En el siguiente capítulo
histórico, Juan de la Cosa nos cuenta la vertiente náutica de la guerra de
Sucesión que enfrentó a Isabel de Castilla con Juana la Beltraneja y Portugal.
Fue suprimido de la redacción final de El cartógafo de la reina porque
distorsionaba el tono general de la novela. El autor, después del estudio de La
Guerra de Granada, de Alonso de Palencia, tenía mucho que contar; manejaba un
excelente material histórico sobre el que aún no se había novelado. Se
sorprendió por la poca atención de los estudiosos hacia la batalla de La Mina,
determinante en el reparto posterior del mundo entre las dos superpotencias de
la época: España y Portugal.
Era un capítulo de puro
pedagogismo, filosofía muy diferente a la que informaba el resto de la novela.
Se entiende por pedagogismo la tendencia del autor que posee un cartapacio
repleto de datos históricos, a introducirlos en el argumento y la trama a
cualquier coste. Cada vez es más frecuente este fenómeno en la novela
histórica. No se trata de defecto, sino de una tendencia; hay obras ejemplares
del pedagogismo histórico, como es el caso de Recuerdos de un Imperio, del
mejicano Fernando del Paso. En general, sin embargo, está tan mal usada la
técnica que se ha convertido en un vicio narrativo que oscurece tramas,
ralentiza relatos y echa a perder novelas que podían y debían ser mejores. Esto
sucede cuando el novelista, olvidando su oficio de narrar hechos ficticios como
si fueran reales, nos cuenta lo real como si fuese ficticio.
En El cartógrafo de la reina se ha pretendido justo lo
contrario: escribir la historia, pero a través de la trama. En ella son los
protagonistas quienes, por medio de sus peripecias, comunican al lector lo que
precisa saber sobre el tiempo histórico en que se desarrollan los hechos
novelables. Se logra así una inmersión del receptor en el tiempo histórico sin
que se percate de ello, de forma natural y automática. La novela histórica no
puede ser un tratado novelado; ya existe tal género, el inaugurado por Indo
Montanelli en sus Historias de Roma y de Grecia.
Los hechos que se narran en esta separata serán, sin duda,
interesantes y novedosos para muchos lectores, pero distorsionaban el dinamismo
del conjunto de la obra y su relato hubo de ser sacrificado. Esperemos que los
amantes de la Historia disfruten con la lectura de esta toma falsa.
Guerra
naval de Guinea
Hostilidades
Cuando
llegué con mi mesnada a Andalucía, la reina ya había abierto la navegación
hacia el sur, cerrada durante mucho tiempo por pactos vergonzantes con los
portugueses. Creo que, en el fondo, la lucha por la corona de Castilla tenía
más que ver con la voluntad de ostentar la exclusiva de la navegación por los
mares de Guinea que con los complejos intereses dinásticos y territoriales que
se discutieron en las mesas de negociación.
En el mismo mes de diciembre atracaron dos naves en Puerto de
Santa María con ciento veinte esclavos negros capturados en el territorio
azanega. En enero del año siguiente, el de 1476, el palense Gonzalo de Zúñiga,
hombre de gran carácter al que conocí en casa de los Pinzón, navegó hasta
Gambia y superó la cifra anterior en cantidad y calidad, pues trajo capturados
a ciento cuarenta negros, entre ellos a su rey. El monarca castellano,
magnánimo, liberó al colega de la cautividad y lo hizo embarcar de vuelta a su
selva en la expedición de Valera.
Los ataques castellanos se generalizaron en África. No eran
incursiones militares, sino de mero comercio, es decir: asaltos de plazas y
buques portugueses, rescates con los negros de Guinea y creación de plazas
comerciales. Tan fuerte fue nuestra presencia en aquellas aguas, que los lusos
vieron peligrar el imperio con tanto esfuerzo levantado.
Fernão Gómes, que era arrendatario de Guinea, se negó a pagar
el canon anual a la corona portuguesa, porque Castilla estaba invadiendo sus
territorios y el negocio distaba mucho de ser rentable. El rey Juan II se vio
obligado a conmutarle la deuda, que ascendía a seiscientos mil ducados, a
cambio de que reuniera una flota de veinte velas para enfrentarse al enemigo.
La guerra terrestre se acababa de extender al mar del Golfo.
Yo me comprometí en ella con mi nave la Gallega, también
conocida como Marigalante. Correría el año 1476, hacia el mes de abril. El
primero de marzo había tenido lugar la batalla de Toro, con la que, podíamos
decir, se acabó la guerra terrestre por la sucesión de la corona de Castilla.
Nuestra presencia en África era ya masiva, pero precisábamos dar el golpe de
gracia a la fuerza naval lusa. Vencer no era tanto destruir al enemigo, como
demostrarle que no era capaz de echarnos de un mercado tan apetitoso.
La
Batalla del Estrecho
En El
Puerto de Santa María se instaló la capitanía general de la Gran Flota, pero la
reunión de la nunca vista escuadra era más lenta de lo que los marinos
deseaban; estos ansiaban echarse a la mar y a la rapiña sin más dilaciones. Su
presión llegó a tal punto que no hubo manera de retenerlos y muchos salieron a
hacer presas en las aguas del Estrecho. Nuestra nave no participó en tales
ataques por parecernos operaciones de piratería a las que no nos podíamos
rebajar; además, las labores comerciales de la familia de La Cosa en la
Castilla del Sur ofrecían ya una interesante rentabilidad y no estábamos
dispuestos a perder dinero en aventuras de dudoso beneficio; preferíamos
emplear el tiempo de espera encargando a La Gallega pequeños viajes de caboteo
por la costa de Levante.
De esta forma nos libramos de que el buque participara en la
que se dio en llamar la batalla del Estrecho, que consistió en el apresamiento
de una galera genovesa cargada de oro, que iba custodiada por varias naos
enemigas. Fue un espectáculo bochornoso, pues tras la dura captura de la nave,
defendida valientemente por los portugueses que la escoltaban y que costó la
vida al valiente Juan Martínez de Méndaro, se acuchillaron entre sí los
capitanes castellanos Álvaro de Nava y Andrea Senier por causa del botín.
Conocí a Méndaro en una fiesta en casa del Conde de Medinaceli y me sorprendió
por su honradez. Era de origen vizcaíno y en su buque navegaban varios
compatriotas de Santoña y Laredo que también perdieron la vida por oponerse a
la rapacidad piratesca de los capitanes.
Captura
de La Borralla
No nos
pudimos zafar, sin embargo, de participar en la flota de Valera, que era un
ensayo general de la proyectada Gran Flota de Guinea. El capitán era hijo del
corregidor de Puerto de Santa María, y había trabado amistad conmigo. Estaba
informado de mis supuestas andanzas por los mares del norte, y hasta tenía
referencias a las aventuras en la Isla de Bacallao[1].
Antes de salir al océano abierto, libramos una importante
batalla contra dos buques portugueses de gran porte. Uno de ellos estaba
reconocido como lo mejorcito de su flota y respondía por el nombre de La
Borralla. Tenía la característica de estar artillado en las bandas, como era el
caso de los buques balleneros, lo que hacía difícil y arriesgado enfrentarse
con él. Sin embargo, logramos cercarlo entre la nao de Carlos Valera, llamada
La Gaditana, que lo atacó por la proa, y nuestra Marigalante que lo hostigó por
popa. La otra nao enemiga quedó inmovilizada por una nube de carabelas menores.
Logramos nuestro objetivo y el orgulloso buque fue hundido en el Estrecho. Mi
nao iba capitaneada por Juan Pérez, con el que ya había navegado costeando
Francia.
Expedición
de Valera
El 30
de mayo, comandados por Valera, salimos hacia Guinea doce buques, de los cuales
tres eran vizcaínos y nueve andaluces. Atacamos las islas de Cabo Verde y
capturamos al gobernador portugués, Antonio Noli, italiano que luego se pasó a
nuestro bando. Yo tenía una misión más científica que militar, pues debía
cartografiar sobre la marcha cuanto pudiera o, al menos, tomar apuntes y hacer
mediciones. Estaba tan atareado que no me alcanzaron las múltiples disputas
surgidas a bordo durante todo el viaje.
No fue la nuestra una expedición limpia, pues atacamos dos
carabelas del Marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León, seguidor hasta hacía
un mes de los estandartes beltranejos. Eran tiempos en los que no se
distinguían bien las banderas porque la enseña más seguida por aquellos
codiciosos navegantes era la del oro, cuyo brillo impedía distinguir otros
motivos de mayor altruismo. En esta ocasión, sin embargo, la acción de pillaje
contra las carabelas del Marqués de Cádiz se volvió contra su perpetrador. Don
Diego Valera, aparte de verse obligado a indemnizar con cincuenta mil
maravedíes al Marqués, no logró el mando de la gran expedición que se estaba
organizando.
La
Gran Armada
La
reina en persona supervisó la selección de los buques, capitanes y marinos de
la gran armada que se estaba formando. El ensayo general de la incursión de
Valera había aconsejado a Isabel de Castilla atacar el corazón del imperio
africano de Portugal, sin desviarse en operaciones de segunda categoría y en
rencillas entre los nobles castellanos. Era preciso que se diera a los
portugueses un golpe naval de tal calibre que no pudiesen recuperarse. Además,
la corona castellana necesitaba con urgencia medios económicos para hacer
frente a sus cuantiosos gastos, reconstruir el reino y preparar el ataque a
Granada.
Para mí esta nueva batalla, la tercera y última que libré en
aquella guerra, fue una mala experiencia en la que estuve a punto de caer
prisionero de los portugueses. Fueron dos las expediciones que zarparon del
Puerto de Santa María el 12 de enero de 1478: una en dirección a Canarias,
mandada por Juan Rejón, en la que se había alistado Tigre, y otra que iría
directamente hasta La Mina, en la punta final de los descubrimientos
portugueses, para rescatar en aquella tierra.
La segunda estaba compuesta por treinta y cinco barcos, todos
de gran porte: naos o carracas redondas con posibilidades de carga. Entre ellas
estaban la San Pedro, mandada por Anchón, de Pasajes, viejo conocido mío, y
nuestra Marigalante, pilotada por Chachu de Lequeitio y capitaneada por el
santanderino Diego Bocanegra, el que fuera capitán de la flota ballenera en el
regreso desde Bacallao, tras la muerte del infortunado Echeberría[2]. El
Capitán General de la Gran Flota era Juannotto Bosca, marino de confianza del
rey don Fernando.
Sabíamos de la habilidad del santanderino Bocanegra en la
captura de esclavos y rescates, mientras que Chachu se desenvolvía mejor en las
maniobras marítimas. En el San Pedro marchaban, además, dos funcionarios
encargados de verificar la cuantía de la carga para calcular las reservas
legales establecidas en beneficio de la Corona. Se trataba de Francisco
Bonaguisa y de Berenguer Graner, personajes que nos cayeron mal a los del norte
desde un primer momento. Quizás en ello influiyó el hecho de que nuestra nave
era considerada de fletamiento real, pues había sido alquilada por la Corona.
Esto le daba derecho a ser la primera en los cargamentos y rescates con los
indígenas por lo que era blanco de las inspecciones y vigilancias de los dos
publicanos.
La otra flota, la que tenía previsto invadir Canarias como
maniobra de distracción, estaba al mando de Juan Rejón y en ella se había
enrolado nuestro entrañable compañero, Tigre. Zarpamos a la par, pero pronto
seguimos cada grupo nuestro rumbo. Yo le había encomendado a mi amigo que
tomara buena nota de cuanto viese, con el fin de elaborar un informe completo
para la reina en cuanto volviéramos a puerto.
Desbandada
en La Mina
Navegamos
a gran velocidad hacia el sur sin encontrar dificultades hasta que llegamos a
La Mina, en pleno mar de Guinea. Para ser más exactos, el único que tuvo
dificultades fui yo, pues los ceñudos Bonaguisa y Graner no aceptaban la más
mínima modificación en la orden de ruta para facilitarme las tareas
cartográficas. No pudiendo observar con tranquilidad los accidentes costeros y
marítimos que precisaba, me limité a tomar notas básicas para luego intentar
esbozar un croquis elemental de aquellas tierras.
En
cuanto llegamos a nuestro destino cada tripulación se lanzó a explorar y
rescatar con los negros por su cuenta. El capitán general no sólo intentó hacer
lo mismo que sus subordinados, sino que pretendió sobrepujar a todos ellos; en
consecuencia nadie tomó precauciones para mantener la vigilancia costera, bien
en mar o en tierra; no se levantaron empalizadas ni fuertes en los que
guarecerse los hombres o guardar las provisiones. Los grupos que volvían de
rescatar se dedicaban a organizar auténticas bacanales, en las que las
infelices cautivas hacían las veces de cortesanas. Por doquier imperaba el
desorden.
Nuestro
buque no entró en la competición, sino que nos hicimos a la mar para rescatar
en algún lugar algo más alejado. Cuando el comercio de esclavos se hizo
considerable, Juanotto ordenó que se levantara un pequeño fuerte y que se
estableciesen turnos de guardia. Los nativos, que eran de considerable
presencia y hablaban el árabe, terminaron por convencer a los nuestros de que
era preferible que trajeran esclavos desde otros lugares de la costa y que
ellos se encargarían de comprárselos. Gustó la idea y la mayoría de las
tripulaciones se hicieron a la mar, generando un tráfico permanente de buques
castellanos que asolaron la costa del Mar de Guinea, yendo y viniendo de la
Mina.
En
busca de la tierra del Preste Juan
Los dos únicos barcos del Norte, el San Pedro y la
Marigalante, fueron autorizados para marchar lo más lejos posible; de esta
forma tendríamos alguna posibilidad de alcanzar el final de África. Los de
Pasajes se encargaron, junto con parte de nuestra tripulación, dirigidos todos
por el experimentado Diego Bocanegra, de cargar las bodegas de esclavos
mientras que nosotros, con una pequeña reducción de la parte, seguiríamos rumbo
hacia el Este para cartografiar.
Estaba convencido de que siguiendo la línea de aquella costa
se llegaría a la Abisinia del Preste Juan, pues aquel continente no parecía
dispuesto a seguir hacia el sur, pasando la línea del Ecuador. Esta era la idea
general y nos vimos arrastrados por tan halagüeña esperanza; sin embargo,
pronto noté que las corrientes marinas y la dirección del viento terral
anunciaban que aquella línea interminable acabaría por quebrarse.
En efecto, según descubrieron más tarde los pilotos
portugueses, tras derrotarnos en aquella ignominiosa batalla naval, aún quedaba
mucha costa que se extendía de Norte a Sur desde el Ecuador para llegar al paso
definitivo hacia Oriente.
Ataque
por sorpresa
Nadie
esperaba a la flota portuguesa, mandada por Jorge Correa. Hicieron gran
escabechina entre los nuestros, que ni siquiera pudieron aprestarse a tomar las
armas. Los que no murieron fueron hechos prisioneros y, como es lógico, se
apropiaron de las capturas, una cantidad de oro nunca vista en ninguno de los
dos reinos.
El lugarteniente portugués, Mem Palhá, se lanzó con cinco
buques en persecución de los dispersos, que no eran muchos, pues una mala
marejada en la zona les había aconsejado refugiarse en el puerto mandinga de La
Mina. Los dos buques del norte fueron los únicos que resistieron
encarnizadamente el ataque portugués. El San Pedro, de Pasajes, quedó tan
malogrado que no pudo soportar el retorno y se hundió poco antes de llegar a
puerto. La Marigalante sufrió un fuerte golpe en el costado de babor, por donde
habíamos sido abordados.
Cautivos
privilegiados
Captores
y presos iniciamos el lento retorno. En Portugal nos esperaba la prisión y
quizás la muerte a los responsables de los buques. Los portugueses, sin
embargo, tuvieron en todo momento un trato de favor hacia los tripulantes del
San Pedro y la Marigalante, y no osaron tocar nuestra carga.
―No
nos van a hacer prisioneros ―dijo un día Diego Bocanegra―. Al contrario, nos
dejarán en libertad y nos permitirán conservar el cargamento.
Nos informó de que existía una especie de pacto o promesa de
no agresión entre las flotas portuguesas y las vizcaínas, desde que una carraca
norteña auxilió a un buque luso que iba a la deriva cerca de la Costa de la
Muerte, y estaba amenazado por los “raqueiros”, piratas gallegos de costa. El
buque cantábrico ―que según él había sido fletado en los astilleros de Guarnizo
y, según Anchón, en Pasajes―, salvó a la tripulación del maltrecho barco
portugués y a su pasaje, resultando que entre éste estaba el legendario
Príncipe Enrique el Navegante. Refugiados en Santander, en cuyas atarazanas se
puso de nuevo la nao a flote, aquel insigne varón de la Casa de Avis firmó un
documento por el que libraba, ex aeternitate, a los marinos cántabros y
vascos de caer presos de buques
portugueses, tanto ellos como sus mercancías.
El
genio militar del almirante portugués Jorge Correa
En El Puerto de Santa María me encontré con Tigre, que había
recibido el mismo trato que nosotros. Los tripulantes no vizcaínos fueron
llevados a Portugal y liberados sólo tras la guerra. Me contó que en Gran
Canaria los barcos castellanos se dispersaron. Los portugueses atacaron por
sorpresa e hicieron cuatrocientos prisioneros. No pudieron, sin embargo,
recuperar la isla, que fue ocupada por los castellanos gracias a que los
indígenas no tomaron partido ni por uno ni por otro grupo de conquistadores.
La historia cambió, sin embargo, por un mero accidente: la
captura por parte de la flota portuguesa de dos buques castellanos repletos de
bastimentos y madera que permitiría a los portugueses permanecer muchos meses
más en el mar.
En principio la expedición que había enviado Juan II no tenía
más objetivo que llegar a Canarias, pero, informado el capitán Jorge Correa de
que una nutrida flota castellana habíase dirigido al Mar de Guinea, decidió
seguir en su persecución. Esta brillante
iniciativa y la victoria que la concluyó, dio a su patria el predominio en el
mar. Por otra parte, la apropiación de nuestro impresionante tesoro permitió al
monarca portugués reactivar la guerra terrestre contra Castilla, lo que alargó
el conflicto un tiempo más y puso en peligro el éxito castellano, que ya se
celebraba en las calles de nuestra tierra. Tras la derrota de La Mina, nuestros
enemigos dispusieron de una ventajosa posición para negociar el tratado de
Alcaçovas, que tan favorable fue a los lusos en el reparto de tierras y mares.
En dicho acuerdo se estableció el cabo Bojador, casi al lado
de Las Canarias, como punto de referencia para dividir el mundo. El paralelo
que pasaba por el Cabo separaría las jurisdicciones marinas de Castilla y
Portugal. Lo que se descubriera al Sur pertenecería a esta, y a nuestra Corona
las tierras con las que diéramos al norte del paralelo.
La nueva tierra, de la que tomaríamos posesión en 1492,
estaba situada por encima de dicho paralelo de Bojador, por lo que pertenecía a
Castilla mas, para llegar a ella, habíamos de navegar muy hacia el Sur, casi
hasta Cabo Verde, con el fin de aprovechar mejor los vientos. En tan meridional
navegación, invadiríamos las aguas portuguesas, razón última por la que
callamos el itinerario. Hicimos creer a todos que habíamos cruzado el Océano
Tenebroso en línea recta, desde Canarias; con tal argucia, evitamos dar a los
portugueses argumentos legales para oponerse al derecho que el Papa Alejandro
VI habría de reconocer a nuestros monarcas sobre los nuevos territorios de los
que tomamos posesión durante aquel memorable viaje.
Comentan que Colón habló de dobles contabilidades de
distancias en sus diarios. Yo ni entro ni salgo en esto, pero digo que Pinzón y
yo sabíamos muy bien a dónde íbamos, las distancias a recorrer, por dónde
habíamos de ir y por dónde teníamos que decir que fuimos.
[1] Ver Las rutas del Norte
(primeros viajes del joven Juan de la Cosa), que se publicará próximamente en
Kattigara.
[2] Todos estos personajes
aparecen en la obra Las rutas del Norte (primeros viajes del joven Juan de la
Cosa), precuela de «El cartógrafo de la
reina», que pronto será publicada por la Editorial Kattigara. En ella se
describe el descubrimiento de Terranova por los marinos vascos y cántabros.
Buenas tardes, leeré "El cartógrafo de la Reina", pregunta, unos de los posibles hombres que consiguieron llegar a Terranova, fueron Robert Thorné y H. Elliot?
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