Mientras tanto, el mutil en la caldera hierve el aceite so la brasa roja. Unas cebollas de su piel despoja y pica bien con prontitud ligera. De un bonito, la carne palpitante corta en pequeños trozos que sofríe con buen tomate y pimiento picante, luego con agua hirviente lo deslíe y así lo deja a que, en hervor constante, la blanca vianda a su sazón se alíe. Y, al llegar el instante en que cese la áspera faena, de patatas bien limpias y cortadas la caldera se llena y, cuando quedan blandas y guisadas y sintiendo va su ánimo flaco tras la labor penosa, el marinero, a un aviso jovial del cocinero, se apresta a devorar el marmitaco.» No poco me habría gustado escuchar este soneto con levita de boca de su autor, don Pedro Eguilor, allá por 1932, en la tertulia del Lyon D’Or, en el Bilbao de la República. Era don Pedro hombre de mucha palabra y poca escritura, que se enorgullecía de hablar como un Demóstenes, pero que escribía menos que Sócrates, el cual nunca quiso dejar rastro de su cultura. Y era algo lógico porque don Pedro tenía fama de ser buen gastrónomo, notable comedor, de esos a los que les gustaba el café caracolillo, convidado, conversado, con copa de coñac y con cigarro, lo que le dejaba poco tiempo libre para la pluma. Sin embargo, en la poética receta del marmitaco, que algún discípulo transcribiría, se equivocó pues repugna al buen sentido gastronómico de los cántabros elaborar una marmita (o marmite en Santoña, o sorropotún en San Vicente), tan extravagante. ¿Qué es eso de sofreír el bonito en pequeños trozos con tomate y pimiento picante? ¿Qué decir del despropósito de desleír con agua hirviente para que se unan los gustos? ¿Y esa idea tan rara de echar las patatas al final? «¡Mire, don Pedro!» oigo decir a los cocineros de por acá, «En Cantabria la marmita se hace de otra forma: separamos las espinas y las ponemos a hervir para lograr un caldo de pescado de sabor intenso, pochamos cebolla, añadimos el pimiento verde y mezclamos sabores; echamos luego el tomate pelado (alguno añade la carne de un pimiento choricero) y, por último las patatas (cortadas al trisque) y rehogamos hasta que se acristalan; luego añadimos el agua de las espinas y dejamos cocer; el bonito lo echamos al final, señor mío, bien aderezado con sal, cinco o diez minutos antes de cerrar el fuego. ¡Eso es marmita!» El cocinero vasco habría respondido, no poco ofendido: «¡Será marmita, pero no marmitaco!» y el lío estaría armado.
Tuve oportunidad de contemplar un enfrentamiento interregional por este motivo hace dos años, en el Noveno Día de la Sidra en Escalante. La organización había invitado a un cocinero bilbaíno para que preparase una marmita. En torno a él se agruparon las santoñesas de la Villa, pues Escalante es pueblo en el que viven no pocas amas de casa oriundas de la ciudad vecina y, por ende, expertas en marmite. Creo recordar que lo pasaron mal y yo, que soy a decir de muchos reputado marmitero, no les fui a la zaga. Creímos enfermar contemplando aquella elaboración.
Lo primero que hizo aquel druida vasco fue poner a remojo una carretada de pimientos choriceros. Hasta ahí razonable, pero luego cortó la cebolla en trozos no muy chicos y también ajos, zanahorias y puerros (aquello era un sacrilegio); lo echó todo a la cazuela y lo doró. Cuando estuvo en su punto, mezclados los sabores, pidió una botella de coñac; le dimos una de calvados de la tierra, que le servía igual, y la vertió enterita en el mejunje, después echó la gran tomatada. Las santoñesas y yo cerrábamos los ojos horrorizados. Añadió los pimientos choriceros que tenía aparte y coló todo aquello por el pasapuré. «¿Pero qué hace este hombre?» «¡Está como un cencerro!» «¡Eso no es marmita ni es nada!» «¡Que se lo coma su padre!» eran los comentarios más benévolos. Yo opté por marcharme por no poderlo soportar.
Me dijeron luego que había cortado las patatas con toda la parsimonia del mundo, que las puso a cocer en agua con sal y tiritas de pimientos y que, cuando estuvieron bien cocidas, echó la mezcla apartada de condimento que había apartado y, por último, el bonito sazonado.
Pasó la mañana, atendimos los puestos de sidra y yo, cansado, olvidado del incidente gastronómico fronterizo, volví, muerto de hambre, como el motil del poema de Eguilor, a devorar el engendro, que con sidra y a esas horas cualquier cosa era manjar. Para sorpresa de todos nosotros, aquello sabía a marmita castiza, ortodoxa, al más puro estilo de la cocina montañesa. Podría haber sido elaborada por cualquiera de nosotros y el sabor hubiera resultado idéntico. Aquel cachazudo cocinero vasco, que no se inmutó en ningún momento por nuestros aspavientos, había logrado el mismo plato con un método de trabajo diferente.
Aprendí entonces que la marmita y el marmitaco son la misma obra de Dios, e imaginé a éste encaprichado con comer bonito con patatas (plato que en el Paraíso no tenía nombre), y mandando a dos ángeles que lo fabricasen: cántabro uno, vasco el otro. Seguro que las dos potestades angélicas, pese a sus discrepancias, se habrían conchabado para lograr un mismo sabor; el Hacedor no podía ser violentado por diferencias metodológicas.
Me sacó de mi ensoñación el vizcaíno. «No te asombres, amigo», dijo; «yo soy discípulo de don Ramón Goicoechea, gastrónomo de Pasajes, presidente de la sociedad Iches Mendi, en ella aprendí.» «Pues yo», contesté, «recibí la cuchara de madera de mi suegra, Maria Luisa Cubillas, de Escalante, que la recibió a su vez de su madre, Delfina de Escalante y esta de la suya, Bernardina Castro, de Escalante también.»
En fin, ¿marmite?, ¿marmitaco?, igual manjar, diferente arte.
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