viernes, 9 de agosto de 2013

GUERRA NAVAL DE GUINEA

En el siguiente capítulo histórico, Juan de la Cosa nos cuenta la vertiente náutica de la guerra de Sucesión que enfrentó a Isabel de Castilla con Juana la Beltraneja y Portugal. Fue suprimido de la redacción final de El cartógafo de la reina porque distorsionaba el tono general de la novela. El autor, después del estudio de La Guerra de Granada, de Alonso de Palencia, tenía mucho que contar; manejaba un excelente material histórico sobre el que aún no se había novelado. Se sorprendió por la poca atención de los estudiosos hacia la batalla de La Mina, determinante en el reparto posterior del mundo entre las dos superpotencias de la época: España y Portugal.

Era un capítulo de puro pedagogismo, filosofía muy diferente a la que informaba el resto de la novela. Se entiende por pedagogismo la tendencia del autor que posee un cartapacio repleto de datos históricos, a introducirlos en el argumento y la trama a cualquier coste. Cada vez es más frecuente este fenómeno en la novela histórica. No se trata de defecto, sino de una tendencia; hay obras ejemplares del pedagogismo histórico, como es el caso de Recuerdos de un Imperio, del mejicano Fernando del Paso. En general, sin embargo, está tan mal usada la técnica que se ha convertido en un vicio narrativo que oscurece tramas, ralentiza relatos y echa a perder novelas que podían y debían ser mejores. Esto sucede cuando el novelista, olvidando su oficio de narrar hechos ficticios como si fueran reales, nos cuenta lo real como si fuese ficticio.
        En El cartógrafo de la reina se ha pretendido justo lo contrario: escribir la historia, pero a través de la trama. En ella son los protagonistas quienes, por medio de sus peripecias, comunican al lector lo que precisa saber sobre el tiempo histórico en que se desarrollan los hechos novelables. Se logra así una inmersión del receptor en el tiempo histórico sin que se percate de ello, de forma natural y automática. La novela histórica no puede ser un tratado novelado; ya existe tal género, el inaugurado por Indo Montanelli en sus Historias de Roma y de Grecia.
        Los hechos que se narran en esta separata serán, sin duda, interesantes y novedosos para muchos lectores, pero distorsionaban el dinamismo del conjunto de la obra y su relato hubo de ser sacrificado. Esperemos que los amantes de la Historia disfruten con la lectura de esta toma falsa.

Guerra naval de Guinea
Hostilidades
Cuando llegué con mi mesnada a Andalucía, la reina ya había abierto la navegación hacia el sur, cerrada durante mucho tiempo por pactos vergonzantes con los portugueses. Creo que, en el fondo, la lucha por la corona de Castilla tenía más que ver con la voluntad de ostentar la exclusiva de la navegación por los mares de Guinea que con los complejos intereses dinásticos y territoriales que se discutieron en las mesas de negociación.
        En el mismo mes de diciembre atracaron dos naves en Puerto de Santa María con ciento veinte esclavos negros capturados en el territorio azanega. En enero del año siguiente, el de 1476, el palense Gonzalo de Zúñiga, hombre de gran carácter al que conocí en casa de los Pinzón, navegó hasta Gambia y superó la cifra anterior en cantidad y calidad, pues trajo capturados a ciento cuarenta negros, entre ellos a su rey. El monarca castellano, magnánimo, liberó al colega de la cautividad y lo hizo embarcar de vuelta a su selva en la expedición de Valera.
        Los ataques castellanos se generalizaron en África. No eran incursiones militares, sino de mero comercio, es decir: asaltos de plazas y buques portugueses, rescates con los negros de Guinea y creación de plazas comerciales. Tan fuerte fue nuestra presencia en aquellas aguas, que los lusos vieron peligrar el imperio con tanto esfuerzo levantado.
        Fernão Gómes, que era arrendatario de Guinea, se negó a pagar el canon anual a la corona portuguesa, porque Castilla estaba invadiendo sus territorios y el negocio distaba mucho de ser rentable. El rey Juan II se vio obligado a conmutarle la deuda, que ascendía a seiscientos mil ducados, a cambio de que reuniera una flota de veinte velas para enfrentarse al enemigo. La guerra terrestre se acababa de extender al mar del Golfo.
        Yo me comprometí en ella con mi nave la Gallega, también conocida como Marigalante. Correría el año 1476, hacia el mes de abril. El primero de marzo había tenido lugar la batalla de Toro, con la que, podíamos decir, se acabó la guerra terrestre por la sucesión de la corona de Castilla. Nuestra presencia en África era ya masiva, pero precisábamos dar el golpe de gracia a la fuerza naval lusa. Vencer no era tanto destruir al enemigo, como demostrarle que no era capaz de echarnos de un mercado tan apetitoso.

La Batalla del Estrecho
En El Puerto de Santa María se instaló la capitanía general de la Gran Flota, pero la reunión de la nunca vista escuadra era más lenta de lo que los marinos deseaban; estos ansiaban echarse a la mar y a la rapiña sin más dilaciones. Su presión llegó a tal punto que no hubo manera de retenerlos y muchos salieron a hacer presas en las aguas del Estrecho. Nuestra nave no participó en tales ataques por parecernos operaciones de piratería a las que no nos podíamos rebajar; además, las labores comerciales de la familia de La Cosa en la Castilla del Sur ofrecían ya una interesante rentabilidad y no estábamos dispuestos a perder dinero en aventuras de dudoso beneficio; preferíamos emplear el tiempo de espera encargando a La Gallega pequeños viajes de caboteo por la costa de Levante.
        De esta forma nos libramos de que el buque participara en la que se dio en llamar la batalla del Estrecho, que consistió en el apresamiento de una galera genovesa cargada de oro, que iba custodiada por varias naos enemigas. Fue un espectáculo bochornoso, pues tras la dura captura de la nave, defendida valientemente por los portugueses que la escoltaban y que costó la vida al valiente Juan Martínez de Méndaro, se acuchillaron entre sí los capitanes castellanos Álvaro de Nava y Andrea Senier por causa del botín. Conocí a Méndaro en una fiesta en casa del Conde de Medinaceli y me sorprendió por su honradez. Era de origen vizcaíno y en su buque navegaban varios compatriotas de Santoña y Laredo que también perdieron la vida por oponerse a la rapacidad piratesca de los capitanes.

Captura de La Borralla
No nos pudimos zafar, sin embargo, de participar en la flota de Valera, que era un ensayo general de la proyectada Gran Flota de Guinea. El capitán era hijo del corregidor de Puerto de Santa María, y había trabado amistad conmigo. Estaba informado de mis supuestas andanzas por los mares del norte, y hasta tenía referencias a las aventuras en la Isla de Bacallao[1].
        Antes de salir al océano abierto, libramos una importante batalla contra dos buques portugueses de gran porte. Uno de ellos estaba reconocido como lo mejorcito de su flota y respondía por el nombre de La Borralla. Tenía la característica de estar artillado en las bandas, como era el caso de los buques balleneros, lo que hacía difícil y arriesgado enfrentarse con él. Sin embargo, logramos cercarlo entre la nao de Carlos Valera, llamada La Gaditana, que lo atacó por la proa, y nuestra Marigalante que lo hostigó por popa. La otra nao enemiga quedó inmovilizada por una nube de carabelas menores. Logramos nuestro objetivo y el orgulloso buque fue hundido en el Estrecho. Mi nao iba capitaneada por Juan Pérez, con el que ya había navegado costeando Francia.

Expedición de Valera
El 30 de mayo, comandados por Valera, salimos hacia Guinea doce buques, de los cuales tres eran vizcaínos y nueve andaluces. Atacamos las islas de Cabo Verde y capturamos al gobernador portugués, Antonio Noli, italiano que luego se pasó a nuestro bando. Yo tenía una misión más científica que militar, pues debía cartografiar sobre la marcha cuanto pudiera o, al menos, tomar apuntes y hacer mediciones. Estaba tan atareado que no me alcanzaron las múltiples disputas surgidas a bordo durante todo el viaje.
        No fue la nuestra una expedición limpia, pues atacamos dos carabelas del Marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León, seguidor hasta hacía un mes de los estandartes beltranejos. Eran tiempos en los que no se distinguían bien las banderas porque la enseña más seguida por aquellos codiciosos navegantes era la del oro, cuyo brillo impedía distinguir otros motivos de mayor altruismo. En esta ocasión, sin embargo, la acción de pillaje contra las carabelas del Marqués de Cádiz se volvió contra su perpetrador. Don Diego Valera, aparte de verse obligado a indemnizar con cincuenta mil maravedíes al Marqués, no logró el mando de la gran expedición que se estaba organizando.

La Gran Armada
La reina en persona supervisó la selección de los buques, capitanes y marinos de la gran armada que se estaba formando. El ensayo general de la incursión de Valera había aconsejado a Isabel de Castilla atacar el corazón del imperio africano de Portugal, sin desviarse en operaciones de segunda categoría y en rencillas entre los nobles castellanos. Era preciso que se diera a los portugueses un golpe naval de tal calibre que no pudiesen recuperarse. Además, la corona castellana necesitaba con urgencia medios económicos para hacer frente a sus cuantiosos gastos, reconstruir el reino y preparar el ataque a Granada.
        Para mí esta nueva batalla, la tercera y última que libré en aquella guerra, fue una mala experiencia en la que estuve a punto de caer prisionero de los portugueses. Fueron dos las expediciones que zarparon del Puerto de Santa María el 12 de enero de 1478: una en dirección a Canarias, mandada por Juan Rejón, en la que se había alistado Tigre, y otra que iría directamente hasta La Mina, en la punta final de los descubrimientos portugueses, para rescatar en aquella tierra.
        La segunda estaba compuesta por treinta y cinco barcos, todos de gran porte: naos o carracas redondas con posibilidades de carga. Entre ellas estaban la San Pedro, mandada por Anchón, de Pasajes, viejo conocido mío, y nuestra Marigalante, pilotada por Chachu de Lequeitio y capitaneada por el santanderino Diego Bocanegra, el que fuera capitán de la flota ballenera en el regreso desde Bacallao, tras la muerte del infortunado Echeberría[2]. El Capitán General de la Gran Flota era Juannotto Bosca, marino de confianza del rey don Fernando.
        Sabíamos de la habilidad del santanderino Bocanegra en la captura de esclavos y rescates, mientras que Chachu se desenvolvía mejor en las maniobras marítimas. En el San Pedro marchaban, además, dos funcionarios encargados de verificar la cuantía de la carga para calcular las reservas legales establecidas en beneficio de la Corona. Se trataba de Francisco Bonaguisa y de Berenguer Graner, personajes que nos cayeron mal a los del norte desde un primer momento. Quizás en ello influiyó el hecho de que nuestra nave era considerada de fletamiento real, pues había sido alquilada por la Corona. Esto le daba derecho a ser la primera en los cargamentos y rescates con los indígenas por lo que era blanco de las inspecciones y vigilancias de los dos publicanos.
        La otra flota, la que tenía previsto invadir Canarias como maniobra de distracción, estaba al mando de Juan Rejón y en ella se había enrolado nuestro entrañable compañero, Tigre. Zarpamos a la par, pero pronto seguimos cada grupo nuestro rumbo. Yo le había encomendado a mi amigo que tomara buena nota de cuanto viese, con el fin de elaborar un informe completo para la reina en cuanto volviéramos a puerto.

Desbandada en La Mina
Navegamos a gran velocidad hacia el sur sin encontrar dificultades hasta que llegamos a La Mina, en pleno mar de Guinea. Para ser más exactos, el único que tuvo dificultades fui yo, pues los ceñudos Bonaguisa y Graner no aceptaban la más mínima modificación en la orden de ruta para facilitarme las tareas cartográficas. No pudiendo observar con tranquilidad los accidentes costeros y marítimos que precisaba, me limité a tomar notas básicas para luego intentar esbozar un croquis elemental de aquellas tierras.
En cuanto llegamos a nuestro destino cada tripulación se lanzó a explorar y rescatar con los negros por su cuenta. El capitán general no sólo intentó hacer lo mismo que sus subordinados, sino que pretendió sobrepujar a todos ellos; en consecuencia nadie tomó precauciones para mantener la vigilancia costera, bien en mar o en tierra; no se levantaron empalizadas ni fuertes en los que guarecerse los hombres o guardar las provisiones. Los grupos que volvían de rescatar se dedicaban a organizar auténticas bacanales, en las que las infelices cautivas hacían las veces de cortesanas. Por doquier imperaba el desorden.
Nuestro buque no entró en la competición, sino que nos hicimos a la mar para rescatar en algún lugar algo más alejado. Cuando el comercio de esclavos se hizo considerable, Juanotto ordenó que se levantara un pequeño fuerte y que se estableciesen turnos de guardia. Los nativos, que eran de considerable presencia y hablaban el árabe, terminaron por convencer a los nuestros de que era preferible que trajeran esclavos desde otros lugares de la costa y que ellos se encargarían de comprárselos. Gustó la idea y la mayoría de las tripulaciones se hicieron a la mar, generando un tráfico permanente de buques castellanos que asolaron la costa del Mar de Guinea, yendo y viniendo de la Mina.
En busca de la tierra del Preste Juan
        Los dos únicos barcos del Norte, el San Pedro y la Marigalante, fueron autorizados para marchar lo más lejos posible; de esta forma tendríamos alguna posibilidad de alcanzar el final de África. Los de Pasajes se encargaron, junto con parte de nuestra tripulación, dirigidos todos por el experimentado Diego Bocanegra, de cargar las bodegas de esclavos mientras que nosotros, con una pequeña reducción de la parte, seguiríamos rumbo hacia el Este para cartografiar.
        Estaba convencido de que siguiendo la línea de aquella costa se llegaría a la Abisinia del Preste Juan, pues aquel continente no parecía dispuesto a seguir hacia el sur, pasando la línea del Ecuador. Esta era la idea general y nos vimos arrastrados por tan halagüeña esperanza; sin embargo, pronto noté que las corrientes marinas y la dirección del viento terral anunciaban que aquella línea interminable acabaría por quebrarse.
        En efecto, según descubrieron más tarde los pilotos portugueses, tras derrotarnos en aquella ignominiosa batalla naval, aún quedaba mucha costa que se extendía de Norte a Sur desde el Ecuador para llegar al paso definitivo hacia Oriente.

Ataque por sorpresa
Nadie esperaba a la flota portuguesa, mandada por Jorge Correa. Hicieron gran escabechina entre los nuestros, que ni siquiera pudieron aprestarse a tomar las armas. Los que no murieron fueron hechos prisioneros y, como es lógico, se apropiaron de las capturas, una cantidad de oro nunca vista en ninguno de los dos reinos.
        El lugarteniente portugués, Mem Palhá, se lanzó con cinco buques en persecución de los dispersos, que no eran muchos, pues una mala marejada en la zona les había aconsejado refugiarse en el puerto mandinga de La Mina. Los dos buques del norte fueron los únicos que resistieron encarnizadamente el ataque portugués. El San Pedro, de Pasajes, quedó tan malogrado que no pudo soportar el retorno y se hundió poco antes de llegar a puerto. La Marigalante sufrió un fuerte golpe en el costado de babor, por donde habíamos sido abordados.

Cautivos privilegiados
Captores y presos iniciamos el lento retorno. En Portugal nos esperaba la prisión y quizás la muerte a los responsables de los buques. Los portugueses, sin embargo, tuvieron en todo momento un trato de favor hacia los tripulantes del San Pedro y la Marigalante, y no osaron tocar nuestra carga.
―No nos van a hacer prisioneros ―dijo un día Diego Bocanegra―. Al contrario, nos dejarán en libertad y nos permitirán conservar el cargamento.
        Nos informó de que existía una especie de pacto o promesa de no agresión entre las flotas portuguesas y las vizcaínas, desde que una carraca norteña auxilió a un buque luso que iba a la deriva cerca de la Costa de la Muerte, y estaba amenazado por los “raqueiros”, piratas gallegos de costa. El buque cantábrico ―que según él había sido fletado en los astilleros de Guarnizo y, según Anchón, en Pasajes―, salvó a la tripulación del maltrecho barco portugués y a su pasaje, resultando que entre éste estaba el legendario Príncipe Enrique el Navegante. Refugiados en Santander, en cuyas atarazanas se puso de nuevo la nao a flote, aquel insigne varón de la Casa de Avis firmó un documento por el que libraba, ex aeternitate, a los marinos cántabros y vascos  de caer presos de buques portugueses, tanto ellos como sus mercancías.

El genio militar del almirante portugués Jorge Correa
        En El Puerto de Santa María me encontré con Tigre, que había recibido el mismo trato que nosotros. Los tripulantes no vizcaínos fueron llevados a Portugal y liberados sólo tras la guerra. Me contó que en Gran Canaria los barcos castellanos se dispersaron. Los portugueses atacaron por sorpresa e hicieron cuatrocientos prisioneros. No pudieron, sin embargo, recuperar la isla, que fue ocupada por los castellanos gracias a que los indígenas no tomaron partido ni por uno ni por otro grupo de conquistadores.
        La historia cambió, sin embargo, por un mero accidente: la captura por parte de la flota portuguesa de dos buques castellanos repletos de bastimentos y madera que permitiría a los portugueses permanecer muchos meses más en el mar.
        En principio la expedición que había enviado Juan II no tenía más objetivo que llegar a Canarias, pero, informado el capitán Jorge Correa de que una nutrida flota castellana habíase dirigido al Mar de Guinea, decidió seguir en su persecución. Esta  brillante iniciativa y la victoria que la concluyó, dio a su patria el predominio en el mar. Por otra parte, la apropiación de nuestro impresionante tesoro permitió al monarca portugués reactivar la guerra terrestre contra Castilla, lo que alargó el conflicto un tiempo más y puso en peligro el éxito castellano, que ya se celebraba en las calles de nuestra tierra. Tras la derrota de La Mina, nuestros enemigos dispusieron de una ventajosa posición para negociar el tratado de Alcaçovas, que tan favorable fue a los lusos en el reparto de tierras y mares.
        En dicho acuerdo se estableció el cabo Bojador, casi al lado de Las Canarias, como punto de referencia para dividir el mundo. El paralelo que pasaba por el Cabo separaría las jurisdicciones marinas de Castilla y Portugal. Lo que se descubriera al Sur pertenecería a esta, y a nuestra Corona las tierras con las que diéramos al norte del paralelo.
        La nueva tierra, de la que tomaríamos posesión en 1492, estaba situada por encima de dicho paralelo de Bojador, por lo que pertenecía a Castilla mas, para llegar a ella, habíamos de navegar muy hacia el Sur, casi hasta Cabo Verde, con el fin de aprovechar mejor los vientos. En tan meridional navegación, invadiríamos las aguas portuguesas, razón última por la que callamos el itinerario. Hicimos creer a todos que habíamos cruzado el Océano Tenebroso en línea recta, desde Canarias; con tal argucia, evitamos dar a los portugueses argumentos legales para oponerse al derecho que el Papa Alejandro VI habría de reconocer a nuestros monarcas sobre los nuevos territorios de los que tomamos posesión durante aquel memorable viaje.
        Comentan que Colón habló de dobles contabilidades de distancias en sus diarios. Yo ni entro ni salgo en esto, pero digo que Pinzón y yo sabíamos muy bien a dónde íbamos, las distancias a recorrer, por dónde habíamos de ir y por dónde teníamos que decir que fuimos.
       
[1] Ver Las rutas del Norte (primeros viajes del joven Juan de la Cosa), que se publicará próximamente en Kattigara.
[2] Todos estos personajes aparecen en la obra Las rutas del Norte (primeros viajes del joven Juan de la Cosa),  precuela de «El cartógrafo de la reina», que pronto será publicada por la Editorial Kattigara. En ella se describe el descubrimiento de Terranova por los marinos vascos y cántabros.

1 comentario:

  1. Buenas tardes, leeré "El cartógrafo de la Reina", pregunta, unos de los posibles hombres que consiguieron llegar a Terranova, fueron Robert Thorné y H. Elliot?

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