El Bar de Remigio está en La Albericia, uno de los barrios más típicos de Santander, pese a que se halla en los extrarradios de la ciudad.
Este fenómeno del tipismo en las afueras trae causa del incendio de 1942. Muchas gentes menesterosas del Cabildo de Abajo se refugiaron en Tetuán y la zona de Puerto Chico, hacinadas en casas de familiares; pero otros fueron desplazados a los extrarradios, a La Albericia y a Cueto. Con el tiempo, tras la reconstrucción de una ciudad preciosista para gente bien, el tipismo quedó sin espacio y los desplazados se resignaron a vivir en los barrios de acogida. Por esa razón, en establecimientos como La Nuncia de Cueto, y el Bar de Remigio, en la Albericia, hallamos, a poco que nos fijemos, al santanderino de voz cantarina y actitud desenfadada, todo lo contrario de los que miden con su palmito el Paseo de Pereda.
En el bar Remi, que es como se lo conoce en la zona, me encontré, por casualidad, con un viejo amigo, ya jubilado que a su olfato de sabueso (pues fue en vida laboral todo un inspector general de servicios), unió siempre un gran sentido de la estética hostelera y papilas gustativas con sensores casi informáticos: don Fulgencio Vara. «He vuelto al trabajo de inspector», me dijo casi al oído. Ante mi cara de asombro, me confesó que estaba escribiendo un libro sobre la pequeña hostelería. Me explicó que era aquella de la que no se hablaba en los medios, que no sale en las fotografías, pero que atiende en sus barras a la mayor parte de la clientela hostelera de España y de la que comen miles de familias: los bares de barrio, de pueblo, de esquina. Me aseguró que existían auténticas joyas, restaurantes de tres mesas en los que se podía comer a cuerpo de rey, establecimientos en los que vendían un blanco de solera de primera y, lo que a él más le importaba, sitios auténticos, no como las que llamó, despectivo, “pijotascas de ladrillo cara vista y suelo de madera de polilla trucada”. Mi amigo Fulgencio es madrileño de pura cepa, de los que aspiran la jota tras la ese y visten con montera de chulapo, pero muy vinculado a Santander por la gran cantidad de inspecciones que le tocaron por estos pagos. Se jactó siempre de ser todo un experto en rabas; le encantaban las del Gelín. Me dijo que se había acomodado en una pensión del Cierro del Alisal para coger mejor la autovía, y que tenía intención de permanecer todo un mes de “inspecciones micro-hosteleras” para documentar su obra.
«Sin ir más lejos», me dijo y extendió un brazo hacia la clientela que ya empezaba a ser concurrida, «Aquí puedes hallar lo mejor de lo mejor, en lo que a tipismo santanderino se refiere. Yo suelo venir todos los días a estas horas y paso un rato muy agradable, la verdad, mirando y escuchando». En efecto, me dejé llevar de su experta capacidad de observación y llegué a la conclusión de que debía de haber estado ciego hasta ese mismo momento, pues, pese a acudir con frecuencia al establecimiento, sólo me había fijado en lo bueno que es su café, en la excelencia de la repostería, elaborada en sus propios hornos, en la tienduca que la misma familia tiene al otro lado de la carretera y en el magnífico trato del personal. Pero hay mucho más y, entonces, me fijé en la divertida conversación del señor que vende cupones a resguardo de la tienda de Remi y que se suele tomar el cafelito siempre con doña Matilde, una señora muy seria de voz recia que habla poco pero con mucha gracia; y me fijé en Chuchi, un hombre, delgado, con andares de eslora a eslora, con el agudo acento cantarín de los hijos de Sotileza. «¡Ya verás qué gracioso es ese que acaba de entrar!», me indicó Fulgencio Vara refiriéndose a un hombre de unos cuarenta años, barriga bien cuidada, faz rosácea de buen profesional de la barra que, nada más pedir un pincho de tortilla, entonó mil quejas jeremíacas sobre lo mal que lo trataba su parienta, pues estaba de vacaciones y lo hacía trabajar como un burro cepillando todos los muebles de la casa. «¿Y de qué te quejas, hijo?», le contestó un paisano desde la otra esquina de la barra: «Tú tenías que hacer lo que yo, que me dijo la parienta que tenía que planchar la ropa y yo lo hice, sí, hijuco, claro que lo hice, y tan bien que la quemé dos camisas; luego me encargó que haría la comida y, date, las lentejas quemadas; y luego que si la colada, y ya sabes, una fuga que paqué». «¿Y qué, te dejó tranquilo?», preguntó el otro. «Bueno, sí, por supuesto que me dejó tranquilo, porque se divorció de mí y ahora me lo tengo que hacer todo yo solito»
Nos reímos un buen rato porque, además, esa conversación no fue como la transcribo, sino con algún que otro taco castizo salpicado aquí y allá, que no eran, precisamente “córcholis” ni “jopelines”. Luego llegó una bandada de funcionarios del Edificio Europa, de esos que toman café juntos, y los alumnos del ies Cantabria, y empleados de banca y toda la fauna humana de la zona, un caleidoscopio de los más curiosos personajes del Santander real, convocados por el buen hacer de los camareros del bar Remigio, que multiplican sus esfuerzos de tal forma que parece como si, pese a la balumba de gente, uno fuera el único cliente del establecimiento.
Me despedí de Fulgencio Vara, no sin antes intercambiar nuestros contactos de correo electrónico para que yo pudiera seguir sus “inspecciones”. «Quedarás sorprendido de la riqueza de vuestros bares y restaurantes de barrio». «¿Micro-hostelería has dicho, Fulgencio?» «Sí, amigo, Santander también es castiza», respondió y añadió con cierta sorna: «y los barucos son infinitos, como Cantabria».
No hay comentarios:
Publicar un comentario