Mientras don Carlos de Gante, el futuro Carlos I, el
Emperador, succionaba el regio pecho de su madre Juana la Loca, en contra de
toda la corte incluido su esposo Felipe, que la presionaba para que dejase la
labor a las nodrizas, que para eso estaban, pues era un escándalo que una regia
persona se dedicase a tales menesteres… mientras esto sucedía, digo, los
españoles estaban mal muriendo en El Caribe.
El
escorbuto, pese a la abundancia de papayas y guayabas, hacía estragos entre los
nuestros; la sífilis era ya una plaga; la modorra pestilencial, una especie de
gripe depresiva, campaba por sus fueros; la falta de alimentos —porque los castellanos
eran unos señoritos a la hora de comer y no estaban dispuestos a rebajarse a mascar
yuka y batatas— era un mal endémico… En fin, imperaba el sufrimiento pero, con
ser lo anterior horrible, el mal más doloroso era la constatación de que en
aquella tierra no había oro suficiente, como se había esperado. Cerca de Santo Domingo
se hallaban, sí, unas minas, pero que se agotaron pronto por la sobre
explotación. Además el oro rescatado a los indios, sacado de sus ajuares
acumulados durante generaciones, era de muy baja calidad. Está muy lograda la
escena de la película 1492, cuando unos nativos llevados por Colón a la Corte
van repartiendo preseas entre los comensales en el banquete de recepción al
Almirante; en ella vemos el fondo del problema histórico: no se trajo de
América nada de calidad que ofrecer a la Corona. ¿Por qué, entonces, perduró el
proyecto? Porque no costaba nada al fisco, pues eran los capitulantes los que
afrontaban los gastos y, encima, pagaban un quinto a los reyes por sus
capturas. Por eso se sobreexplotó la tierra y se inventó la encomienda, una de
las más brutales formas de exterminio. Consistía en que al encomendero se le
encargaba la explotación de un determinado territorio y se le entregaba un
paquete de indios para que lo trabajasen, especialmente en labores mineras; claro
que tenían los cristianos que velar por sus almas, lo que era fácil de cumplir
con bautismos forzados y oficio de difuntos tras el deceso, pues pocos indios
se libraban del peor de los finales, que sólo podían evitar por medio del
suicidio; cuentan las crónicas que los caminos estaban plagados de indígenas,
familias enteras, que se colgaban de los árboles, única manera de acabar con
sus tristes vidas, dada la prohibición de portar armas. En fin, horrible, pero
la Corona se llevaba su quinto, como estaba mandado. Total, que en muy pocos
años, la Española quedó como tabla rasa en lo tocante a recursos materiales y humanos, y todo para obtener muy poca riqueza.
Para colmo de males, no se encontraba el paso de la Especiería, hacia las
legendarias Catay y Cipango, ese al que se había referido Ptolomeo con el
nombre de estrecho de Catigara. Todo
parecía indicar que se había hecho muy mal negocio. Lo cierto era que poco se
sabía de las costas orientales de Asia, al menos en España, pues los
portugueses callaban sus secretos, como lo demuestra el patrón real que fue
copiado por Cantino, del que ya hemos hablado, y que tan bien describe aquellas
zonas. No deja de ser todo esto muy curioso pues el comercio con Asia databa de
la época romana, como tan bien explica Paul Herrmann en su monumental obra “Historia
de los Descubrimientos”. Según este autor, si los comerciantes de la Urbe marchaban
por mar, se ahorraban diez meses de travesía; así, hacia el año 30 antes de
Cristo, los barcos romanos que surcaban el mar Rojo en dirección a la India llegaron
a ser un ciento, pero nuestros antepasados latinos eran unos redomados zorreras
pues, para no dar posibilidades a la competencia no ya escondieron sus mapas,
sino que ni tan siquiera llegaron a confeccionarlos. El que sí estaba muy
interesado en el descubrimiento del paso era el rey Fernando el Católico, bueno,
más que rey regente tras la muerte de su esposa, que falleció en 1504. Al año
siguiente convocó a los más importantes viajeros y cartógrafos del reino (Juan
de la Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, Amérigo Vespuccio y Álvarez de Solís) en lo
que se llamó la Junta de Toro. En tal reunión se acordó formar la Flota de la
Especiería y hasta encargaron la fabricación de los barcos a Martín Sánchez
Zamurdio, de Bilbao. Eran tres las posibilidades de hallar el paso: por el
Norte, lo que parecía imposible según los datos con que se contaba, muy fieles
en lo tocante a la configuración de la costa; por el Sur, muy abajo, en tierra
austral —no olvidemos que Álvarez Solís llegó a ser el descubridor del Río de
la Plata, donde murió, como Juan de la Cosa, asaeteado—; y por el Caribe, allá
donde el santoñés había dibujado un San Cristóbal, a la altura del golfo de
Urabá, pues ahí se creía estaba el paso. Fernando el Católico llevó estos
trabajos muy en secreto, pero pronto tuvo que marchar a Nápoles pues llegaron
Juana y, sobre todo Felipe I, su esposo, el Hermoso, como elefantes en una
cacharrería y tomaron posesión del reino.
También el nuevo monarca que, pese a ser consorte era quien cortaba el
bacalao, intentó formar dicha flota de la Especiería, y convocó a los mismos
protagonistas a una reunión de expertos: la Junta de Burgos, pero esta vez se
hizo a bombo y platillo, bien alto para que se enterasen los contrarios, los
portugueses; decididamente, el bueno de Felipe, todo lo que tenía de guapo le
sobraba de bobo. Lo cierto fue que el proyecto, como tal, fracasó por la
inconstancia del rey, pero los marinos implicados siguieron buscando por su
cuenta, mediante capitulaciones individuales, su oportunidad. Vicenyáñez,
Álvarez Solís y Vespuccio por el Sur y Juan de la Cosa con Ojeda por el Caribe.
Pero no hubo manera, ningún paso hallaron y eso que Vespuccio, dicen, llegó
casi a oler el estrecho de Magallanes.
Dejemos,
amigos, la historia aquí para tornar a don Carlos de Gante, el futuro emperador.
Nació en 1500, de forma que cuando sucedían los hechos antedichos era un frágil
infante. Cuando tenía quince años le hicieron señor de los Países Bajos.
Respecto a Castilla y Aragón, hasta el último momento su abuelo Fernando dudó
en testar a su favor, con lo que el chico estaba con el futuro pendiente de un
hilo. En 1516 fue nombrado gobernador de
Castilla en sustitución de su madre Juana y cuando, ese mismo año, murió el
regente don Fernando en Madrigalejo, fue coronado Carlos rey de Navarra. En
1518 juró como titular de Castilla y en 1519 fue admitido como monarca de
Aragón por las Cortes mañas, pero ese mismo año fue designado también Emperador
del Sacro Imperio y tuvo que ir a Flandes para tomar posesión, claro, pues le
interesaba más, con lo que no pudo asistir a las cortes aragonesas en Valencia,
razón por la que su nombramiento como rey de media España no tuvo efecto legal
hasta mucho más tarde. Es decir, que el joven, de diecinueve años, estaba alocado,
pero no por diversiones mundanas, sino por preocupaciones excesivas para el más
bragado hombre maduro; ¿cómo iba a atender a las necesidades de un puñado de
súbditos que morían en el Caribe, preocupado como estaba por su futuro incierto?
Eso
sí, cuando cumplió su decimoprimer año, le tocó la lotería porque en 1519
sucedieron tres hechos extraordinarios: 1.-
Francisco Pizarro ejecutó a Vasco Núñez de Balboa y comenzó la conquista del
Perú. 2.- Hernán Cortés, desobedeciendo las órdenes del gobernador de Cuba,
marchó sobre el imperio Méxica. 3.- Magallanes dobló el cabo de Hornos. ¿Qué
significaron todos estos acontecimientos? Que en tiempo del mozalbete imberbe,
Carlos de Gante, se cumplió el gran deseo de sus abuelos: hallar las más
fabulosas riquezas en América: el oro del Azteca, la plata del Potosí y el oro
del Cuzco; aparte de la posibilidad de acceder, por fin, a la tierra de la
Especiería, a la India y a China. ¿No fue esto una lotería? El chico dispuso de
medios económicos como ningún monarca de cualquier época y lugar tuviera jamás.
Seguro que preguntaba a sus edecanes sobre dónde estaba esa tierra de la que
decían era dueño, cuyos caminos estaban empedrados en oro y de la que le
llegaban riquezas impensadas que no había pedido. ¿Qué hizo el jovenzuelo con tan
fabulosos fondos? Lo veremos en el próximo capítulo, que ya llega el alba y se
acaba la hora de los duendes.
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