos pisos, y tuvo tiempo suficiente para ver en el cinemascope interior la historia del libro, desde Gúttemberg hasta aquel ejemplar único reclamado por Apolo, las quemas inquisitoriales y nazis, las autocensuras multiseculares, las estanterías rebosantes de basura, la extinción de la literatura de calidad, como la de sus congéneres, el apocalipsis, el fin de los tiempos, la abominación de la desolación, que diría el profeta. Apenas sintió el golpe. Fue un mero apagón de luces, la oscuridad para siempre. Se reencarnaría prado que todos pisan, flor que el sol arrasa. ¿Y el libro? ¿Qué fue de él? A Apolo me remito, en cuyas divinas manos queda el final abierto de esta tan real como verídica historia, pues este cuentista ignora todo del futuro, aunque siente la mordida del presente.


Escalante, 28 de mayo de 2014

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