Decíamos ayer… —disculpen que parafrasee a fray Luis de León, pues soy un romántico de los viejos buenos tiempos— decíamos ayer, digo, que Pizarro se quedó en Necoclí, en el fuerte de chichi y nabo de San Sebastián, al frente de la guarnición, mientras Ojeda se marchaba con viento fresco en el barco de un pirata.
Los
náufragos tuvieron que esperar varios meses para ser rescatados, hasta que
llegó Martín Fernández de Enciso con una flota de auxilio, pero no crean que
fue Ojeda quien le avisó de la situación en que quedaban sus hombres, pues el
conquense llegó años después a la Española en taparrabos, justo cuando pillaron
a la pandilla de facinerosos con la que se embarcó, tras lo cual entró en
religión, para poder comer de vez en cuando y, entre muros, rindió la vela,
quiero decir que se murió. ¿Pero quién era el nuevo salvador?, pues un abogado que
se las sabía todas, rebotado de Sevilla. Como Ojeda le debía muchos maravedíes
y había marchado del asentamiento, el letrado se hizo dueño del poblado de San
Sebastián con base en ciertos documentos firmados por el capitán aventurero, en
los que hacía su socio al letrado en caso de impago de las deudas. Era un
título jurídico válido para presentar una reclamación judicial, aunque un tanto
endeble para considerarse el sucesor de Ojeda en la gobernación de una
jurisdicción otorgada por capitulaciones, la verdad, pero, en fin, Martín era
un lince en buscarle repliegues a la ley… Llegados a este punto, lectores míos,
me interesa que, por favor, no se pierdan, que ahora viene lo interesante.
Saben que Ojeda había venido con Juan de la Cosa a colonizar por Urabá —es el
golfo de Colombia más cercano a Panamá—. En ese brazo de mar desemboca el río
Atrato y, según las capitulaciones obtenidas por Ojeda río y golfo constituían la última frontera de la
jurisdicción territorial concedida a nuestro amigo, Nueva Andalucía, que se
extendía desde la orilla este del Atrato hasta el cabo de la Vela, en la actual
Venezuela. ¿A quién pertenecía la tierra del otro lado del rio, la ribera
oeste? A la jurisdicción llamada de Nueva Granada, a cuyo cargo estaba Nicuesa.
¿Recuerdan a este hombre?; en efecto, fue quien descubrió a Ojeda maltrecho por
la paliza que le habían pegado los indios en Turbaco y que decidió, junto con
el conquense, dar un escarmiento (por cierto, este es Ojeda, natural de Cuenca,
que creo no he citado antes su patria).Pues
resulta que Ojeda y Nicuesa habían recibido sus respectivas cartas de capitulación
en las que quedaba bien clara la frontera entre ambas: el golfo de Urabá y el
río Atrato. Por eso nuestro capitán araña funda la ciudad de San Sebastián en
la margen derecha del golfo, en el paraje de Necoclí, que era la que le
correspondía. Los
dos capitulantes tenían la obligación de levantar una ciudad, una cabeza de
puente, como la Isabela o como Santo Domingo en la Española, para poder
penetrar desde ellas en el interior. ¿Estaba
Nicuesa en la orilla oeste de Urabá fundando la suya? Pues no, seguía buscando el
paso hacia el Mar del Sur, hacia el Pacífico; seguía buscándolo costa arriba,
con desesperación, y dejó para más adelante el cumplimiento de su obligación
fundadora; muy cara iba a pagar aquella negligencia. Pero volvamos
con Martín Fernández de Enciso que acababa de llegar a San Sebastián. Decíamos
que se hizo el amo porque tenía cartas firmadas por Ojeda en las que se
aseguraba que iba a la parte con él, aunque no había firmado el leguleyo las
capitulaciones pero, como decimos, se sabía el código de partidas de cabo a
rabo. Los náufragos, que estaban hartos de todo, le dejaron hacer, pues lo
único que deseaban era sobrevivir y, a ser posible, regresar a su tierra,
¿quién los habría mandado salir de ella?, pensaban. Sin embargo, no a todos les
era indiferente que Enciso tomase el mando. Había
uno que se lo tomó muy mal, que tenía gran don de gentes, exuberante simpatía y
ningún escrúpulo. Pero, antes de decirles su nombre, les tengo que contar cómo
llegó al fuerte: escondido como polizón en un barril del barco de Enciso. Este
intentó echarlo al mar, pero el otro puso cara de simpático, se hizo con la
tripulación, contó un sinfín de chistes, colmos y gracias y el capitán no se
atrevió a ir contra el gusto de la mayoría. ¿Quién era?, nada menos que Vasco Núñez
de Balboa. Esto es tan extraordinario que temo por mi prestigio como narrador;
si ustedes dudan consulten la Wiki, que para eso está. Todos
querían salir de aquel infierno, pero Enciso, hábil con los cartapacios aunque
con la mente roma en cuestión de estrategia, se empecinó en seguir en aquella
pocilga. Vasco se hizo con el control de la situación y azuzó a los marinos
para que apoyasen su propuesta: partir a la otra orilla y fundar allí una
ciudad mejor. Enciso se oponía porque, con la ley en la mano, aquel era el
territorio de Nicuesa, Nueva Granada, y se podían meter en un buen lío. En fin,
que la simpatía del polizón, el hambre de los marinos y la mala encarnadura
aventurera de aquel código andante que era el capitán-letrado, hicieron que
este renunciase a su cargo, tornase a la Española y dejase a Vasco al frente de
aquellos desesperados. ¿Le
preocupaba al novísimo jefe entrar en territorio del vecino? En absoluto, pasó
el charco y en la orilla opuesta fundó la ciudad de Santa María de la Antigua,
que hoy subsiste, aunque es chiquita. Se puede decir que esta fue, de hecho, la
primera ciudad española en Tierra Firme. Vasco Núñez de Balboa era feliz, el puro
amo de aquellas tierras interminables. Se alió con unos indios y traicionó a
otros, castigó con enérgica crueldad y perdonó de forma arbitraria; se
comportó, en fin, como habían hecho algunos años antes los nuestros en la
Española y —aquí está lo más importante—, descubrió el Océano Pacífico.
Comprobó que el legendario mar existía y que no había paso en la tierra para
llegar a él.
¿Recuerdan
quién era uno de sus capitanes? ¿Uno que había heredado Vasco con los hombres
de Ojeda? En efecto, veo que ya lo han adivinado, se trataba de Francisco
Pizarro. Este hombre, analfabeto pero astuto, vio que se aproximaba su hora y
se hizo buen amigo de Vasco, pero aún tuvo que esperar algún tiempo.
La
gran sorpresa para todos fue que, de repente, un buen día luminoso, llegó a
Santa María de la Antigua quien había obtenido la capitulación para poblar
aquella tierra llamada Nueva Granada, el bueno de Nicuesa. ¿A santo de qué se
había atrevido alguien a fundar una ciudad en sus territorios? ¿Quién era ese
advenedizo llamado Vasco?
El
dueño del prado fue muy bien recibido y agasajado, pero pronto reclamó todo el
poder para él, lo cual era como pedir cotufas en el golfo, pues el nuevo
general tenía ya muchos humos y controlaba las armas; los hombres de Nicuesa,
sin embargo, eran pocos, desnudos y mal pertrechados. Tras un juicio sumarísimo
por rebeldía, ¡fíjense!, rebeldía por reclamar lo suyo, Diego de Nicuesa fue
condenado a la expulsión de la colonia y, como no tenían barco, pues su flota
había sido destrozada contra un roquedal varias millas más al norte de Urabá,
se le entregó un bote, se lo remolcó a alta mar y lo dejaron abandonado. Nunca
más se supo de él.
¿Sorprendidos?,
¿les suena esto a una historia protagonizada por John Silver el Largo con el
loro al hombro? A mí también me costó creerlo. En fin, antes de continuar voy a
hacer un resumen, por si se han perdido en este tortuoso Caribe de la historia.
Ojeda logra capitulaciones para explotar y gobernar Nueva Andalucía, toda la
costa de Venezuela y Colombia hasta Urabá —de aquí hacia el norte eran tierras
reservadas a Nicuesa—; llega a Turbaco,
se produce la batalla histórica y muere Juan de la Cosa; sigue Ojeda su rumbo y
funda la ciudad de San Sebastián de Urabá; a punto de que mueran de hambre sus
hombres marcha con un pirata y no se vuelve a saber del capitán valiente; llega
Martín Fernández de Enciso, listo como el hambre, y pretende hacerse con el
poder, en sustitución de Ojeda; se lo impide Vasco Núñez de Balboa, el polizón,
quien envía al letrado de vuelta a casa y él procede a fundar Santa María de la
Antigua en territorio de Nicuesa; descubre el Mar del Sur, controla a las
tribus y, de repente, llega Nicuesa, que reclama lo suyo y termina, quizá,
comido por los tiburones. ¿Qué sucedió después? Que vino a Santa María un nuevo
personaje con una orden de detención contra Vasco, pues Martín Fernández de
Enciso no se había entretenido, entre tanto, en chuparse el dedo y sus
gestiones en la Corte habían prosperado, de donde se deduce que nunca, nunca,
debemos bajar las guardias con un abogado.
El
recién llegado se apellidaba Pedrerías Dávila y venía con todos los poderes.
Claro que en aquella selva los papeluchos lacrados eran de poco valor si el
portador había de vérselas con un guasón como Núñez de Balboa, dueño de la
situación y con los hombres de su lado. ¿Todos los hombres de su lado?; parece
que no, porque uno de ellos, nada menos que su capitán de más confianza, duro
como los roquedales de Extremadura, su patria, se puso de parte del recién
llegado, arrestó al polizonte contador de chistes, descubridor del Mar del Sur
y azote de la indiada y lo ahorcó en nombre del rey. ¿Quién era ese oficial
astuto, callado y certero? Francisco de Pizarro.
Fíjense
todas las aventuras que se perdió nuestro inmortal Juan de la Cosa por morirse
antes de tiempo. Yo quise escribir, para la novela que vamos a presentar en poco
tiempo, la continuación del viaje en el que acabaron de quebrarse los huesos del Cartógrafo, pero
vi tal cantidad de trepidancia, de locura en los hechos, que pensé, creo que con
acierto, que todo aquello, por real, era inverosímil.
Esto es
frecuente en literatura, que la realidad, si se cuenta, parece ficción. Las
fuentes, sin embargo, son muy claras. Tan difícil de tratar literariamente es
esta extravagancia de la historia, que hay un autor vasco que ha sacado ya tres
novelas sobre todos estos hechos, aunque limitándose a transcribir las fuentes
tal cual, sin cambiar casi nada, salvo lo justo para que en una presentación no
le saquen los colores. No digo su nombre porque, quizá, termine encontrándome
con él en algún congreso o negocio similar, esos lugares donde los escritores
vamos a comer canapés y a salir en la foto, que si no… Hay gente con mucha
cara. Bueno, adiós, que llega el alba.
En la
próxima entrega no voy a seguir con Pizarro, ni con Cortés ni con Magallanes
porque nos eternizaríamos, sino que hablaré de las consecuencias económicas de
la lotería que le tocó al rey Carlos de Gante; perdón, al emperador.
Coda
final: ¿Se imaginan, pacientes lectores míos, a nuestros Bárcenas y similares
en el Caribe del siglo XVI, buscando oro? ¿Se imaginan, de paso, a Ojeda,
Enciso y Vasco en la España actual gestionando los bienes de todos nosotros,
moviéndose entre asientos contables, correos electrónicos y discos duros
machacados? Y, para acabar con su paciencia, les planteo una tercera cuestión:
¿creen que ha cambiado mucho nuestra genética social en los últimos quinientos
años?
Javier: Ojalá nos hubiesen contado la historia de está manera única, erudita, entretenida a la vez que rigurosa y escandalosamente cierta. Un abrazo y esperamos esa loteria....
ResponderEliminar