Porque eran
unos bandidos. Cristóbal Guerra, il capo,
buscaba a Juan de continuo para que formase tripulación con él. Claro, el de
Santoña era perro viejo, conocedor de la mar, encima inversor al que nunca se
le salió mal un negocio —bueno alguno sí, pero ya hablaremos de ello— y, sobre
todo, no pretendía nunca rivalizar con el jefecillo de turno; es decir, era un
mirlo blanco para cualquier pirata. Pero él no deseaba, ni mal ni bien, ir con
Guerra, pese a las presiones, incluso de la Corona.
Y es que el comportamiento de esos sevillanos con los nuevos súbdito de Castilla había sido deplorable. Los indios pronto aprendieron a no llevar colgado el oro de las narices o de las orejas por temor a que lo arrancasen, de un tajo, con ellas detrás. Allá donde llegaban, daban a cada indio unos saquitos para que los llenasen de oro, saco por hombre, saco por mujer, saco por niño y ¡ay de aquellos que no los tornasen llenos! Sin embargo, muy cerca de Cartagena, le plantó cara un cacique: Ichiro, que huyó a la selva con varios guerreros. Como represalia, Cristóbal metió en la cabaña del jefe una jauría de alanos azuzados que mataron a toda su familia, hasta a los niños de pecho. Como es natural, Ichiro se la juró y levantó en armas a toda la costa de Tierra Firme, desde Margarita a Urabá contra os castellanos; fue el primer gran cacique indio de Venezuela y, además, se generalizó el uso de la ponzoña en las flechas, que pocas tribus usaban hasta entonces, técnica guerrera traída de las selvas del interior. Por eso, cuando en el sexto viaje de Juan de la Cosa, este coincidió con su hijo, Luis Guerra, en aguas de Cartagena, de la jurisdicción del de Santoña, se enteró de que los indios habían hecho caer en una emboscada a Cristóbal y lo habían matado. Descuartizaron los cuerpos de los marinos que desembarcaron con él, en avanzada y, para que lo viesen mejor desde las carabelas, colgaron brazos, piernas y cabezas de las más altas palmeras de la playa. Pasado el tiempo, también Juan de la Cosa sufriría las consecuencias de tales acciones, pues murió aseatado como un San Sebastián en Turbaco, a manos de los indios flecheros. ¿Cómo iba a estar de acuerdo con el comportamiento de aquellos piratas, si a él lo que le interesaba era alcanzar el paso hacia el mar del Sur y Cipango, que buscaba por Panamá? Además, el oro le importaba un ardite, pues parece que era un hombre de notable riqueza, ¿quién, si no, podría disponer de naos en la Castilla del sur, donde el más pintado era dueño de meras carabelas o jabeques morunos? Esta teoría de la riqueza de nuestro hombre la saco del maestro Antonio Ballesteros Bareta, autor que informa toda mi obra sobre el Cartógrafo, en especial “El Mapa perdido de Juan de la Cosa”, que pronto podrán leer. Mañana, si me da tiempo, les contaré cómo Juan ridiculizó a Cristóbal Guerra en una negociación para conseguir capitulaciones.
Y es que el comportamiento de esos sevillanos con los nuevos súbdito de Castilla había sido deplorable. Los indios pronto aprendieron a no llevar colgado el oro de las narices o de las orejas por temor a que lo arrancasen, de un tajo, con ellas detrás. Allá donde llegaban, daban a cada indio unos saquitos para que los llenasen de oro, saco por hombre, saco por mujer, saco por niño y ¡ay de aquellos que no los tornasen llenos! Sin embargo, muy cerca de Cartagena, le plantó cara un cacique: Ichiro, que huyó a la selva con varios guerreros. Como represalia, Cristóbal metió en la cabaña del jefe una jauría de alanos azuzados que mataron a toda su familia, hasta a los niños de pecho. Como es natural, Ichiro se la juró y levantó en armas a toda la costa de Tierra Firme, desde Margarita a Urabá contra os castellanos; fue el primer gran cacique indio de Venezuela y, además, se generalizó el uso de la ponzoña en las flechas, que pocas tribus usaban hasta entonces, técnica guerrera traída de las selvas del interior. Por eso, cuando en el sexto viaje de Juan de la Cosa, este coincidió con su hijo, Luis Guerra, en aguas de Cartagena, de la jurisdicción del de Santoña, se enteró de que los indios habían hecho caer en una emboscada a Cristóbal y lo habían matado. Descuartizaron los cuerpos de los marinos que desembarcaron con él, en avanzada y, para que lo viesen mejor desde las carabelas, colgaron brazos, piernas y cabezas de las más altas palmeras de la playa. Pasado el tiempo, también Juan de la Cosa sufriría las consecuencias de tales acciones, pues murió aseatado como un San Sebastián en Turbaco, a manos de los indios flecheros. ¿Cómo iba a estar de acuerdo con el comportamiento de aquellos piratas, si a él lo que le interesaba era alcanzar el paso hacia el mar del Sur y Cipango, que buscaba por Panamá? Además, el oro le importaba un ardite, pues parece que era un hombre de notable riqueza, ¿quién, si no, podría disponer de naos en la Castilla del sur, donde el más pintado era dueño de meras carabelas o jabeques morunos? Esta teoría de la riqueza de nuestro hombre la saco del maestro Antonio Ballesteros Bareta, autor que informa toda mi obra sobre el Cartógrafo, en especial “El Mapa perdido de Juan de la Cosa”, que pronto podrán leer. Mañana, si me da tiempo, les contaré cómo Juan ridiculizó a Cristóbal Guerra en una negociación para conseguir capitulaciones.
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