En su sexto viaje, como decimos,
Juan de la Cosa marchó sin jefe al que tuviera la obligación de controlar,
según era su oficio habitual como hombre de la Corona. Pero no era el único que
pululaba por aquellas aguas de Tierra Firme (Venezuela y Colombia); también
estaban en las cercanías Ojeda y Guerra.
Eso sí, estos dos no podían pasar con sus naos de la península de Coquiboacoa (la actual Guajira, la que cierra el golfo de Maracaibo, donde empieza Colombia), que de ahí hacia el oeste era territorio dado a Juan de la Cosa en capitulaciones. Pero el Cartógrafo, conocedor del percal que tenía entre mano, no se fiaba un pelo; sabía que habían de pasar a sus aguas, como efectivamente sucedió, que cuando llegó a Calamar (Cartagena), se encontró con que, al poco, se escuchó el ladrido de los alanos en el horizonte; al poco divisaron la flotilla de Luis Guerra. Dijeron los intrusos, para justificarse, que habían tenido un percance con los indios y que buscaban, en plan de emergencia, dónde desembarcar, pues iban enfermos; todo mentira, claro. El De la Cosa aunque podía haber acusado a sus compatriotas de piratería, no quiso conflicto y se limitó a decirles que se fueran por donde habían venido. Ellos lo aceptaron y propusieron que, ya que estaban allí, podrían atacar jntos la isla de Codego, la que se ve desde Cartagena, no tuvo más remedio que ceder. Ahí se usaron los perros. Juan de la Cosa, según Ballesteros Bareta, no era especialmente piadoso, pero sí sabía que, para adentrarse en la selva y descubrir el paso hacia el sur, que era lo que realmente le interesaba, se hacía preciso no matar, no despellejar ni eliminar a los únicos que sabían el camino. Sin embargo, en capitulaciones había pactado con la Corona que no tendría piedad alguna con los nuevos súbditos, que lo que quería esta era oro contante y sonante, aunque tuvieran los conquistadores que arrancarlo de las narices de los indios, y ahora que se había encontrado con Guerra no iba a decir que no quería ir de cacería, pues eso era lo que le habría gustado al sevillano para acusar al santoñés de traición. Lo cierto fue que, al día siguiente de la cacería, Juan obligó a Guerra a soltar a todos los indios menores de diez años y a todas las mujeres, un ciento en total. ¿La causa?, no humanitaria claro, sino que estaban enfermos y no eran rentables, pues podían morir en el viaje de vuelta. Guerra no se podía negar, pues estaba en aguas jurisdiccionales de Juan de la Cosa. Era todo un caballero nuestro Cartógrafo y listo como el hambre. Ya saben; todo esto y mucho más en mi próxima novela: “El mapa perdido e Juan de la Cosa”. Mañana hablaremos de lo pájaros de cuenta que eran los Guerra, de Sevilla.
Eso sí, estos dos no podían pasar con sus naos de la península de Coquiboacoa (la actual Guajira, la que cierra el golfo de Maracaibo, donde empieza Colombia), que de ahí hacia el oeste era territorio dado a Juan de la Cosa en capitulaciones. Pero el Cartógrafo, conocedor del percal que tenía entre mano, no se fiaba un pelo; sabía que habían de pasar a sus aguas, como efectivamente sucedió, que cuando llegó a Calamar (Cartagena), se encontró con que, al poco, se escuchó el ladrido de los alanos en el horizonte; al poco divisaron la flotilla de Luis Guerra. Dijeron los intrusos, para justificarse, que habían tenido un percance con los indios y que buscaban, en plan de emergencia, dónde desembarcar, pues iban enfermos; todo mentira, claro. El De la Cosa aunque podía haber acusado a sus compatriotas de piratería, no quiso conflicto y se limitó a decirles que se fueran por donde habían venido. Ellos lo aceptaron y propusieron que, ya que estaban allí, podrían atacar jntos la isla de Codego, la que se ve desde Cartagena, no tuvo más remedio que ceder. Ahí se usaron los perros. Juan de la Cosa, según Ballesteros Bareta, no era especialmente piadoso, pero sí sabía que, para adentrarse en la selva y descubrir el paso hacia el sur, que era lo que realmente le interesaba, se hacía preciso no matar, no despellejar ni eliminar a los únicos que sabían el camino. Sin embargo, en capitulaciones había pactado con la Corona que no tendría piedad alguna con los nuevos súbditos, que lo que quería esta era oro contante y sonante, aunque tuvieran los conquistadores que arrancarlo de las narices de los indios, y ahora que se había encontrado con Guerra no iba a decir que no quería ir de cacería, pues eso era lo que le habría gustado al sevillano para acusar al santoñés de traición. Lo cierto fue que, al día siguiente de la cacería, Juan obligó a Guerra a soltar a todos los indios menores de diez años y a todas las mujeres, un ciento en total. ¿La causa?, no humanitaria claro, sino que estaban enfermos y no eran rentables, pues podían morir en el viaje de vuelta. Guerra no se podía negar, pues estaba en aguas jurisdiccionales de Juan de la Cosa. Era todo un caballero nuestro Cartógrafo y listo como el hambre. Ya saben; todo esto y mucho más en mi próxima novela: “El mapa perdido e Juan de la Cosa”. Mañana hablaremos de lo pájaros de cuenta que eran los Guerra, de Sevilla.
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