¿Quién
no ha aprendido en la escuela, o incluso en la universidad, que el
Descubrimiento de América se produjo como consecuencia de la caída de
Constantinopla en poder de los turcos? Estos señores malvados, de alto turbante
y muy mala leche, decían nuestros bien intencionados maestros, controlaron los accesos a Asia Central e impidieron que los pobres
cristianos trajesen las llamadas especias de la China, el azafrán, la seda, la
canela y esas cosas tan monas apreciadas por aquí. Entonces los cristianos, empujados por el mono que les producía la
carencia de tantas cosas lindas —nos seguían ilustrando en el primer tema sobre
los viajes colombinos—, estrujaron sus cerebros como rodillas de fregadero y
dieron en la genial idea de buscar
nuevas rutas; los portugueses circunvalando África y los españoles, más
valientes y avezados, atravesando el Océano Atlántico. En esto estaban cuando, de repente, se dieron
de bruces con el continente americano… ¡Eureka! La verdad, todo esto suena a cuento chino.
Claro
que, a quienes hayan leído mi artículo, “La anterior gran crisis”, no se la
pueden dar con queso porque ya saben que en 1453, cuando los señores turcos
tomaron Constantinopla, la Ruta de la Seda llevaba ya casi un siglo sin saber
lo que eran sandalias de mercaderes europeos. Buenos estaban los inquilinos de
Europa con la peste, el descenso del comercio, las guerras y las hambrunas para
andar buscando el azafrán, botillerías, canelas, sedas y gullerías por el
estilo. Al contrario, fue gracias a que los turcos se hicieron cargo de dicha
Ruta, los grandes señores nunca dejaron de recibir los maravillosos productos
de lujo asiático, pagados a precio de oro por supuesto.
Además,
casi cuarenta años antes, los portugueses habían fundado una ciudad científica en el Cabo de San Vicente, allá
por la barbilla de Portugal. Se llamaba Segrés, y era una especie de Cabo
Cañaveral para la experimentación científica de la época. La levantó un miembro
de la casa real portuguesa, que no llegó a reinar por ser un segundón; se
llamaba Enrique de Avis y Lancaster y, aunque nunca puso los pies en un barco, todos
lo conocían como «Enrique el Navegante». Este gran viajero de tierra firme, fue
el impulsor de la marinería lusa. A su emporio científico atrajo a las mejores
cabezas de la época, entre los que se encontraban los grandes cartógrafos
judíos baleares, los Cresques, que habían fabricado el famoso Mapa Catalán. Uno
de ellos, Jehuda Cresques, pasó a llamarse, una vez bautizado, Jaume Rives,
maestro de maestros. En definitiva, que los portus vieron el negocio e
invirtieron a fondo en los viajes de larga distancia. Castilla y Aragón, entre
tanto, no se enteraron por falta de medios y por carencia completa de visión
estratégica y, cuando quisieron darse cuenta, los vecinos ya llevaban cincuenta
años de ventaja y habían llegado hasta el golfo de Guinea. Como los castellanos
y maños estaban muertos de hambre y tenían, quizá por eso, muy malas pulgas, se
metieron en las aguas portuguesas en plan pirata y tuvo lugar una gran contienda
entre los dos países: la Guerra de Sucesión, en la que, formalmente se dieron
de tortas los partidarios de Isabel de Trastámara y su prima Juana la
Beltraneja, pero que en el fondo, y de esto han hablado poco los historiadores,
fue una decisiva guerra naval en Guinea, de la que hablaremos más en este foro,
pues es un asunto apasionante. Lo cierto fue que, entre guerras y piraterías,
los nuestros aprendieron el arte de la navegación de altura y pronto estuvieron
preparados para dar el salto al charco. Claro que ingleses y franceses, los
otros dos grandes ventanales atlánticos de Europa, seguían liados en guerras y
revueltas, en la larga contienda de las Dos Rosas, en la Guerra de los Cien
años, seguida de la Guerra de los Treinta; menos mal, que si no, también nos
habrían comido la tostada en este terreno.
Los
lusos eran muy listos y fueron descendiendo
por la costa africana poco a poco. Llegaban al Cabo Bojador y subían con alguna
buena adquisición. Volvían a bajar; llegaban al Río de Oro y tornaban con
mercaderías que no eran especias, pero que no estaban mal; así amortizaban de a
poco sus inversiones, hasta que lograron llegar al golfo de Guinea, donde fundaron
una factoría a la que llamaron La Mina. Allí descubrieron que el mejor
producto, el más rentable, era el oro negro: los esclavos.
Los
árabes de Somalia y Sudán, proveedores de plata y oro a Europa, desde la época
de los romanos, comprobaron que era más rentable el negocio de los esclavos con
los portugueses de la Mina que abastecer a los viejos cascarrabias europeos,
tan creídos de su destino en lo
universal, como dijo uno. En esta decisión sí que tuvieron mucho que ver
los señores turcos, que dificultaban ese tráfico de caravanas y buques con oro
hacia Florencia, Génova o Venecia; claro se ventilaba antaño una guerra de
civilizaciones —como la que se aproxima hogaño— y los de la media luna veían
claro el valor estratégico de dejarles a los enemigos sin moneda y reservas en
oro. En fin, que los árabes, jefes del comercio en el Cuerno de África, dejaron
de aprovisionar a Europa de metales preciosos y, en su lugar, dirigieron las
caravanas hacia Guinea. Comenzó la cacería de esclavos a gran escala y, como
paradoja, los mercados europeos quedaron desabastecidos de oro.
No
había monedas, quebraron muchos bancos, no se cumplieron los compromisos
mercantiles, escasearon los productos, arreció el hambre, el desempleo era
total por la ruina del comercio en las ciudades… todo esto les suena, ¿verdad? Y nació una
bárbara criatura que cambió la historia de nuestro mundo conocido: la gran
FIEBRE DEL ORO. Nuestros antepasados marcharon a América a buscar ORO, no
especias ni bobadas por el estilo. Además, sabían muy bien lo que había entre
Europa y Asia: la tierra de las grandes selvas.
Con
todo esto veo que me estoy yendo por las ramas, pues lo que yo pretendía era
hablar de Juan de la Cosa y, claro, de mi libro; pero…esta maldita pluma se echa
a correr en cuanto me despisto. En fin, debo irme, que ya llega el alba. El
próximo día profundizaremos algo más en esto de la fiebre del oro, que no fue
cosa sólo del Lejano Oeste, como pueden apreciar. De todas formas, les voy a
dejar con una duda y una pregunta: ¿por qué creen que los españoles y los
portugueses suponían que en América había oro? ¿Alguien se lo había dicho?
¿Existiría alguna leyenda?... for your consideration.
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