Quizá, antes de seguir con los Guerra y, sobre todo con el mayor de los malandrines, Alonso de Ojeda, convenga hablar de la muerte del Cartógrafo, tan gloriosa, hecho histórico extaordinario que tanto me impresionó. De hecho, empecé a escribir la trilogía por el final, por su sacrificio en la selva de Turbaco, cerca de Cartagena de Indias, en 1510. Claro que eso supone hacer las primeras referencias a Ojeda, su capitán en aquella expedición, para cuyo salvamento se sacrificó el de Santoña.
Era el séptimo viaje de Juan de la Cosa por el Caribe, tras aquel
al que me he referido hace poco, que hizo en solitario como capitán general. En
su último periplo por Tierra Firme, al pobre Cartógrafo le obligaron, de nuevo,
a participar de segundo en la expedición de Ojeda, un carnicero saltimbanqui,
un pirata de tomo y lomo que debía de ser tutelado por alguien cercano a la
Corona, aunque esta estaba interesada, sobre todo, con que no se quedase el
capitán de turno con un maravedí de más en el bolsillo, de los pertenecientes
al quinto que correspondía a Hacienda. Ya había muerto la pobre reina Isabel,
esa que apenas se lavaba, pero su hija, doña Juana, a la que llamaban loca
porque no le dejaba hacer sus correrías al bragueteiro Felipe, conocido como el
Hermoso, le hizo volver a depender del diablo de Cuenca, como llamaban a Ojeda,
también conocido como el Caballero de la Virgen, lo que daba lugar a mucha
guasa, pues alardeaba de no dejar hembra entera, pese a ser desdentado y oler a
ajo que tiraba para atrás. Total, que nuestro Juan otra vez marchó de segundo y
de tutor. Se llegaron, piano, piano, hasta lo que hoy es Cartagena de Indias y
el capitán, que tenía un ciento de deudas en la Española, decidió hacer una
cacería de indios, para esclavizarlos y obtener algún fondo. Juan se opuso, pues
sabía que los flecheros estaban muy revueltos por las canalladas perpetradas poco antes por Guerra y por el
mismo Ojeda, pero este acusó al de Santoña de cobardía. Se internó en la salve,
capturó a doscientos y siguió al interior. Hallaron un poblado del que habían
huido los indios. Se aposentaron en él. Comieron la comida aún caliente en las
pailas. Bebieron la chicha fermentada, pues no había otra cosa mejor, que
colgaba de los zaques en las pobres pallozas y se echaron a dormir. ¡Menudo ejemplo
de mílites de Castilla! Los indios, que no eran tontos, se percataron de que
eran pocos y despistados los que los atacaban, salieron de la selva, los
rodearon y los atacaron por sorpresa. En esto, Juan de la Cosa llega al rescate
con refuerzos. ¡Bravo, estamos salvados!, debieron pensar los atribulados
cristianos pero, para su desgracia, resultaron tan escasas las fuerzas de
refresco que, tras romper el cerco, también quedaron cercados con los aturdidos
hombres de Ojeda, todos juntitos. Como este había quemado vivos a unos indios
el día anterior en una cabaña, con flechas incendiarias, pensó que los salvajes,
que no sé yo quien lo era más, podían pensar en hacerles lo propio, pues se
habían refugiado ellos en otra igual; la quitaron el techo de paja para evitar
la tentación al enemigo, y aguantaron el tipo pero, poco a poco, iban siendo
diezmados. «Uno ha de escapar para contar lo que ha sucedido a nuestros
camaradas de la costa, dijo Juan.» «Yo, yo puedo ir, que son chiquitín y ágil»,
se apresuró a decir Alonso de Ojeda; todo un ejemplo de capitán, como pueden
apreciar… Llegado a este punto, queridos, noto que está llegando el día y debo
dejar de contar la conseja. Mañana seguiré este cotilleo histórico, llamado así,
con gran acierto. por una amable lectora. Tengan paciencia. Por cierto, en El
Cartógrafo estas escenas están narradas con todo detalle y estilo serio. Creo,
de verdad, que esto que cuento no es spoil
de mi propia obra, pues lo que diferencia a las obras de arte de las que no
lo son es la forma, más que el contenido; cómo se cuenta, más que el qué se
cuenta. Hasta mañana.
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