domingo, 30 de mayo de 2010

Santander olía a rabas.

«Santander olía a rabas.» Eso me dijo un viejo de Puerto Chico mientras pintaba su bote en la rampa.


Yo solía ir casi todos los días hasta aquel lugar para desentumecer los músculos de mi mente, atormentados por los soporíferos temas de derecho administrativo que se agolpaban en la mesa de trabajo de la pensión, empujados por los pocos meses que me restaban para los exámenes de aquella oposición a inspectores que iba a terminar con los más bellos años de mi existencia; no pasaría de los veintitrés y parecía ya un anciano, o un joven tísico, o una momia, que es como me veía a mí mismo. «Antes del incendio, en 1942, Santander olía a rabas» insistía el simpático vejete desdentado, con boina y pantalón de pana que me tendía una brocha para que lo ayudase en la tarea, a cambio de sus historias que tanto me relajaban. Mi padre, con sabio criterio, me había enviado a aquella ciudad provinciana para apartarme de la influencia de mis amigotes de Madrid. Residía en una casa de gente bien, venida a menos, en la calle de Rualasal, que vivían de los huéspedes, como tantas familias de la burguesía vergonzante santanderina en la posguerra, allá por 1963. «Fulgencio, hijo, he de advertirte de algo  muy importante», me dijo afectuoso casi mi padre, el notario madrileño que alardeaba de no reír nunca, el famoso Señor Vara: «Ahora vas a Santander, a casa de unos buenos amigos, los Tazón. Allí estudiarás sin levantar la cabeza de los libros y, si no sacas la oposición a la primera, como hice yo, tomarás el primer barco que salga para América y no volverás por esta casa. ¿Se entiende?» Creo que ahora comprenderán mis aprensiones, el estrés que acompañaba mi vida de opositor y lo bien que me sentaban aquellas charlas, que olían a salitre y calafate, con el tío Tolín Bardales, el vejete de la rampa de Puerto Chico. «Pues sí, chavalín», decía y yo me olvidaba de la terrorífica imagen de mi padre despidiéndome en el andén de Atocha, «muchos hablan del viejo Santander, pero a casi todos se les está borrando del magín cómo era aquello, con estas grandes avenidas que nos han puesto, que parece esto Nuyor. Y a mí, qué quieres que te diga, me vienen a la memoria los olores, chaval; el de la lonja aquí, en Puerto Chico, allí, ¿ves?, en aquel edificio; sí, el que está enfrente de la Diputación. Pues ese… ¡Surbia!, qué bueno el olor del pescado vivo, nunca desde entonces lo he visto tan lozano. A esta rampa venían las barquías cuando había buena costera y marchábamos a toda pastilla hacia la lonja, pues los primeros que llegaban lo vendían todo…» «¿Y eso del olor a rabas?», preguntaba yo para que Tío Tolín no se fuera por las ramas del argumento, por las que trepaba como un mandril. «Las de la Zanguina, esas sí que estaban buenas.» «¿Qué bar es ese; no me suena?» «Claro, qué vas a saber, chaval; eres muy joven; además no tienes por qué saberlo. Ahora es el Bar Terán y está en la calle del Martillo, que se llamaba así porque hace tiempo, yo lo llegue a conocer, aquello era el fin de la ciudad y terminaba en un especie de muelle que iba hasta la mar profunda de la bahía. Tenía forma de martillo y servía para salvar los bajíos de La Maruca. Bueno, a lo que iba, que tenían unas rabas que quitaban el hipo. Además la cocina daba a la calle y por su chimenea salían unos olores que despertaban a un muerto. A mí me encantaba llegarme hasta allí a mirar una especie de escaparate bajo que tenían, en el que iban echando las fuentes de rabas a eso de la una de la tarde. Todo el mundo pedía su racioncita; vendían muchísimo. Pero yo era un pelanas, un chavalín del muelle y no tenía nunca ni un clavel. Allí nos dábamos cita los raquerucos del Cabildo de Abajo y pegábamos las narices en el escaparate, muy cerca de los humos con aroma a mar, a casa. ¡Surbia! ¡Qué rico que estaba el mendrugo que sacaba del bolsillo y tomaba allí mismo. Te juro, chico, que me sabía a rabas de las mejores.» Callaba Tolín Bardales y se ponía a canturrear lo de las barandillas del puente; en su cara se percibían las arrugas de los recuerdos que surcaban su bahía interior; yo respetaba este silencio y me aplicaba a darle con el pincel a la quilla, con la que el pobre viejo tenía ciertas dificultades por eso de “la riuma”. Pasados los años, en mi querida Madrid, tuve oportunidad de frecuentar bares de raigambre santanderina, como el Puerto Chico, en la zona de Colón, u otro que se llamaba El Sardinero, muy difícil de encontrar, en los aledaños de Rosales. En los dos se vendían rabas que rememoraban los viejos tiempos en casa de mis amigos, los Tazón de Rualasal. Era curioso el fenómeno lingüístico que allí se producía, pues los santanderinos que por aquellos lares paraban, que no eran pocos y que llevarían decenios en Madrid y cuyos hijos eran más madrileños que La Cibeles, a poco de pedir un blanquín y unas rabucas, no había quien los soportase por lo que cantaban, con ese canturrear entrañable de las gentes del viejo Santander. A los asturianos les sucede igual cuando se ven frente a una botella de sidra, que les salta el bable de los dientes. «Ahora esto ya no huele a nada», decía de repente Tolín con una mueca de disgusto, recién salido de su viaje por los viejos tiempos. «Ahora todo son señoritos por el Paseo de Pereda arriba y abajo, luciendo el palmito», y concluía, antes de tornar a sus cánticos marineros y a su pensamiento: «¡Muertos de hambre! ¡Con chistera, pero muertos de hambre! ¡Ay, aquellos mendrugos! ¡Sabían, talmenti a raba de la buena!»

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