domingo, 30 de mayo de 2010

La caldeirada de cabra y la inspiración de don Quijote.


A mí no me gusta la carne “o caldeiro”, vaya esto por delante. Quizás sea porque he tenido mala suerte cuando pasé por lo más profundo de la bella Galicia. 

Me pareció un guiso deslavazado, en el que la carne no adquiría el suficiente sabor y la salsa tampoco se veía enriquecida por el juguillo de aquella. Bien pudo ser porque mi paladar se volvió loco con tan excelente pulpo a feira, tan ricamente aderezado, tan sabroso, tan tierno. ¡Vaya usted a saber!, ¡cosas del gusto! Lo cierto es que siempre que me llega a la mesa ese plato, para mí insulso, me acuerdo de la escena de don Quijote y los Cabreros.
Sucedió de la siguiente forma: marchaba el hidalgo con su inseparable escudero por las serranías en busca de aventuras, les cayó la noche y, a falta de mejor refugio, se aposentaron en el campamento de unos pastores que cuidaban sus cabras. Los cabreros, corteses aunque cuitados de palabra, les invitaron a cenar y quedaron maravillados por las extrañas razones que entrambos se traían. Después de acomodar a su jumento, Sancho fue «tras el olor que despedían ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha prisa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad con lo que tenían.»

Se han preguntado los estudiosos si aquella carne de cabra que hervía en un caldero eran trozos en salazón o no. Yo creo que era carne, como mucho, sazonada. El diccionario de la Real Academia ofrece dos acepciones al término «tasajo», una primera se refiere al pedazo de carne seco y acecinado para que se conserve y otra: “tajada de carne pescado o incluso fruta”. A esta segunda debemos atenernos, pues no era aquella res el preciado cerdo o cosa que se pareciera. 

Todas las gentes que por aquellos tiempos marchaban por los caminos comían lo que tenían a mano, aunque había algunos que, sin nadar en la abundancia, eran en extremo ricos si se los comparaba con los cabreros. Estoy pensando en los carreteros maragatos, que fueron quienes inventaron (con perdón de los gallegos) el pulpo “a feira” y la caldeirada de carne. Estos trabajadores cargaban pulpo seco y otras delicias marinas en los puertos de La Coruña para venderlo por Castilla y, al retornar, adquirían aceite y pimentón en Extremadura, que vendían en Galicia. En las ferias, tan abundantes en la meseta, se cruzaban las caravanas y hacían sus platos con lo que unas llevaban de ida y otras de vuelta, pulpo y pimentón. Más, como el gasterópodo no llenaba, se complementaba con carne “o caldeiro”, echando al puchero cuanto hallaban, preferentemente vaca que, como ya hemos dicho, era más barata, máxime si estaba enferma y no era vendible; este solía ser el caso de las que servían para la mesa de aquellos esforzados ganapanes.

Pero los cabreros de don Quijote, eran paupérrimos, los trabajadores de estómagos más tristes de todo el Medievo. También echaban a la puchera sus humildes sobrantes: las cabras enfermas o heridas. 

A don Quijote y a Sancho, sin embargo, aquellos tasajos que flotaban en el caldo, en el que cabreros, caballero y escudero sumergían sus uñas de cernícalos lagartijeros, les supieron a gloria. 

El Hidalgo se sentía generoso y convidó a su criado a sentarse en su mesa y a su lado. Sancho contestó que nones, que mucho mejor le sabía lo comido en su rincón, sin melindres ni respetos, aunque fuere pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde le fuera forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarse a menudo, no estornudar ni toser si le viniere en gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Y, mientras de esta forma platicaban, dice el narrador, Cide Amete que, con mucho deleite y gana «embaulaban tasajos como puños». 

Los cabreros no entendían aquella jerigonza y no hacían otra cosa que comer, callar y mirar cómo sus huéspedes iban dando cuenta de las pobres viandas.

Acabadas estas, «tendieron sobre las zaleas (cueros curtidos) gran cantidad de bellotas avellanadas y, juntamente, pusieron medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. Hábiles eran para vencer al hambre porque yo les puedo asegurar, pues he seguido duros regímenes alimenticios para vencer mi tendencia natural a la obesidad, que pocos alimentos llenan tanto como los frutos secos comidos despacio. 

Para más regodeo del estómago y acompañamiento de la parca cena, se completó todo con queso manchego, de esos que cuesta manducar y con buenos viajes al cuerno, es decir al vaso de los humildes cabreros, que no estaba ocioso porque rondaba tan a menudo «como arcaduz de noria»; se bebieron todo un zaque, una bota grande, que contenía media cántara, es decir ocho litros de los que dieron cuenta entre siete comensales. 

No es de extrañar que don Quijote se sintiese inspirado y que, como dice su «padre putativo», Cervantes, «tomó un puñado de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones…» Y se marcó aquí con el discurso de la Edad de Oro, una de las más hermosas piezas de la Lengua Castellana: «¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados; y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío!...» 

Decía Shopenhauer que las grandes ideas de la Humanidad se han gestado, casi siempre, en las sobremesas y es lógico pues, como añadiría Sancho Panza, tripas llevan corazón, que no corazón tripas.

1 comentario:

  1. Que rica nuestra gastronomía más tradicional y como la referencia constantemente Cervantes.

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