domingo, 30 de mayo de 2010

El bar La Pirula, Peña Herbosa: una isla en el océano.

                Todo el centro de Santander estaba plagado de pijotascas que proliferaban como setas. En ellas podía el visitante hallar lo más granado de nuestros señoritingos, lechuguinos y pisaverdes, así como a las más delicadas muñequitas de porcelana luciendo sus últimos modelos y echando las manitas hacia atrás y pronunciando sus consabidos “oseas” y “fijatés”.


 ¿Todo el centro de Santander he dicho? ¡No! Una calle auténtica resistía a la Tontería, esa destructora sin escrúpulos de nuestra identidad. Escondidos en ella, establecimientos como el Solórzano, Albo, la Pirula y Fuentedé mantenían el tipismo, porque a los refinos no les resultaban placenteros unos ambientes en los que aún se respiraba el salobre aire del puerto de mar que, en su día, fuera nuestra ciudad. Hasta allí marchó mi amigo Fulgencio Vara, inspector general de servicios jubilado, para hacer un reportaje, al mejor estilo de los veedores de la Guía Michelín, figura que tan bien le iba, dada su trayectoria profesional en la vida activa. Decidió remitirme el reportaje por eso de que tengo cierta mano con el diario Alerta. Me limito a transcribirlo.
“Serían cerca de las tres de la tarde de aquel jueves cuando entré en el restaurante La Pirula, de Peña Herbosa, con intención de comer. Todas las mesas estaban ocupadas por un revoltijo de gentes de lo más variado y no eran pocos los que se acodaban en la barra a la espera de que les llegara el turno de pillar un hueco y hacer la hora. Resignado a esperar me colé en una esquina del mostrador, cerca de la cocina, y pedí un tinto de Rioja. Debía de notárseme la cara de hambre porque llegó hasta mí un camarero, hombretón sonriente con cara de bueno y panza curtida. Me preguntó si deseaba una mesa y si venía solo. Su deferencia, sin que le hubiera preguntado nada, me sorprendió, por ser Santander ciudad en la que los camareros y tenderos parecen, en ocasiones, raspas de bacalao. «Cinco minutillos nada más, señor», me aseguró. «Muchas gracias, joven», contesté. «Por cierto, yo soy Fulgencio Vara, inspector general de servicios.» Le debió de extrañar que me identificara y pensaría que estaba un tanto sonado, pero es una costumbre profesional la de presentarme con mis atributos, por eso de que quien avisa no es traidor. Toqué levemente su antebrazo, y añadí: «Y usted, cómo se llama, joven?» «Miguel, señor, para servirle.» Me cayó simpático. Luego me enteré de que aquel hombre y otro socio que por allí pululaba, un tal José Luis, también de aspecto curtido y barba blanca, eran grandes aficionados al folclore de la tierra, y que este último tocaba el rabel con no poco virtuosismo. Mientras esperaba observé que la decoración era todo un caleidoscopio de referencias a la música tradicional.
Cuando me llegó el turno, fui acomodado al fondo del establecimiento, bajo una gran alquitara encastrada en la pared. Nada más sentarme, llegaron cinco tipos de unos sesenta años, con narices coloradas y notables curvas de la felicidad; pidieron sendos blancos y una tapita. Bebieron un poco para aclararse la voz y entonaron la vieja canción “La Lancha de Maurilio”. La verdad es que hacía mucho tiempo que no contemplaba aquel espectáculo; sus voces eran magníficas. Tras la última estrofa, esa que dice: «Y a esos insípidos de bulevar, que nuestra pesca quieren comprar, no hay que venderles nada, antes, tirarla al mar…», los presentes les regalaron con un nutrido aplauso. Ellos lo agradecieron, bebieron de un trago su blanquito y marcharon a todo correr. «¿Por qué se van tan rápido?» pregunté a Miguel. «Es que tienen prisa porque ahora “actúan” en el Solórzano, en el Albo y en el Fuente Dé, y se les acumula el trabajo».
Elegí para comer estofado de lentejas y lirios, pero al preguntar a mi amable mesonero sobre qué otras especialidades tenían en aquella casa, me habló de la ensalada pirulesca y del pulpo a la leonesa. Le pedí de todo un poco y quedó  atónito porque no me veía con tamaño y empaque para embaular tanta comida, pues las raciones que allí se servían eran considerables. Más se asombró cuando, además, le encargué una de rabas de peludín (Es bien conocida mi pasión por ese manjar, harto de los insulsos calamares a la romana de mi querida Madrid). De postre envasé un suculento pirulillo. Para asombro de los hosteleros, que me miraban con curiosidad, fui dando lenta cuenta de todo aquello, mientras tomaba notas en una libreta. Quiso la suerte que apareciera por allí un tipo que me había visto en El Remigio, de La Albericia días antes, e informó a los paisanos sobre  mi condición de “inspector” gastronómico. Ya se había hecho algo tarde, porque les aseguro que soy un pelma comiendo, y la mayor parte de los clientes habían terminado. José Luis, el rabelista, se acercó a mi mesa con el café y preguntó si me había gustado la comida. Le manifesté mi placer por aquellos manjares, con lo que no falté un ápice a la verdad. El hombre, agradecido y confiado me contó cosas muy interesantes sobre las que, por desgracia, no tengo espacio para escribir. Me dijo que tienen una Peña taurina y que en las Ferias de Santiago salen de su establecimiento sobre una barquilla tirada por un tractor y que recorren todo Santander hasta la Plaza de Toros. También me recomendó que pasase por allí el día de Noche Buena, pues se concentran en su establecimiento todos los músicos folclóricos de la ciudad de forma espontánea y natural. Me habló de Ufo y Chiquito, de Charlie y Aura, piteros; de Mariano el gaitero y de Beivide, del viejo  Saltabardales; de Chema Puente y de la Ronda La Pozona, de Cueto; a todos los cuales podría ver en acción ese día. En fin, y resumiendo, que salí de aquel restaurante feliz, satisfecho y reconciliado con la bella ciudad de Santander y con sus gentes.”

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