Eran legión en el siglo XVI. En los libros de Historia se habla sólo del
genovés Colón, que ya saben lo que hizo, aunque nadie conoce quién era, o del florentino Vespuccio que llegó a ser el
Piloto Mayor de la Casa de Contatación de Sevilla, o de su compatriota Berardi,
que fue el banquero que sufragó las primeras expediciones, o hasta del también
genovés Cabotto, que trabajó al servicio de España, aunque había descubierto,
bajo bandera inglesa, la tierra de Terranova.
No se habla, sin embargo, de la legión de florentinos y genoveses que habían venido a esta tierra de garbanzos a invertir y ganar dinero; eran emigrantes, sí, pero de muchos posibles, aunque también los había hampones y mafiosos. Y no sólo España estaba infestada, pues Portugal rebosaba de italianos; estaba claro, los dos reinos que dominarían la Mar Tenebrosa. Apellidos importantes de las familias genovesas en España fueron los Soprani, los Franchi, los Lucardi, los Fattinanti, los Casana —recuerden Luigi Casana, del Cartógrafo de la reina, que existió realmente— y los que castellanizaron el apellido, como Pinello, que pasó a Pinedo, y los Castiglione, que querían que se los llamase Castellón, gentes estas que ocuparon altos cargos en la administración hispana, igual que Cabotto en Inglaterra, también genovés, que prefirió cambiar su nombre por Cabot, que quedaba más fino en Liverpool. La lista es larga, quedan los Ripparelli, los Giovanni, los Pitaluga y un sin número que pueden hallar en la magistral obra del Heers, uno de mis inspiradores para escribir las novelas sobre Juan de la Cosa. Vamos, que faltaban don Corleone y don Tataya. Eran muchos y poderosos, lo que nos hace reflexionar. ¿Por qué los mafiosos italianos, aunque no del sur como los actuales, vinieron como bandadas de moscas a España y a Portugal? Está muy claro, porque tenían dinero abundante y necesitaban invertir. Disponían de oro en abundancia porque eran banqueros y porque las tres principales ciudades italianas, Florencia, Génova y Venecia, controlaban el comercio norte- sur, es decir el que comienza en el Báltico y por los países Bajos y el Rhin llega hasta Italia; y el comercio este-oeste, el que mantenían con Levante y Oriente Medio, porque la Ruta de la Seda, por aquellos tiempos estaba ya un tanto agostada, pero de esto hablaremos mañana. ¿Y por qué les gustaba tanto la Península?, ¿para tomar el sol? No por cierto, queridos, venían a invertir en viajes oceánicos, que era el único camino que les quedaba a los europeos para salir de la increíble crisis que tenían, parecida a la actual, como tendremos tiempo de demostrar. Sabían que, si en algún lugar había negocio, ese era el sur de España y Portugal. Además, qué quieren que les diga, ni los lusos ni nuestros honorables antepasados tenían un maravedí para invertir, que habían gastado sus energías en la secular guerra de rapiña llamada Reconquista, contienda interminable de la que la Hacienda de la época, es decir la Corona, no recibió nada, que todo quedó en los castillos de los señores de la guerra. No era casual, por ejemplo, que los reyes de Castilla y Aragón no tuviesen lugar fijo de residencia; se dedicaban a pasar unas temporadas en el palacio del señor tal, otras en el del señor cual y de gorra, claro. Así cohesionaron el territorio, sí, pero de dinero ni blanca. Y los italianos, más listos que el hambre, lo sabían. Hasta hubo un momento en que los Católicos temieron que Colón se la jugara en el Caribe y estableciese allí un protectorado genovés. Todo esto lo cuento con pelos y señales en El Cartógrafo de la reina. Si quieren informarse más al respecto, lean una extraordinaria obra del medievalista Patriq Heers, profesor de la Sorbona, titulada Colón, así a pelo. Bueno, me voy que viene el alba. El próximo día les contaré por qué fueron los europeos a América, ¿a buscar las famosas especias? No, amigos, no. ¿Cómo iban a estar tan interesados en el azafrán si se estaban muriendo de hambre? Nos han contado muchas trolas.
No se habla, sin embargo, de la legión de florentinos y genoveses que habían venido a esta tierra de garbanzos a invertir y ganar dinero; eran emigrantes, sí, pero de muchos posibles, aunque también los había hampones y mafiosos. Y no sólo España estaba infestada, pues Portugal rebosaba de italianos; estaba claro, los dos reinos que dominarían la Mar Tenebrosa. Apellidos importantes de las familias genovesas en España fueron los Soprani, los Franchi, los Lucardi, los Fattinanti, los Casana —recuerden Luigi Casana, del Cartógrafo de la reina, que existió realmente— y los que castellanizaron el apellido, como Pinello, que pasó a Pinedo, y los Castiglione, que querían que se los llamase Castellón, gentes estas que ocuparon altos cargos en la administración hispana, igual que Cabotto en Inglaterra, también genovés, que prefirió cambiar su nombre por Cabot, que quedaba más fino en Liverpool. La lista es larga, quedan los Ripparelli, los Giovanni, los Pitaluga y un sin número que pueden hallar en la magistral obra del Heers, uno de mis inspiradores para escribir las novelas sobre Juan de la Cosa. Vamos, que faltaban don Corleone y don Tataya. Eran muchos y poderosos, lo que nos hace reflexionar. ¿Por qué los mafiosos italianos, aunque no del sur como los actuales, vinieron como bandadas de moscas a España y a Portugal? Está muy claro, porque tenían dinero abundante y necesitaban invertir. Disponían de oro en abundancia porque eran banqueros y porque las tres principales ciudades italianas, Florencia, Génova y Venecia, controlaban el comercio norte- sur, es decir el que comienza en el Báltico y por los países Bajos y el Rhin llega hasta Italia; y el comercio este-oeste, el que mantenían con Levante y Oriente Medio, porque la Ruta de la Seda, por aquellos tiempos estaba ya un tanto agostada, pero de esto hablaremos mañana. ¿Y por qué les gustaba tanto la Península?, ¿para tomar el sol? No por cierto, queridos, venían a invertir en viajes oceánicos, que era el único camino que les quedaba a los europeos para salir de la increíble crisis que tenían, parecida a la actual, como tendremos tiempo de demostrar. Sabían que, si en algún lugar había negocio, ese era el sur de España y Portugal. Además, qué quieren que les diga, ni los lusos ni nuestros honorables antepasados tenían un maravedí para invertir, que habían gastado sus energías en la secular guerra de rapiña llamada Reconquista, contienda interminable de la que la Hacienda de la época, es decir la Corona, no recibió nada, que todo quedó en los castillos de los señores de la guerra. No era casual, por ejemplo, que los reyes de Castilla y Aragón no tuviesen lugar fijo de residencia; se dedicaban a pasar unas temporadas en el palacio del señor tal, otras en el del señor cual y de gorra, claro. Así cohesionaron el territorio, sí, pero de dinero ni blanca. Y los italianos, más listos que el hambre, lo sabían. Hasta hubo un momento en que los Católicos temieron que Colón se la jugara en el Caribe y estableciese allí un protectorado genovés. Todo esto lo cuento con pelos y señales en El Cartógrafo de la reina. Si quieren informarse más al respecto, lean una extraordinaria obra del medievalista Patriq Heers, profesor de la Sorbona, titulada Colón, así a pelo. Bueno, me voy que viene el alba. El próximo día les contaré por qué fueron los europeos a América, ¿a buscar las famosas especias? No, amigos, no. ¿Cómo iban a estar tan interesados en el azafrán si se estaban muriendo de hambre? Nos han contado muchas trolas.
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