A finales del siglo XV se tenía la
certeza de que allí donde hubiera tierras vírgenes y selváticas, se hallaría oro. Se suponía a
tales territorios surcados de caudalosos ríos entre cuyo lodo se podría
distinguir el precioso metal a simple vista y, en las cascadas, tras la cortina
de agua, minas como las del país de Sava.
Selvas-ríos-montañas-oro, esa era la
secuencia requerida para dar por segura la presencia del oro en una tierra
desconocida. Por eso, cuando Colón llegó a las Antillas en su segundo viaje, con Juan de la Cosa como
maestro cartógrafo, y fondeó en las proximidades de la isla de Guadalupe, vio
que entre la espesura selvática, hacia una esquina de la costa, escapaba de una
pequeña montaña cierta cascada en cuyas aguas se reflejaba el sol. Envió el
Almirante a Diego Márquez con seis marinos para explorarla, pero el hombre,
obnubilado por la idea que decimos, desobedeció la orden de limitarse a
verificar si era aquella tierra habitada, marchó directo hacia la cascada para
apoderarse del oro, sorprender a todos y, claro, hacerse rico a la primera.
Esta idea lo atontó y no regresó a la flota. Colón envió a Ojeda en su busca,
pero no logró el conquense hallar a sus compañeros; eso sí, descubrió que era
tierra habitada por caníbales y hasta encontró un puchero de hierro que, sin
duda, habría sido tomado de alguna carabela, quién sabe si del Fuerte de la
Navidad. Márquez y los suyos, quizá por estar hurgando por entre los pliegues
de la cascada cristalina, no se enteraron ni de los cañonazos de despedida y
faltó el canto de un duro para que se quedasen para siempre en la isla, a
merced de los antropófagos. Por fortuna para ellos, justo en el momento de
iniciarse las maniobras para aproar a mar abierta, resignado el Almirante a dar
por desaparecidos a sus marinos, se los vio en la punta de Guadalupe, gracias
al humo de una fogata con la que los extraviados pretendían llamar la atención
de la armada. Con lo anterior he pretendido ilustrar la vigencia universal de
la leyenda urbana de la época, según la cual donde hay selva tiene que haber
oro, fantasía que condicionó la labor
exploradora de los españoles. Los portugueses, sin embargo, tenían muy claro el
concepto del beneficio; para ellos no ganar era perder, de manera que hacían
viajes cortos de caboteo por África y obtenían beneficios inmediatos, aunque no
fueran tan cuantiosos como los que les podrían dar las hipotéticas cascadas de
oro en una tierra como América, de cuya
existencia tenían buena noticia. Es más, parece verosímil que el primer
mapamundi no fuese el de Juan de la Cosa, sino un patrón portugués —patrón era
la carta secreta que se guardaba en A
Casa da India, el equivalente luso a nuestra sevillana Casa de Contratación—
del que se copió el mapamundi de Cantino, mucho más preciso, por lo menos en lo
tocante a un Asia nítidamente diferenciada de América, que el de nuestro
santoñés. Es curiosa la historia de este mapa. Resulta que un tal Alberto
Cantino, criado del gran señor italiano Hércules, duque d’Este, el que fue último
esposo de Lucrecia Borgia y quien, según cuentan, acabó con la rebeldía de la
bella romana, ya saben, la hermana de César Borgia e hija de Rodrigo Borgia, el
papa Alejandro II, con quienes, hermano y padre, la chica practicaba un doblete
incestuoso, claro que según las malas lenguas de la época, tan ponzoñosas como
las de hoy día, que yo no me creo nada … Digo que Hércules d’Este ordenó a
Cantino, su embajador en Lisboa, que comprase un mapa, costase lo que costase,
que reflejara el contenido del bien guardado patrón secreto, para lo que le
proveyó con abundantes fondos. Como la corrupción era por entonces algo normal
y legítimo —ahora sólo es normal— salvo que el corrupto terminase en la horca
por no tomar las más elementales precauciones, logró el criado sus propósitos. Dicen que le costó al Duque la
friolera de doce ducados de oro, el equivalente a todo un rescate bancario de
hoy día. Las gestiones para conseguir la copia comenzaron en 1500 y en 1502
Alberto Cantino escribió a su mandante, don Hércules, diciendo que ya lo tenía
en su poder y que pronto se lo remitiría por mar. Hoy es propiedad de la
biblioteca de Módena, en Italia. Fíjense que era la copia de un mapa ya
existente, mapa que, por lo menos era coetáneo del de Juan de la Cosa, si no anterior.
Todo esto viene a que, como digo, los portugueses conocían bien la existencia
de América. Esto era así porque al llegar al golfo de Guinea, se encontraron
con que no podían seguir descendiendo por la costa africana a causa del fuerte
viento contrario. Bien saben ustedes, lo he dicho en mil charlas, que en el
Atlántico Sur las corrientes de aire son contrarias a las del Atlántico Norte;
si en este giran como las agujas del reloj, facilitando el viaje a América desde
Canarias- Cabo Verde y de ahí a las Antillas y la vuelta, el tornaviaje, por el
norte, hacia la altura de las Azores o más arriba, en el Sur giran al revés,
pues el viento aleja a las naves de África, de forma que para llegar al río
Congo, los portugueses eran empujados en dirección contraria, hacia poniente,
muy cerca de la costa brasileña, hasta coger de nuevo el viento circular que los
dirigía hasta el Congo. Por supuesto que, en este rizo obligado, se toparon con
las tierras vírgenes y vegetales de América, en las que habría oro sin duda,
dada las ideas de la época, pero que tendrían que desbrozar con gran trabajo y éxito
incierto para obtenerlo. Nuestros vecinos , gentes prácticas, se conformaron
con su negociete africano, más seguro; sobre todo cuando llegaron a Guinea y
recibieron el apoyo de los mandinga para capturar oro y esclavos. Fundaron la
Mina, factoría que era eso, lo que su nombre indica, una sima de riqueza. Pero,
ojo, esta colonia que se hallaba a la altura de lo que hoy debe de ser Togo, estuvo
a punto de caer en poder de los españoles… Se lo cuento, aunque el viento me
desvíe un tanto del rumbo trazado... Ya les he hablado de la Guerra de Sucesión
entre la Beltraneja e Isabel, y de que tuvo una importante vertiente naval,
pues bien, sucedió que los españoles decidieron, hacia el final de la
contienda, dar un golpe de mano en los intereses portugueses en Guinea, además
estaban los nuestros ganando la guerra y padecían de cierta euforia. Se
dirigieron hacia el sur dos enormes flotas castellanas: una al mando de Juan
Rejón, que marchó a Canarias para despistar, como maniobra de distracción, y
otra al mando de Juannotto Bosca —¿ven?, otro italiano— quien con el grueso,
nada menos que treinta y cinco navíos, puso rumbo a La Mina. Sucedió que, en
principio, los portugueses cayeron en la trampa y marcharon a enfrentarse a los
españoles en Canarias, sin sospechar el nublado que caería sobre sus posesiones
del sur. Al mando de la flota portuguesa estaba Jorge Correa que se sorprendió
cuando pasado un tiempo, casi dos meses de escaramuzas navales, capturó dos
buques de abastecimiento españoles que provenían del Ecuador, además con un
buen cargamento de oro. ¿Qué significaba aquello?, se preguntó el portugués; ¿a
quién iban a proveer? ¿De dónde sacaron el oro? Se mosqueó, dejó la batalla de
Canarias y, pese a las expresas instrucciones de su rey, marchó a Guinea y allí
pescó a los españoles desprevenidos, que se daban la gran vida en La Mina, plaza
de la que se habían apoderado. Llevaban dos meses cargando sus naves de oro y
esclavos y disfrutando de unas buenas vacaciones, rodeados quizá de saludables
nativas mandinga. Poco tuvieron que luchar los portugueses para reducirlos y
para conseguir el magnífico botín que tan gran flota había acumulado, de tamaño
tal que no se recordaba otro igual por aquellas aguas. La consecuencia de la genial decisión de
Jorge Correa fue que Portugal contó con oro suficiente para continuar la
guerra, expulsar a los españoles definitivamente de África y obtener las
mejores posiciones para negociar el tratado de Tordesillas, que les terminó
beneficiando. Ya ven lo que es la Historia, una auténtica serendipia: por un
clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un
jinete, por un jinete un reino. Todo esto que les cuento con mi ir y venir por
la Historia como Perico por su casa, que creo el día menos pensado me van a
quitar el carnet de novelista histórico… todo esto, digo, inspira mis novelas,
pero no son el tema de las mismas, ojo, que cuanto en ellas van a encontrar es
muy diferente, no sea que piensen que ya lo he dicho todo en estas historietas y
se queden sin comprar mi libro, que es lo que me interesa. En definitiva, para
concluir que ya viene el alba: los europeos iban a América a por el oro y
sabían muy bien lo que había allí, selvas y más selvas, en consecuencia, oro y
más oro, lo que necesitaban. Los cincuenta primeros años los españoles las
pasaron canutas para conseguir cuatro piezas de oro y de mala calidad; además, caían
como chinches; eran las Indias Occidentales un infierno donde iban los nuestros
a mal morir. Estaban atrapados en una ratonera, de ahí la incesante búsqueda de
Juan de la Cosa por la costa panameña, por ver si había allí un paso hacia
Cipango… Por cierto, ¿han observado que en esa zona del mapa, Panamá y el golfo
de Urabá, puso Juan de la Cosa la imagen de San Cristóbal portando al Niño? Es enorme,
desproporcionada. ¿Por qué lo hizo? Porque estaba convencido de que en ese
mismo lugar estaba el buscado paso a los mares del Sur, al que Ptolomeo llamó El estrecho de Kattigara. Pensó nuestro
santoñés, seguro, que pronto tendría que modificar el mapa para pintar la realidad bajo la imagen del
santo. En la próxima entrega les hablaré de cómo a los españoles les tocó una
inesperada lotería en tiempos del Emperador Carlos. Hasta dentro de dos días,
más o menos.
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