Qué
lástima que ni Juan de la Cosa, ni Colón ni Pinzón, ni Isabel, ni Fernando
estuviesen ya para enterarse de en qué se habían convertido aquellas tierras
improductivas y letales que se descubrieran en 1492. Habían transcurrido 27
años de sufrimiento cuando, en 1519 Pizarro le regaló a Carlos de Gante el
Perú, Cortés Méjico y Magallanes la circunvalación del globo, como tres magos
en torno a la cuna, casi, del príncipe, en su decimonoveno cumpleaños.
Pero
vamos por partes, que hay tiempo. Empezaremos por la conquista del Perú. En el
último viaje de Juan de la Cosa, en 1510, cuando, según recordarán, dejó nuestro héroe el pellejo en la selva de
Turbaco, era miembro de la expedición un oscuro extremeño: Francisco Pizarro,
el que luego sería el Marqués de la Conquista y que daría de comer y de conquistar
a sus tres hermanos Hernando, Gonzalo y Juan. Comenzó a brillar la estrella de
Pizarro, justo a la muerte de Juan de la Cosa, tras los luctuosos hechos de
Turbaco. El bueno de Ojeda se enteró, en carne propia, de por qué Juan no
quería enfrentamientos con los indios flecheros pues, como es lógico, tras la
matanza, todas las tribus de la zona, hasta las
más tranquilas, terminaron en pie de guerra. Llegó Ojeda a Urabá y fundó
allí, en pésima ubicación, en el descampado pantanoso de Necoclí, una ciudad,
la primera de Tierra Firme; la llamó San Sebastián de Urabá, donde los
castellanos llegaron a practicar el canibalismo porque nada tenían que llevarse
al estómago pues, en cuanto se introducían cinco árboles dentro de la selva,
los indios daban cuenta de ellos con las flechas emponzoñadas y, encima, sin
barcos porque se los había comido la “broma”, ese gusano simpático del que ya
les hablé; claro, el que tenía experiencia en este asunto era Juan y, desde
hacía varios meses, su cuerpo servía de abono para las batatas de los indígenas.
Estaban muriendo acorralados, como alimañas, cuando vieron una vela en el
horizonte. Pensaron que estaban salvados, ¡albricias!, pero no, no llegaban a
rescatarlos, sino que se trataba de unos piratas, de los primeros piratas del
mar de los caribe. Eran españoles y el capitán respondía por el nombre o apodo
de Talavera.¿Qué pretendían? Vender comida y bebida a los náufragos, pero no
rescatarlos. Estos quedaron en camisa y todos sus bienes, oro, esclavos,
munición, partieron en la nave del pirata que se llevó también a un hombre, uno
que vio el momento oportuno para desmarcarse una vez más, un tipo que era
experto en fugas dejando tirados a los suyos, un capitán de pacotilla cuyo
nombre ya adivinarán ustedes: Alonso de Ojeda. Marchó este con los piratas,
tuvo muchas aventuras y, al final, tras años con ellos, todos terminaron
ahorcados. ¿Todos?; no, uno se salvó: Alonso de Ojeda, el mismo que fue
cubierto en su retirada de Turbaco por la vida de Juan de la Cosa y sus fieles.
La verdad es que cuando en mis charlas llego a este punto, los oyentes no saben
si me lo estoy inventando, de tan fantástico que les parece todo, tan diferente
a como les ha llegado la historia del Descubrimiento. Sin embargo, les aseguro
que en estas narraciones sigo, escrupulosamente, las fuentes: Fernández de
Oviedo y López de Gómara en especial. A lo que íbamos, que Ojeda marchó y
quedaron en tierra sus hombres, al mando de los cuales estaba Francisco de
Pizarro, el oscuro extremeño… Pero, ¡caramba!, veo que llega el alba y, una vez
más, me he liado. Bueno, en la próxima entrega les hablaré de lo que he llamado
al principio: la película de los hechos, es decir, de Pizarro, Cortés y
Magallanes, los tres reyes magos de Carlos de Gante, el gran Imperator.
Hablaremos de cómo se gastó el oro y la plata de las Indias Occidentales.
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